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SE EQUIVOCÓ LA PALOMA


José Javier León

...y en lugar de los viejos estereotipos malvados
tenemos una serie de nuevos estereotipos igualmente falsos.
Robert Hughes

1

Sólo la habanera de Carmen puede disputarle la primacía en la fama, y ni siquiera con pleno derecho. Convencido, según su propio testimonio, de que trabajaba con una melodía tradicional o mintiendo, al decir de otros, como un bellaco, Bizet adaptó para su ópera El arreglito, una pieza escrita por Sebastián de Yradier. Así nació aquello de "L’amour est un oiseau rebelle / que nul ne peut apprivoiser", de un arreglito. Pero existe otra ventaja, la cronológica, y ésa le favorece aún menos al francés. En 1855, veinte años antes del estreno de Carmen, se presentaba en Cuba una canción de compás muy lento sobre la pauta rítmica del tango: era La paloma, la habanera por excelencia; su autor, de nuevo Yradier. Desde entonces, millones de hispanohablantes han entonado sus versos más populares: "Si a tu ventana llega una paloma / trátala con cariño, que es mi persona". Al escuchar la extraña, hermética letra, uno visualiza casi de inmediato la escena del pájaro en busca de un alféizar, pero, ¿hasta qué nivel de detalle?, ¿hasta llegar a apreciar el color de la pluma?, ¿hasta vislumbrar el de la piel de la persona simbolizada en el ave? ¿Coincide luego el matiz de la pluma con el de la piel?"¡Ay!, chinita, que sí, / ¡ay!, que dame tu amor. / ¡Ay!, que vente conmigo, chinita, / a donde vivo yo". La chinita de la copla podría ser una muchacha asiática, pero resulta que en Cuba chino es el descendiente de mulata y negro o de negra y mulato. ¿Le molesta a esa mujer que la llamen china los extranjeros? ¿Cómo lleva la nación cubana el rapto de su chinita por un alavés mundano y prolífico, Yradier, ese palomo ladrón?

Suena, procedente de un disco, la voz de Bola de Nieve y en ella, en su fraseo que tan pronto se hincha como raspa, se adivina la blanquísima, enorme sonrisa, los sabios dedos prietos percuten las teclas bicolores del piano y casi se le ve agitarse con fabulosa pluma y exclamar: "¡Ay venga, paloma, venga / y cuénteme usted su pena!". ¿Piensa el oyente en una escena de confesión homo o interracial, se detiene en la paloma como símbolo fálico o se huele una adaptación criolla de lo de Leda y el cisne? ¿Y qué pasa si Bola, en vez de ponerse zoófilo se pone tribal y festivo e imita el habla de los negros rurales de Cuba con estrofas como: "Aquí ‘tamo tolo negro / que venimos a rogá / que noh consedan pemiso / para cantá y bailá" o "Que yo le quiere pedí a Babalú / una negra bebona como tú"? Un hispano-oyente que escuche la grabación de esas estrofas interpretadas de forma tan magistral que no parece perfectible ¿se sentirá mal, se sentirá bien, se sentirá regular?, ¿se considerará aludido, quizá humillado?

Hay un tercer individuo, que ni canta ni oye cantar; este sujeto lee, se obstina en dos simpatías singulares, Nicolás Guillén y la columbofilia. Si repara en el poema que dice: "Una paloma cantando pasa: / ¡Upa mi negro, que el sol abrasa! / Negrazo, venga con su negraza / ¡Aire con aire, que el sol abrasa!", ¿de qué color se figura a la paloma de vuelo popular? ¿Cree que al señor negro le agrada que una pichona cantora de no sabemos qué etnia lo aúpe o más bien se ofende al oírse reclamado como ‘negrazo’ o como ‘mi negro’ por un pajarraco que mejor haría en cerrar el pico? ¿Disminuye la desconfianza del lector si sabe que fue un cubano negro el autor de los versos y no, pongamos por caso, un ruso blanco? ¿Qué hay de la reacción del avecica que le cantaba con letra? ¿Qué conclusiones saca ella del escrúpulo del lector si tal vez sólo pretendía amenizar a un isleño al pasar, citarlo en compañía de su pareja, auparlo y recordarle todo el calor que hace en Cuba?

¿Vuelan todas estas aves, claras u oscuras, en algún sentido? Porque hasta ahora parece el suyo revoloteo errático. Se elevan, en el español de uso actual, en la dirección que señalan diccionarios y tratados de zoología, para los cuales los términos palomo y negro, usados con franqueza y sin la intersección o la sombra de otros idiomas, designan un animal y un color que todos podemos reconocer sin dificultad después de los cuatro años de edad. Silvio, con dos, llama eufórico gallinas a las palomas y no discrimina entre blancas, marrones o grises, pero eso es porque cuando las persigue junto a las fuentes de Granada donde ellas se acercan a abrevar las ve ya desplumadas y calentitas en un plato, como las gallinas en pepitoria que le hace su padre; disfruta tanto comiendo este niño que cree que los humanos que poblamos su patria almorzamos gallinas voladoras urbanas y se relame ante la oportunidad del sabor de la carne guisada con yema de huevo. Es lo que le ocurre a Silvio, que tiene un dominio de la lengua muy desarrollado para sus años pero que por ahora sólo conoce una, y con gazapos en avicultura. Llegará el día en que aprenderá, además, idiomas. Entonces no tendrá ya edad de confundir palomas con gallinas, pero habrá entrado en contacto con nuevos sistemas semánticos que proyectarán sobre el suyo un resol de desconcierto, aunque también de sugestivas iluminaciones.

