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UN OTOÑO EN EL PURGATORIO

José Javier León

La inmersión familiar que realizan muchos estudiantes extranjeros en nuestro país conlleva a veces imprevistos malentendidos culturales.

Os recibimos, americanos,
con alegría.
Olé mi mare, olé mi suegra
y olé mi tía.

Ochaíta, Valerio
y Solano

 
 
-Yo ya me he presentado, ahora os toca a vosotros. El monitor me ha dado una lista con los nombres. Vamos a ver, Duncan Farris, ¿quién es?
-Yo, pero en España soy Jerónimo.
-Jerónimo. ¿Es tu segundo nombre de pila?
-No, es mi nombre en España. Me gusta Jerónimo.
-Pues, vale, Duncan. Digo Jerónimo. ¿Y tú, cómo te llamas?
-Carmela.
-¿Cómo?
-Carmela. Acá mi nombre es Carmela.
-¿Y allá?
-Cameron Kovaric, pero no acá, por favor.
-Sabes que Cameron no tiene traducción al español, ¿verdad?.
-Por eso. Me gustaría más una traducción, pero como no hay, escojo Carmela.
-¿Es que os ha dicho alguien que tenéis que cambiaros el nombre?
-No. Pero nos han dicho que es mejor.
-¿Mejor para qué?
-Para la inmersión.
-¿Para qué inmersión?
-La inmersión en la cultura de España ¿Tú no estás de acuerdo?
-Yo... yo no tengo idea. Bueno, aún no nos conocemos todos. ¿Cuál es tu nombre?
-Me llamo George.
-¿Jorge, quizá?
-No, George.
-¿Estás seguro, George?
-Mucho.

    George Jacobs dejaba clara así su intención de no renunciar a nada que considerase privativo: ni el nombre ni el idioma ni su cinefagia, la variedad bulímica de cinefilia que practicaba. Actor desde los tres años, guionista circunstancial y proyecto decidido de director, llegaba a España con una derrota previa, expresada en inglés: no voy a aprender español, lo estudio desde el Instituto y no lo hablo, no hay remedio. Su profesor se lo tomó como una bravata enfilada hacia su capacidad pedagógica y contestó: veremos. Las presentaciones continuaron hasta completar la lista, pero se ve que el desprecio de George al apetito seudónimo hizo efecto; sólo otra chica, Nicole, se atrevió a transliterarse en Nicolasa.

    Todos aquellos jóvenes procedían de universidades estadounidenses, aunque algunos eran nacidos e incluso criados en otros países. Habían comprado, como le gustaba repetir al director, un Programa de lengua y cultura que incluía muchas horas de clase, estancia y manutención con familias nativas, viajes a varias ciudades históricas y, muy importante, la opción al canje de créditos en su universidad de origen, cosa que todos se encargaban de mentar con regularidad. Todos menos George, quien en medio de las casuales referencias de sus compañeros a la necesidad de aes o, como mínimo, bes repetía solitario que él, con aprobar, tenía de sobra1. Patricio conocía bien la inflación de las notas en la enseñanza superior de Estados Unidos: en más de una ocasión había tenido que lidiar con la súplica flagelante de un alumno que le aseguraba no poder presentarse ante su Departamento de Español con una C+, marca equivalente a un 7 sobre 10 en nuestro sistema de gradación.

    De la dura empresa que iba a suponer adiestrar a George en el manejo de un español presentable hubo indicios enseguida. Como además Patricio hablaba inglés y el de George era, sencillamente, materno, la sintonía fuera de clase no tardó en expresarse, casi siempre en inglés, casi siempre con la culpabilidad del profesor rondando las esquinas del idioma, tantas veces cortada en seco por el alumno: Eres mi única posibilidad de verdadera comunicación. Con la familia chapuceo, lo de mis compañeros es pura formalidad, pero contigo hablo. Si te empeñas en que sea en español, me torturas.

