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EL HEART EN LA PALABRA

De picada sobre el eskéleton

Ilán Stavans

Pasé unos días en Ciudad de México mientras transcurrían los Juegos Olímpicos de Invierno de Salt Lake. Iba a ofrecer una conferencia. De paso, conseguí en la Librería Gandhi la vigésima segunda edición del Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia, en su formato menor en dos volúmenes. No me inquietó el precio, sino que el primer volumen se dedicara a las siete letras del alfabeto (a/g) y el segundo a las otras veinte (h/z). ¿Es ésta la asimetría con que alfabetizamos nuestra habla en el español actual?, me pregunté. Metí los libros en la canasta. Mi suerte no terminó allí. Al husmear en el mismo anaquel, me topé con el Diccionario de Autoridades de Gredos, que hace tiempo soñaba con adquirir. Salí, pues, campante y sonante. Al llegar a casa la televisión estaba encendida. En la pantalla se mostraban los resultados olímpicos del día.

De más está decir que la experiencia de observar esta celebración atlética invernal en un país iberoamericano es inquietante. Habrá docenas de maneras de decir "nieve" en Alaska, pero hay una sola en México. Me topé con el siguiente comentario en un periódico capitalino: "La diferencia entre las naciones nórdicas y las del norte del continente americano es que, en aquellas naciones, la nieve es alegría; en tanto aquí, las nevadas son causa de desgracia, y si no que lo digan nuestros compatriotas asentados en la Sierra Tarahumara". En efecto, de vez en cuando el pico más alto de las montañas aledañas al Distrito Federal, como son el Popocatépetl, el Iztlacíhuatl y el Ajusco, amanece bañado de nieve, pero hasta donde llega mi memoria, ese baño nunca –o casi nunca– empapa la zona metropolitana. Durante mi infancia, nevó solamente una vez en la ciudad. Se acumularon un máximo de dos o tres centímetros. Aun así, las escuelas suspendieron las clases. Mis padres me llevaron a mí y a mis hermanos al Desierto de los Leones a construir blancos muñecos con nariz de zanahoria.

No es sorpresivo que los atletas mexicanos en Salt Lake hayan sido motivo de orgullo nacional, pero también de bromas. ¿Saldrían a competir en traje de baño?, se preguntaba la gente. Que el méxico-americano Derek Parra haya ganado una presea dorada, a pesar de su origen estadounidense, dio lugar a festejos espontáneos. En tiendas y restaurantes capitalinos había televisiones y radios encendidas donde se hablaba de él y de los mexicanos sin parar. Sin embargo, las más de las veces el público sincronizaba su atención a las varias competencias. La pasión deportiva era palpable por doquier. Si bien no se podía comparar este evento con la final del mundial de fútbol, no cabe duda de que el frío en la pantalla no enfriaba las emociones públicas sino que, milagrosamente, las calentaba.

En el lugar de Massachusetts en donde vivo, los inviernos nos atropellan con varias nevadas desconcertantes. En los últimos años, las tormentas son de menor intensidad. Sea como sea, disfruto el silencio con que la naturaleza decora esas nevadas, y unas horas después mis hijos y yo nos divertimos en toboganes, formamos ángeles sobre la superficie o nos dividimos en bandos que se enfrentan bélicos cuya única munición son bolas de nieve. A lo que soy alérgico es a las acrobacias. Así justifico mi desinterés por el esquí alpino y otras actividades de temporada.

No es de sorprender, entonces, que durante mi estadía en México me haya entretenido más con la manera de narrar los Juegos Olímpicos entre los comentaristas nacionales que con los deportes en sí, o con quién ganó o perdió medalla. Guardé la sección deportiva de varios periódicos nacionales en los días consecutivos que estuve al sur del Río Bravo. En ella, la frecuencia de anglicismos es altísima. Por supuesto, su uso y abuso en el lenguaje atlético entre hispanoparlantes no es nada nuevo. Mi opinión, sin embargo, es que hay que mirar dicha práctica desde otro punto de vista: el del spanglish.

El spanglish no es únicamente el habla callejera de los nuyorriqueños o chicanos en las grandes urbes norteamericanas. Sus manifestaciones incluyen el quehacer cotidiano en cualquier rincón del ámbito hispánico donde el inglés tenga una influencia marcada. En los deportes, esta influencia es insoslayable. En uno de los periódicos, por ejemplo, me topé con referencias al "slalom gigante" y al "slalom súper gigante", por no hablar del "hockey sobre hielo". En otras información se hablaba del snowboard, el skeleton, el trineo biplaza y demás artefactos. La verdad es que, de no saber inglés, no sabría qué pensar al leer estos vocablos; y aun sabiéndolo, eran las imágenes gráficas las que me permitían confirmar que la palabra y el objeto invocado eran una y la misma. El skeleton, por ejemplo, es una suerte de charola con dos cuchillas en la parte inferior y dos manubrios en la superior. En realidad, es un vehículo de acero con grafito y ejes de titanio. En cuanto al bobsled, se parece al "Batimóvil", pero sin ruedas y con la parte trasera abierta.

Armado con el Diccionario de la Lengua Española, me eché al abismo en busca de skeleton, pero no encontré mención alguna. Busqué después slalom y bobsled, y… descorazonado, me pregunté: ¿es reciente la creación de sustantivos y verbos como bobsledear y el skeletoneo? ¿Por qué no las había yo registrado antes en mi léxico mental? La respuesta, me dijo un amigo informado, es que varias de estas competencias son de nueva adquisición en los Juegos Olímpicos. "Vienen del mundo anglosajón, de Europa y de los países nórdicos", añadió. Quizás, pero el vocabulario es inconfundible. En las ceremonias donde se concedían las medallas, podía oirse algo de francés, pero las frases eran rápidamente traducidas al inglés. Este es el único ingrediente políglota del cual fui testigo como telespectador.

Aún cuando la sintaxis era española, la narración de las competencias olímpicas me dio la impresión de estar in translation/en traducción: el inglés siempre se dejaba sentir en el trasfondo. Las palabras en castellano parecían prestadas, a grado tal que parecían llegarnos como a través de un velo... Un atleta hispano afirmaba en una entrevista televisiva: "Sí, sí, yo lo llevo todo, unos zapatos con spikes, un helmet. Ojalá logre el récord, quiero ser el superlíder, caminar por la calle Main, ver de lejos las montañas Wasatch…" Su apariencia era aristocrática, había sido estudiante en una universidad norteamericana. Su idioma nativo, aseguró uno de los comentaristas sin un dejo de ironía, es el spanglish.

El uso deportivo de la palabra skeleton en la lengua de Shakespeare se origina en la década de los ochenta. En español, la palabra quiere decir esqueleto. Viene del griego skeletós. ¿Es eso lo que quedará del castellano en el futuro, un esqueleto? O, para decirlo de otra forma: ¿es que vamos de picada en el skeleton? Mi respuesta es un rotundo "no". Hay quien dice que mientras la tauromaquia y el fútbol viven en la lengua de Cervantes, el hockey no será nuestro jamás. Pero ésta es una impresión falsa porque en una civilización global como la nuestra, en la que los deportes, la cultura y la tecnología nos homogeneizan a diario a una velocidad espeluznante, todo es de todos y de nadie. Es un mundo contaminado donde la pureza y la autenticidad no existen.

Animado, dejé que las páginas del Diccionario de la Lengua Española me arrullaran. De pronto, caí en la palabra "sinvergüenza", una de cuyas definiciones dice que se trata de alguien "que comete actos ilegales en provecho propio, o que incurre en inmoralidades".

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