Cualquier hablante de cualquier lengua tiene que vérselas persistentemente con el juego disyuntivo de lo correcto y lo incorrecto, lo eufemístico y lo concreto, pero si, además, su lengua es asaltada por un lenguaje político no nacido de sus coordenadas lingüísticas sino perteneciente a otra tradición y a otros usos cosméticos, los tropezones serán irremediables.

 

 

2

Esto era una vez un aula con un español y seis estadounidenses. Y va el español, que además es el que más español sabe, y lee: "Se equivocó la paloma, se equivocaba". Lo lee y casi lo canta, con intención de ilustrar luego al sector americano en la belleza aspectual del imperfecto de Indicativo, este ‘se equivocaba’ que abre el verso a la sugerencia de lo dilatorio. Entonces alguien pregunta qué es paloma y él lo explica. Ajá, dice uno, es dove. Ajá, dice otro, es pigeon. Bueno, son los dos, dice el que tiene la llavecita del cielo del idioma, porque palomo, así como su femenino paloma, en español, equivale a esos dos vocablos ingleses.

La sospecha profunda toca todos los rostros. Este hombre no sabe inglés, con tanto inglés como él sabía, o no sabe todo el español que debería saber, porque ahora mismo no parece estar de broma. Y el español, que conoce el paño de otra vez y se ha estudiado la lección, se explica: No hay ninguna diferencia taxonómica entre doves y pigeons, ninguna. Ambos pertenecen al mismo género, Columba, y a la misma familia, la de los colúmbidos. Se podría decir que son el mismo pájaro porque las divergencias son mínimas, el tamaño y la forma de la cola principalmente.

Ahora el recelo es mayor, si cabe; más que mirar, espían, pero es Colman, un joven de Modesto, California, de clase social aún más elevada que su mucha estatura física, de raza negra, vestido siempre de marca hasta el más imperceptible complemento, el que más a pecho se lo toma, y con porte buchón, proclama: ¿El tamaño? ¡Pero si son dos animales completamente diferentes! Cómo puedes comparar a un pigeon, ese animal sucio y feo, portador de enfermedades, la rata del aire, con la maravilla que es un dove, que es la elegancia, tan impecable, tan distinguido. Si ahora mismo entrara por esa ventana un dove, ¿sabes que haría?, lo besaría; pero si fuera un pigeon me apartaría antes de que me tocara ¿tienes idea de la cantidad de bacterias que llevan en las patas y las plumas esos bichos? Incontables. Igual que las ratas.

Como en un partido de bádminton la clase empieza a mirar por veces a dos flancos opuestos de la cancha de estudio. España recoge la pelota emplumada: Aunque no lo creáis, son el mismo animal. Dove es un término que se emplea para especies más pequeñas, de colas puntiagudas, mientras que los pigeons, de mayor tamaño, presentan colas cuadradas o redondas. No es más que eso. Lo que pasa, es que en el uso no científico, sino de a pie, de vuestra lengua, y de ahí la confusión, dove es simplemente el palomo blanco y pigeon el palomo oscuro, gris o azulado. Más simple, esas aves semidomésticas que veis en las plazas de las ciudades son ejemplares originados a partir de la paloma bravía, tengan el color que tengan. Cualquiera que haya criado palomas o las haya observado de cerca sabe que dos ejemplares blancos pueden engendrar uno marrón o gris, ese que tanto desprecia Colman por inelegante, y que no es un patito feo ni un ave hija natural, sino ave, e hija, legítimas. Simplemente salió a la abuela, a una abuela más tostada. Cosa igualmente posible entre humanos, como sabemos por Mendel. Razas, solemos llamarlo, sin demasiada propiedad.

América recibe la bola penígera con sospecha. Ninguno relaja la expresión. Por qué su lengua iba a ser imprecisa. Maggie, con gesto arrugado y febril, toma la palabra: ¡Qué dices, confundir esa cosa sucia con un animal perfecto! O tú no lo sabes o el español está mal. ¿Has visto cómo se mueven cuando caminan una y otra? ¿Lo has visto?

Ah, la imitación de los andares de la paloma oscura a cargo de Maggie, la mueca de asco en la boca, la oscilación desaliñada del cuello, hasta un conato de zureo que se acerca a un eructo. Ah, Colman levantándose de su silla, ochenta centímetros de espalda por doscientos de estatura, moviendo la cabeza como una princesa nórdica el día de su ascensión al trono o como una virgen en procesión, camino del altar, Colman en su incorporación de la blanca paloma.

