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EL PAÍS, viernes 29 de diciembre de 2000

Castillos en España

VICENTE MOLINA FOIX

Vivo en una calle de Madrid que, siendo céntrica, ruidosa y automovilística, tiene en un costado un barrio con subsistencias de pueblo; callecitas estrechas, antiguas casas modestas de dos o a lo sumo tres alturas, una plaza central y un mercado, árboles y bancos de sentarse.

Todos los días lo cruzo por una u otra razón, y en los últimos meses notaba un cambio visible que los periódicos locales y la vox populi ahora confirman y explican: al barrio han llegado muchos inmigrantes de los países andinos, predominando uno. La zona empiezan a llamarla Pequeño Perú. Aunque dice el dueño de la freiduría de patatas que nuestros nuevos vecinos latinoamericanos viven amontonados en esas casas viejas y por ello comparativamente baratas, cuando los veo pasear no me parecen menos risueños o más ajetreados que los madrileños con antigüedad. En el andén del metro o delante de los escaparates disfruto oyendo su castellano endulzado. Alguna que otra palabra la desconozco.

Coincidiendo con la peruanización de La Guindalera, el profesor Ilán Stavans ha publicado un interesante trabajo, ‘Los sonidos del spanglish’, en la revista Encuentro de la Cultura Cubana (número 18, otoño de 2000). Es un artículo militante; Stavans defiende la causa de la impura jerga que las crecientes comunidades latinas de Estados Unidos inventan y usan sin el menor respeto a la gramatología, y de paso se mete con esa mayoría de intelectuales para quienes el spanglish “carece de dignidad y no tiene una esencia propia”. La dignidad y la esencia no me parecen, en efecto, principios sagrados del habla, ni siquiera de la literatura. Un día le señalé a Félix de Azúa el incorrecto catalanismo (“Diego se lo mira con sorna”) que hay en la página 134 de su Diario de un hombre humillado (premio Herralde 1987), y el novelista barcelonés, que escribe un excelente y preciso castellano, me salió respondón: “¡Contaminaciones catalanas, nada de errores!; el español no es el castillo de la pureza”.

La fuerza del destino. El profesor Stavans también se pone romántico en el acto de darle al spanglish, que compara culturamente al yiddish, una carta de identidad. Esta nueva jerga, según él, sanciona un “cambio verbal” y es el reflejo de una polaridad inevitable y creciente: el binacionalismo, el biculturalismo, el bilingüismo. A continuación incluye ejemplos, y su pequeño léxico no tiene nada que envidiar a las muestras más sensacionales del diccionario elucubrado por Bouvard y Pécuchet. Algunas palabras se entienden por sí solas; bluyin, borderígena, amigoization. Otras desafían nuestra intuición: estore no es lo que nosotros ponemos en la ventana, sino una tienda (store); las gangas no son oportunidades que uno encuentra en las tiendas, sino bandas criminales (del inglés gang), las grocerías se comen no se dicen, y ringuear, lejos de tener un parentesco con los Beatles, es llamar por teléfono.

Hay dos que me han gustado mucho: bastardiar, que es engendrar bastardos o tener relaciones extraconyugales, y weba, la invencible desgana –que tan bien comprendo– de ponerse a navegar por la web. (Así entramos en el ciber-spanglish, una rama aún más torcida de este idioma del que sin duda seguiremos oyendo hablar).

Enclavado en mi Pequeño Perú madrileño, recuerdo la sorpresa de las bonitas palabras desconocidas en los primeros libros de Vargas Llosa, o última mente el cautivador torrente oral de las novelas de Jaime Bayly. Y está el cubano de los cubanos de aquí y de allá, el chileno, el venezolano. La melodiosa verborrea del mexicano popular, que ha llevado a los temerosos distribuidores de la película de Ripstein La perdición de los hombres a estrenarla en España con subtítulos en español.

En la calle de las grandes ciudades de este país viven lenguas nacidas de la nuestra, pero crecidas con savia propia. ¿Se escribirán tratados dentro de veinte años sobre el latiñol o el españolicano? De momento seamos curiosos. Todo consiste en bajar el puente que separa el castillo paterno de las fértiles tierras filiales, y ponerse a escuchar. No habrá que bastardiar para entendernos. 

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