    Los estudiantes llamaban mamá y papá a los señores que, previo concierto económico, los alojaban, así como hermanos a los vástagos de la católica unión o abuelo, e incluso cuñado, a los respectivos titulares de tales grados desde la perspectiva de la pollada de cada nido. George no. Mientras sus compañeros se referían a su papá o sus primitos durante las sesiones de lengua, la cabeza de familia de la casa adoptiva de George, una señora separada cuya gracia era Mía, fue siempre aludida por su nombre propio; de los hermanos ficticios jamás hacía mención consanguínea. Esa fue la segunda diferencia notable del disidente con respecto al grupo: joven educado en extremo, tanto en clase como en casa o en la calle, no transigió, sin embargo, con un artificio que le repugnaba en lo más íntimo.

    Al aula llegaban muchos ecos de historias de familia por boca de los hijos postizos. Unas alegres, otras tristes y alguna hasta dramática. Había varias recurrentes, como las referidas a las dificultades para acceder a la ducha. El asunto surgió por un comentario tempranero, muy molesto, de una chica tejana. Patricio aprovechó para hacer una ronda de preguntas y averiguó que no todos sufrían las restricciones; había grados, pero el caso de quien lo destapó parecía serio: la muchacha lo estaba pasando mal. Cuando le tocaba ducharse, el agua caliente fluía durante no más de tres minutos. Connie Lou se llamaba la hidrófila, y exhibía el pelo más platino y largo del Programa: una llamarada de queroseno que alcanzaba a lamerle la cintura. Imagínense lavar aquel despeñadero, y acondicionarlo, en dos minutos y medio.

    ¿Habéis expuesto la queja a los responsables? Un silencio incómodo, pudoroso, siguió a la pregunta del instructor. Después de una pausa menos larga de lo que semejaba, Jerónimo informó de que el asunto había sido tratado de forma prolija en la clase de Supervisión Cultural: los chicos no tenían gana de volver a él, pero Jerónimo hizo un esfuerzo y esbozó un resumen. La profesora estadounidense, una mujer que pasaba temporadas en España e Hispanoamérica, les había informado de la diferencia radical que regía aquel enfrentamiento profiláctico: mientras los estadounidenses se duchaban a diario, los españoles, otra cultura, no lo creían necesario, y ellos deberían no sólo aprender a interiorizar la mudanza como buena, sino a abrazarla mientras su estancia durara. Por supuesto, no iba a hacer un seguimiento de roña por centímetro cuadrado de piel, ni tampoco a evaluarlo. Pero obstinarse en reproducir en tierra extraña las pautas higiénicas de su país sí podría ser objeto de sanción. Añadió incluso un ejemplo personal: Yo no me duché ayer. Ni anteayer. En realidad no me ducho a diario. Y me siento limpia. Todo depende de las concepciones previas que uno tenga sobre la limpieza y la suciedad, nociones, como tantas otras, relativas. Mirad, por ejemplo, esta mancha -eufemismo que no lograba encubrir un lamparón de dimensiones cetáceas ostensible en el jersey-. Pues es de aceite, y por llevarla, os lo repito, no me siento sucia.

    Patricio se indignó tanto que tuvo que morderse los labios por dentro para distraer un ímpetu bilioso y conducir toda aquella crecida de aguas purgantes a buen puerto: ¿Cuántas veces a la semana pensáis que me ducho yo, eh? ¿Y Ana, vuestra otra profesora nativa? -nadie se atrevía a responder-. Pues todos los días. Y en verano dos veces. Y la gran mayoría de gente que conozco tiene los mismos hábitos. De manera que aquí alguien se equivoca. No nos queda más tiempo, así que, por favor, para mañana, buscad otra explicación. Es parte de la tarea.