Son proyecciones nuestras, Maggie, Colman. La paloma que vuelve al arca con la ramita de olivo, indicándole a Noé que las aguas del Diluvio se han oreado y que puede volver a pisar tierra firme, la queremos blanca, aunque la voz hebrea que la designa, yônah, no implique color alguno. Era el ave de Afrodita, que en Micenas aparece rodeada de palomas. Decoloradas todas, la del diluvio y las del tiro del carro de la diosa nacida de las olas, Occidente las elevaría a símbolo de la paz y el amor, de la pureza y la candidez. ¿De qué color es si no la paloma blanca de San Picasso? Los cristianos de todo el mundo representan nada menos que a Dios en su tercera persona por medio de ese pájaro argentino, pero tampoco el Evangelio la pinta cana, peristera es, en griego, otra vez, paloma, sólo paloma. En la Edad Media, un vaso de metal precioso con la forma de esa ave, la paloma eucarística, guardaba la comunión para los enfermos. Y hoy hay un jabón en el mercado que se está vendiendo muy bien en muchos países, viene del vuestro y se llama... Exacto, Dove, y su propaganda no puede ser más inmaculada. Difícil que ese jabón se llamara Pigeon, ¿no creéis? Como todo lo blanco extremado, las palomas blancas, en el inconsciente colectivo, ni dañan ni excretan, de eso ya se encargan las ratas del aire, los pigeons eran, ¿verdad?, y en eso siguen ejemplos insignes, la Venus Calipigia o el Discóbolo, a pesar de sus comprometidas posturas, el papa de Roma o las enfermeras. Antes que ensuciar, estas blancuras sobradas limpian. La inmundicia de otros, los pecados de otros, la mirada de otros.

Sólo mirarlas limpia ya. Una bata blanca, una sotana blanca, una escultura blanca, una paloma blanca, limpian, esto es, purifican, serenan, beatifican.

Pero Colman continúa discutiendo, añade, se crece, perfecciona su representación ayudado muy de cerca por Maggie, que actúa como asistente. Las caras de algunos de los compañeros son ahora de sofoco y de rabia: Cabrón este profesor que no para la befa de una vez por todas. Y Colman que se calla de repente y se suma al silencio que ya imperaba, mira su reloj de diseño y dice recogiendo el cuaderno, el diccionario electrónico, el libro y la pluma que no es de paloma, sino Kaweco: Es la hora.

 

3

"She stopped at a window in the passage and held back the curtain. Beneath was the garden, bathed in sun. The grass was sleek and shinning. Three white pigeons were flirting and tiptoeing as ornate as ladies in ball dresses. Their elegant bodies swayed as they minced with tiny steps on their little pink feet upon the grass. Suddenly, up they rose in a flutter, circled, and flew away". Virginia Woolf. Between the Acts.

 

 

4

Insatisfecho como cada jueves tras la hora de traducción, ahogado por la impresión de haber prestado un servicio inútil, Monsieur García miró el reloj gris y blanco que había sobre la puerta y vio que marcaba las cuatro menos veinte. Veinte minutos aún, cómo rellenarlos si el texto estaba ya vertido y revertido, si no se podía estirar más. Probó a hacer la pregunta que nunca funcionaba, esa que dice: ¿Alguna pregunta? Y por descontado que fracasó. Insistió, bromeó con otro recurso gastado, la posibilidad de poner un examen en la próxima clase ya que todo estaba tan claro y entonces el brazo salvador de Olivier surgió de entre las cabezas y su voz destemplada solicitó una traducción fiable, eso dijo el muy insolente, una traducción fiable del título del libro de donde provenía el fragmento. Olivier, el alumno más bilingüe de Monsieur García, su cruz, pero también su salvación en momentos peliagudos, momentos como aquél, en el que además probaba, sin saberlo aún el profesor, la suerte de ser ambas cosas a la vez.

Qué olvido tan tonto, el título, aunque, bien pensado, podría ser la solución, el motivo ideal con el que aderezar de perlería cultivada veinte minutos imposibles. No, García no iba a darle a Olivier una respuesta, ni fiable ni vaga, no así como así. Lo vio en segundos, proporcionarles alguna información sobre el argumento y el contexto, devolverle la pregunta a la asamblea, recoger errores y comentarlos enseguida, aproximarse entonces a las claves secretas del léxico como preámbulo del pequeño juego de las confusiones, reflexionar sobre el español censurable y colocar la guinda posmoderna en forma de análisis cultural, total, qué menos que veinte minutos. Y con un título como aquél, El palomo cojo, Monsieur García estaba seguro de llevarse por una vez un buen sabor de boca en jueves.

Advirtió, antes que nada, de la dificultad a la que se enfrentaban, siempre una buena manera de asegurarse el control de lo que se avecina, y empezó por preguntar si alguien sabía de qué iba la historia escrita por Eduardo Mendicutti. Claro que no lo sabían. Ésta fue la primera oportunidad de lucimiento del tutor, Supergarcía al ataque sintético-narrativo: La historia transcurre en un pueblo grande de la Baja Andalucía, muy parecido a la Sanlúcar de Barrameda de finales de los cincuenta; allí, a la casona de sus abuelos, llega un niño de diez años para recuperarse de una enfermedad larga y, lo que se le presentaba como un verano lleno de tedio y pequeñas obligaciones, se convierte en un retablillo cómico moral por el que desfilan adultos inquietantes o entretenidos, incluso algo tarados: las criadas, los tíos, el bisabuelo criador de palomas. Confrontado con esta realidad desconcertante y atrayente a la vez el niño comienza a percibir, siquiera de forma nebulosa, su diferencia, la naturaleza sexual que ya asoma en él. También aparece en la historia un palomo, un palomo que cojea por los tejados, motivo que enlaza con la extraña expresión española de la que el autor se ha servido para dar título a su novela, ser más maricón que un palomo cojo.

Hizo todavía una breve mención a la falta de escrúpulos que presentaba la frase hecha en cuanto a cuestiones de género y de discapacidad física antes de entrar, no sin un corrimiento difícil de ocultar, en lo que él denominó su grosería bastante. Ser más maricón que un palomo cojo, cuál podía ser la explicación, o el origen, de la asociación entre un palomo cojo y un varón homosexual. Silencio en la sala, caras de expectación, tiempo para que alguien interviniera si quería, pero, claro, treinta jóvenes franceses estudiantes de español en Francia poco podían saber de las minusvalías de las columbáceas ibéricas o de sus intereses sexuales o afectivos. Tampoco Monsieur García tenía, en realidad, una idea clara, pero estaba envalentonado, notaba el giro de su ánimo, a remolque de la nueva respiración en el auditorio, de la elevación, minúscula, pero perceptible para cualquier actor, de los hombros de su público, del arqueo reciente de las cejas.

Se dice de un ave macho que cubre a la hembra que la pisa, ya que realmente así hace para acometer tal negocio. Imaginad la dificultad que tendría un palomo que esté cojo, pisar a la paloma puede serle casi imposible. De ahí a considerarlo desafecto al sexo contrario hay un paso. Otra explicación estaría relacionada con el balanceo de las palomas al andar, con el peculiar movimiento del cuello. Dislocadle ahora una pata a esa imagen y figuraos la penosa marcha, el contoneo exagerado de una voladora ya de por sí estudiada. Olivier levantó la mano. Dijo que en la mañana del 28 de agosto de 2001 había visto a un grupo de palomas que picoteaba invisibles desperdicios humanos en el andén de la estación de trenes de Tubinga y entre ellas a una coja, y que no daba ninguna sensación de afectación o de inversión, sino de mucho aprieto, de patetismo, porque no había piedad alguna por parte de unas congéneres que, antes bien, la atacaban con frecuencia. Una especie, mira por dónde, de chasse au pigeon boîteux, ataque gratuito al palomo cojo.

Sin poder añadir nada, atascado por la intervención de Olivier, el instructor prefirió cambiar de tema y pedir cuanto antes posibles versiones. Después del breve espejismo de su interés, volvía la desgana de los alumnos, absoluta ahora, monumental, planetaria. Por fin, Léa rompió el silencio para proponer Le pigeon boîteux. El maestro traductor comentó la solución aliviado, no era desechable, pero su literalidad presentaba un defecto, la falta de intención acusadora de lo homosexual en francés. La siguiente propuesta, La colombe boîteuse, tardó en llegar una eternidad, un minuto. Fuera del aula, un minuto de silencio suele ser un tributo de consideración a una víctima mortal; dentro, esa misma medida de tiempo es, sencillamente, mortal, además de un tributo al desmayo, y la pobre víctima ese individuo que insiste a pesar de que nadie lo considera. Al maestro traductor le gustó menos la opción colombe, porque el femenino alejaba aún más la imagen del niño como varón. Setenta y tres segundos más tarde Virginie dejó caer, mientras atendía a un mensaje en la pantalla de su teléfono móvil, su contribución, Le canard boîteux, y él casi se entusiasmó, no se le había ocurrido. Otra expresión con ave que mantenía el adjetivo cojo y además lograba que emergieran enseguida dos implicaciones muy convenientes, una de diferencia con respecto al común y la otra de discriminación; de hecho, en español, su equivalente el garbanzo negro quedaba mucho más lejos del título. ¡Muy bien Virginie, sigamos, otras propuestas!

Olivier no había abierto el pico y a García le extrañaba mucho, le parecía raro que aquel chaval tan vivo no tuviera nada que proponer o que oponer. Pero también le dejaba un margen, porque guardaba un as dentro de la manga para rematar la clase y salvarse aún; veía ya en el impacto de su colofón la revancha que necesitaba contra aquel regusto de impotencia de todos los jueves a las cuatro.

Parece que no hay más sugerencias. ¿Las hay? Bien, yo propondría La phoque. En francés es el nombre de un animal que, por una feliz coincidencia, aparece en una expresión francesa prácticamente paralela a la española ser más maricón que un palomo cojo, se trata de être péde comme un phoque, cuya traducción nos sonaría a nosotros tan desconcertante co-
mo a vosotros lo del palomo. Se dice estar como una foca, de gordo, pero no ser maricón como una foca. La verdad es que los dos son dichos de naturaleza oscura. Si optamos por La phoque como título mantenemos la connotación que hay en el original, aunque no la literalidad, además… Pero Olivier no lo dejó acabar: Phoque, Monsieur García, como palabra que no se refiere a nosotros, los gay, sino que nos insulta, tiene poco que ver con el animal o con sus meneos, mucho menos con los nuestros. Phoque es en esta lengua el nombre de un animal, sí, pero su aparición en esa frase es resultado de un calambur sobre el sustantivo foc, efe, o, ce, que designa una vela, foque en español, según creo. Se pronuncian igual aunque se escriban de forma diferente, cosas del francés. El foque es una de las velas que en los barcos reciben el viento que viene de detrás, no sé si me explico, señor García, por detrás. Burla e inquina, lo de siempre. Aparte, usted lo sabrá mejor que yo, a lo peor no hay focas en Sanlúcar de Barrameda, ni patos en El palomo cojo. Lo que sí hay son palomos, parece ser. Por último, la novela está traducida al francés, y publicada por Christian Bourgois como Le pigeon boîteux.

Sonaron tres alarmas de reloj consecutivas, luego un teléfono móvil, luego varios alumnos empezaron a dar carpetazos axiomáticos. Monsieur García miró el reloj gris y blanco que había sobre la puerta, vio que iba a dar las cuatro y tragando saliva y haciendo lo imposible para disimular el vértigo, el dolor de tripa, el bochorno y la urgencia de hablar si no con su madre con su primer novio, cura párroco en Lérida, recogió y dijo: Gracias por tus interesantes aportaciones a la lección de hoy, Olivier. Es la hora. Para el próximo jueves la traducción es de un cuento breve de Augusto Monterroso, Ganar la calle. No os confiéis, es más difícil de lo que parece.

 

5

Respondía al nombre artístico de El Cojo Pavón y era, en efecto, cojo. En el ambiente gitano-andaluz no es extraño encontrar artistas con epítetos de esa horma, apodos que consignan un defecto físico o un rasgo de carácter no demasiado encomiable, referencias a particularidades fisiológicas o al color de la piel, y aunque en ocasiones la decisión la toma el perjudicado, en otras se debe a herencia o fuerza externa, pero una fuerza, como en el bautismo, a la postre consentida. La lista es larga. Entre los compañeros de caída de Pavón están El Cojo de Málaga, Pataperro o el maestro de baile Enrique el Cojo. Dentro de la tropa miscelánea, Patricio el Feo, Antonio el Enano, La Hebrea, el delgadísimo Juan Jambre, Antonia la Negra, El Indio Gitano, El Borrico de Jerez, de voz tan bruta como su aspecto, El Tuerto, El Ciego, El Gordo, El Baboso, La Bizca, que sin embargo miraba derecho, Emilio el Moro, español de Melilla siempre tocado con fez, El Chino, Chato de la Isla, Diego Lagañas, enfermo de los ojos, Félix el Loco... O bien el quiebro irónico: La Contrahecha, una venus hispalense con bata de cola.

Juan Pavón Suárez, El Cojo Pavón, hijo de la cantaora y bailaora La Curra, no grabó hasta los setenta y cinco años, edad a la que José Blas Vega lo convocó para participar en la Magna Antología del Cante Flamenco de Hispavox. Allí dejó registrados, además de un romance y una siguiriya de buena factura, una rumba soberbia, el más acabado, el mejor de los tres palos. Da la entrada la guitarra de Félix de Utrera, unos farfulleos ocupan los dos primeros tercios y en-
seguida acuden las cuatro coplas, la primera octosilábi- ca, el resto parcialmente en-
tregado a la anarquía métri-
ca. Así dice la letra: "Tará-tará tratrán tran trau, / tatrán tan trau. / La mujer que quiere a un chino / porque no tiene amor propio, / porque el chino toma opio / y alborota a los vecinos. / Y a estas mujeres / no hay quién las entienda / y hay que tenerles / cortitas las riendas. / Al funfún bayoné, / ay, que dale fuego / y al sun bumbún. / Ay, a suspendé / María de la O, / ay, a suspendé, / que vengo de California / y hablando inglés / y medio me entienden".

Rumba para valientes, la de Cojito Pavón, porque hace falta valor para rendir a un senado no nativo semejante embajada cultural, incluso para presentársela a asambleas autóctonas pero desentrenadas. El esfuerzo didáctico puede costarle a uno la salud intelectual y el apologético, en según qué repúblicas, hasta el puesto. Sin embargo, no es el palo del Cojo una excepción dentro del flamenco viejo, la mayoría de coplas de tenor burlesco están plagadas de hallazgos tan estrafalarios y de irreverencias tan jocosas como las del chi-
no drogadicto, su resbalosa mujer, el inglés con acento de California y el sun bumbún. ¿Qué hacer, entonces? ¿Purgarlas? ¿Las adaptamos al delicado tracto intestinal de las nuevas clientelas multiculturalistas? ¿Dejando aún algunos grumos o haciéndolas papilla para potitos?

El gusto por el flamenco es un gusto adquirido. La estima de las letras y de sus contenidos ideológicos y morales también lo es. No digamos su humorismo. A las coplas flamencas más depuradas les sucede lo que dice Harold Bloom que les sucede a los pentámetros yámbicos del más grande de los dramaturgos, que su misterioso poder estético es un escándalo para cualquier ideología. Si la nueva censura global entra a podarlas con sus tijeras melladas y su pegamento terapéutico, reducirá a astillas, de un tajo, más de un tercio del capital de origen popular, que es, invariablemente, el más logrado, el de mayor calidad y seducción. Ocurre otro tanto con los sones cubanos. Y con Cervantes, Molière, Dante.

El ave traspasada del cante planea por una montaña espesa, se detiene en una rama y canta. "Que en la verde oliva canta / que canta en la verde oliva, / qué pájaro será aquél / que canta en la verde oliva, / corre y dile que se calle, / que su cante me lastima". Es la misma ave que, en su refugio francés del año 39, vio Rafael Alberti dormida en la orilla, equivocada; la misma cuyo gemido volvería a oír años más tarde en Argentina, esa vez sin poder descubrirla, desesperada. Paloma triste del cante, aunque zumbe, aunque se carcajee. Corregir la trayectoria de su vuelo es un crimen superior al de dispararle. "No la mates, cazaor, / que esa paloma va hería, / déjala con su dolor". Sobre todo no la mates si va, con su dolor, muerta de risa.

 

 

6

En la feria llamada "Tío Pelle", al norte de la ciudad de Berlín, trabajaban Rasha y Agosta. Los dos se ganaban la vida exhibiéndose en barracas. Rasha era negra y había nacido en Madagascar, salía a escena con una enorme serpiente y en el punto culminante de su actuación daba varias vueltas en círculo y hacía girar velozmente el reptil alrededor de su cuerpo. Él era blanco y se anunciaba a sí mismo como "El Hombre Alado". Se presentaba al público desnudo de cintura para arriba y mostraba su torso deforme, con las últimas costillas picudas y los omóplatos salientes como alas, a los atónitos portadores del billete. Inalterable, se dejaba escrutar y luego volvía a cubrirse, hasta la próxima sesión. Aparte de su trabajo en la barraca de feria, Agosta acudía al hospital de la Charité para servir de modelo vivo a los estudiantes de Medicina. Allí oía siempre las mismas descripciones de su mal, la escápula elevada o deformidad congénita de Sprengel, las alteraciones musculares que conllevaba, la mengua de la motilidad que suponía, las posibles malformaciones asociadas, los tratamientos. En 1929 el pintor Christian Schad los retrató juntos y tituló
aquel cuadro Agosta, der Flügelmensch und Rasha, die schwarze Taube, lo que podría traducirse al español como Agosta, el hombre alado, y Rasha, la paloma negra, un lienzo de 120 x 80 centímetros pintado al óleo perteneciente a una colección privada que se exhibe actualmente en la Tate Modern Gallery de Londres.

En un sillón alto de madera con respaldo de damasco ocre se sienta Agosta, su figura ocupa dos tercios del espacio pictórico y su torso desnudo, unos cuarenta grados virado a la derecha, el centro. Ha dejado caer la ropa que le cubría sobre el asiento y el brazo izquierdo del sillón, apoya una mano sobre el otro brazo y mantiene la cabeza de frente aunque no nos mira; dirige los ojos hacia un lugar perdido que nos excluye. Su expresión severa pero afectada contiene dignidad, reprobación y asco, una adición que da como resultado indiferencia. Debajo de sus últimas costillas como otro par de alas invertidas y convulsas, aparece Rasha. Rasha sí nos mira, como miraría a su público. Bajo el vestido de tirantes de un africanismo que se acentúa con la hilera de conchas de cauri que orlan el escote se adivina un corsé negro. Dos perlas enganchadas a las orejas por medio de finas cadenitas parecen flotar en el aire, enmarcan por abajo el óvulo facial y son el contrapeso nacarado de las pupilas brunas, tan desapasionadas. Rasha debe de estar sentada en el suelo. Es una mujer joven y hermosa todavía.

Cuando, en el año 2000, la nueva Tate cuelga este Schad de las paredes de la sala Naked and Nude el título del lienzo aparece escrito en inglés; alguien, puede que el mismo propietario o un funcionario de la plantilla del museo, se ha encargado de traducirlo y lo ha hecho en estos términos: Agosta, The Pigeon-Chested Man, and Rasha, the Black Dove, algo así como Agosta, el hombre del tórax en quilla, y Rasha, la paloma negra. Como suele ocurrir en otras colecciones con las obras de procedencia extranjera, la Tate Gallery no ofrece las dos leyendas enfrentadas, de manera que un visitante bilingüe pudiera apreciar los cambios y sus implicaciones. En todo caso, cualquiera que lea inglés le supondrá a la traducción literalidad, cuando no es así.

El nombre alemán Taube, como el español palomo-a, no indica color. Sin embargo, el traductor ha elegido para verterlo otro que sí lo sugiere, al menos en la lengua hablada, ha optado por dove en vez de por pigeon. Luego, ha obviado un término no lexicalizado en alemán, Flügelmensch, que no se refiere a la enfermedad que padecía Agosta (el nombre que recibe la escápula elevada en alemán es Flügelstellung, winged scapula en inglés) sino que era su sobrenombre artístico y ha sustituido la idea original de hombre alado por por la de ‘hombre de tórax en quilla’, pero también ‘hombre de pecho de paloma’ u ‘hombre de pecho estrecho y saliente’, incluso por la de ‘hombre escuchimizado y poco masculino’, que todas esas lecturas tiene en español la expresión pigeon-chested.

La primera cosa que salta a la vista en esta decisión es el interés del traductor por traicionar, quién sabe si como secreto homenaje al adagio italiano, sencillamente porque Agosta no era pigeon chested, es decir, no padecía la enfermedad llamada en inglés pigeon breast o pigeon chest1. Ésa se llama Hühnerbrust en alemán y en español tórax en quilla, y aunque también consiste en una malformación de la caja torácica, lo característico de ésta no son las ‘alas’, sino la protusión del esternón, que hace que el pecho aparezca muy saliente, imagen que recuerda tanto a la quilla de un barco como al pecho de los palomos. Parece más que probable que el traductor-intérprete haya rehuido de manera deliberada la opción textual que representaría una leyenda como Agosta, The Winged-Man, and Rasha, the Black Pigeon.

El cuadro de Schad y su título ponían delante de nuestros ojos, sin más comentario que su propia fuerza expresiva, la imagen melancólica de dos seres humanos socialmente extrañados a causa de su diferencia manifiesta, un hombre lisiado por la enfermedad y una mujer negra. Él, entronizado como un hierático, melancólico monarca oriental, ella, ave oscura en reposo, ausente; dos intrusos en el país que por entonces se autoproclamaba de la raza suprema, dos desplazados en la tierra en que, pocos años más tarde, iba a dar comienzo el exterminio planificado de los diferentes (en sangre, en conducta sexual, en constitución física o psíquica) más sofisticado y cruel de la Historia. La sobriedad y la limpieza del planteamiento visual de Schad hacia estos dos personajes son completas, no hay concesión a lo sentimental en su mirada. Somos nosotros quienes contemplamos con desazón los retratos y eso nos sucede porque la objetividad que rezuman se impone a toda ocultación; el título no es más que una extensión de esa voluntad.

Pero he aquí que llega nuestro hombre en la Tate, o nuestra mujer. Enfrenta conscientemente dos sustantivos ingleses, dove y pigeon, cada uno con su cargadísimo serón ideológico a cuestas, y al asignarle cada uno al personaje más inesperado se origina una poderosa antítesis. Sin embargo, Tradi (de repente nuestro protagonista se amotina contra su estudiado anonimato, solicita identidad, y se la damos) no se detiene ahí, asocia al varón –a un varón tan pálido– la idea de oscuro y determina a la mujer como paloma blanca –dove– manteniendo el calificativo negra, operación que la convierte en paloma-blanca negra, con lo cual provoca el definitivo electrochoque. Para llegar a sacudirnos, para poner en evidencia el caudal de ideas preconcebidas que los humanos proyectamos sin coto, Tradi nos ha mentido. Ha sacrificado una voz de significado equivalente por otra que se adecuaba a su propósito. Sin embargo, no ha montado semejante tinglado esotérico para encubrir una realidad desagradable o difícil, es decir, para aquietarnos, antes bien perseguía lo contrario, provocar nuestra inquietud. En otras palabras, ha escogido el camino inverso al que recorre siempre el eufemismo.

La expresión feliz, el eufemismo, es la máscara, el disimulo de una realidad dura o malsonante, por eso desempeña un papel estelar en el debate primero norteamericano y luego británico (y poco a poco europeo) de la corrección política. Es más, la corrección política consiste en la deificación del eufemismo como supuesta vía de reparación de la dignidad humana, cuando en realidad representa el camino más seguro de huida de lo concreto, un camino que sólo conduce, como escribió George Orwell en 1946, a la destrucción del lenguaje, sin variar un átomo la realidad2. Tradi ha seguido un procedimiento tan tramposo como el que usan los llamados políticamente correctos, gente con la que además comparte el interés sobre las razas, los sexos y las minusvalías, pero el sentido de su método y no digamos su intención son exactamente opuestos. Su mentira retorcida pero no torcida se sabe mentira y persigue justo lo contrario que los censores del multiculturalismo con sus chapuceros circunloquios: desnudar el tópico, destapar sus celadas por medio de los recursos propios de la lengua y así replantear la relación entre palabra y realidad.

El juego ornitológico de Schad se limitaba a llamar paloma a una mujer malgache, lo cual no tiene nada de raro, tras consignar el apodo de Agosta, en el que aparece el adjetivo alado. No hay intención cosmética en ese discreto juego verbal. Tradi, buen conocedor del inglés y de sus desviaciones, tuvo ante sus ojos el cuadro, luego el título, vislumbró la paradiástole tentadora y la alumbró, él también quería dejar su granito de arena bajo la forma de licencia poética en la senda de las confusiones reveladoras. Con éxito, un éxito redondo: hoy mismo, el llamativo título en inglés de esa obra ha sido leído por cientos de personas en la sala Naked and Nude de la Tate Modern, figura en libros y catálogos, aparecerá pronto en postales y es el que se muestra en el excelente sitio de Internet del museo.

En el tiempo en que la ficción servía para desvelar las claves emboscadas de la realidad y para añadir a la realidad realidad nueva, Jorge Luis Borges inventó, y nos las hizo creer, las más sorprendentes etimologías, mucho más hermosas que las que suponemos acertadas, desvelándonos así lo que verdaderamente es ese tratado de las raíces, un género literario disfrazado de doctrina y método. En los últimos sesenta, Joaquín Díaz, famoso intérprete por entonces de canción tradicional y sefardí, escribió cada una de las notas de una de sus más famosas canciones, un romance berciano que se cuenta entre sus mejores temas tradicionales y que merece tal consideración, porque apunta y da en la diana de la auténtica música popular. Tradi, agitador anónimo del idioma inglés, artista del juego de palabras no menos embustero que ilustrador, pertenece también a esa escuela de burladores con causa final. Medio escondido en una oficina de la Tate Gallery o dándose la gran vida entre subasta y subasta, juega hoy con usted, un, dos, tres, al escondite inglés.

 

 

7

"El cuervo es la primera ave que aparece en la Biblia: soltada por Noé para ver si las aguas del Diluvio se habían retirado, se entretiene hartándose de cadáveres y no regresa al Arca. El cristianismo vio en este cuervo –el pájaro negro por excelencia– la imagen de los paganos que se apartan de Dios o la de los pecadores entregados a los placeres terrenales. Sitúa como opuesto suyo a la paloma –el pájaro blanco por excelencia– símbolo de la paz y de la pureza. Existe no obstante en las tradiciones hagiográficas un cuervo bueno: se dedica a alimentar o proteger a los santos en el desierto. Es un mensajero de Dios y un compañero fiel". Gaston Duchet-Suchaux y Michel Pastoreau. La Biblia y los santos.

 

8

Vuga Road, Stone Town, Zanzíbar. Dentro del local, sobre el escenario, el vaivén cachazudo de voces blancas y cuerpos negros, acordeones, un kanun, violines, chelo, panderetas, contrabajos, laúd árabe, flauta de bambú y percusión de la tierra: bongós, rika y dumbak. Una mezcla imposible de instrumentos occidentales, orientales y africanos que fascina al momento. Como cada tarde, de martes a sábado, el coro de una docena de mujeres acompañado por la orquesta de alrededor de veinte hombres ensaya en su sede social. Fuera, un enredo de gente que se sienta a la puerta de las casas, habla en corros o compra chucherías y baratijas. Los más jóvenes pasean y se tocan con una naturalidad rara en la tierra firme, algunos se tiran todavía al mar desde las rocas, en un juego que empieza por las tardes. Es Ramadán, recién roto el ayuno queda mucha noche por delante, la noche húmeda y caliente de finales de enero.

Cuando entras en el gran salón donde mujeres y hombres se sientan aparte, la solista persigue en su canción un amor sincero y le pide a su amante que le abra su corazón y que la conforte, para que pueda dormir bien. Alterna con el coro, que parece darle la razón, y la mujer reitera su petición con íntima complacencia, pero el exterior, su pose, expresa lejanía. Te lo va traduciendo Dallah, que te espera allí; ya te conoce, de otras noches, y se alegra mucho siempre que te ve aparecer.

Se llaman Culture Musical Club y son uno de los grupos que en la isla interpretan taarab, la canción urbana de Zanzíbar. En el origen mitad legendario mitad histórico de este género musical están el siglo XIX, un sultán de nombre Bargash y un zanzibari anónimo, enviado por el príncipe a El Cairo para aprender a tocar el kanun, el sitar trapezoidal de los árabes. Años más tarde, otro sultán mandaría importar de Egipto los instrumentos con los que se organizó la primera agrupación de taarab, del árabe, tariba, conmoverse al interpretar o escuchar la música. Aires que hablan de amor y que gustan del juego de palabras alusivo, del doble sentido. Por ellos asoman armonías indias y árabes, pero sus letras y su estado de ánimo son africanos, de una africanidad poco perceptible si uno ignora la lengua en que se cantan, el ki-suajili.

Suena otra música y, de repente, te suena, te suena mucho, pero aún no sabes, puede ser que la conozcas de otro ensayo, entonces empiezan a venirte palabras sueltas en español, hasta que se te forma una frase en los labios, un verso, y caes en la cuenta, incrédulo todavía, y tarareas: "Cuando salí de La Habana, ¡válgame Dios!, / nadie me vio salir si no fui yo". Dallah te mira, intrigado. ¡Es La paloma, Dallah, una habanera, una canción cubana que yo me sé! pero, ¿cómo es posible? Dallah se ríe: ¿La paloma? ¿Qué paloma? No, hombre, es lo que canta siempre el coro para despedirse, en los conciertos y en las bodas, una canció tradicional zanzibari, Mabibi na Mabwana. Y comienza su traducción simultánea: "Señoras y señores, adiós a todos / los que asistieron a esta función. / Les pedimos disculpas si les hemos ofendido. / Que nadie se moleste ni se entristezca. / Les deseamos una noche agradable / y rogamos a Dios que les bendiga".

 

1.- Literalmente: pecho de palomo.

2.- HUGHES, Robert, La Cultura de la queja. Trifulcas norteamericanas. Anagrama, Barcelona, 1994. Para la cita de George Orwell: "Politics and the English language", Horizon, April 1946.

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