    Amaneció un nuevo día y los que pudieron se ducharon, aunque a clase asistieron todos. Después de comentar los errores de las redacciones, Patricio interpeló sobre la inmersión, la efectiva, la que moja, pero de nuevo nadie quería romper el hielo, y cuando se decidieron no avanzaron demasiado sobre lo referido el día anterior. En sus hospedajes las familias decían remojarse cada día, mientras ellos tenían la impresión de que mentían. Patricio se mantuvo todo el tiempo en el otro extremo y defendió con ardor la universalidad de la ducha diaria en España. En definitiva, cada cual juzgaba por su círculo inmediato: los alumnos por falta de otras muestras y el profesor, quién sabe si por auténtica convicción o por alguna forma de resistencia interior. Ni los alumnos obtuvieron una idea clara y distinta sobre los usos personales de higiene en este país ni Patricio halló cómo convencerlos de su percepción.

    Lo primero, la mancha. La mancha como atributo hispano. ¿No se referiría la profesora americana a La Mancha? Porque esa sí que nos distingue allá donde vamos. Casi tanto como los más de 115.000 millones de pesetas que gastamos al año en detergente, 570.000 toneladas de polvo jabonoso repartidas a razón de veintidós coladas por hogar y mes, la tasa más alta de Europa. Nos siguen Francia (18 lavados), Portugal (16) y Alemania (12)2. Lavamos ropa con la misma frecuencia con la que nos cambiamos, o sea, mucha. Después de días de lluvia, en nuestro país, sucede un espectáculo deslumbrante: las terrazas de las ciudades y los tendederos sostenidos por palos en el campo despliegan una feria de banderas fragantes, como piezas de ajuar para la unión del sol y la limpieza.

    No, no está bien afirmar que la pringue indumentaria es distintiva de este suelo; veamos la epidérmica. Éste es terreno, por mojado, más resbaloso. Resulta delicado fiarse mucho de las conclusiones de una encuesta que preguntara sin astucia, ¿y usted, señor, cuántas veces se ducha a la semana?. Apuesto las sales de baño a la siguiente respuesta unánime: siete. Elena Martín, pedagoga especializada en integración que trabaja en un centro de enseñanza primaria, me asegura que eso y jamás otra cosa es lo que contestan los chicos que son traídos a capítulo por sus escasos hábitos higiénicos. Curiosamente, a su escuela, en un barrio con problemas de droga y desempleo, acuden bastantes hijos de familias desfavorecidas para las que supone a veces un verdadero esfuerzo pagar la bombona de butano. No es ésta la suerte de los hogares que alojan a estadounidenses. Pero sí que existe una relación entre nivel de ingresos y consumo inmoderado del agua caliente que nadie, en el programa en que trabaja Patricio, había sabido o había querido establecer, tampoco los que lo conocen de cerca, los responsables de la contratación de unas familias que, con frecuencia, no se doblegan a la total despreocupación por el derroche de agua y energía de los hijos putativos, mucho menos a sus varios reflejos en las facturas a final de mes.

    He realizado un sondeo por correo electrónico a un total de cuarenta personas con experiencia de vida prolongada fuera de las fronteras de su patria con una sola cuestión, aplicada a todos los territorios donde hubieran residido: el número de duchas por habitante y semana y, gracias a las contradicciones entre mis amables informadores, he venido a constatar dos impresiones. La primera supone la reválida de una antigua sospecha y presenta visos de categoría universal: los sucios son los otros. La segunda es que, en lo tocante a costumbres, solemos dejarnos llevar por la humana propensión a sentenciar conforme a nuestro entorno y luego extender el juicio a la región. Así, si uno pertenece a esa nación dispersa dentro de naciones que es el conjunto alternativo, estará determinado, a la hora de opinar, por las pautas sanitarias de su grupo, mayormente poco amigas de la irrigación diaria, excepción hecha de la de vía oral, y manifestará que en su país la gente se lava poco.

    El día 7 de marzo se presentaban en Madrid los resultados de una encuesta sobre prácticas de aseo personal encargada a Demoscopia por una firma de limpieza. El informe quizá fastidie más a la profesora americana del churrete que a Patricio, pero a ninguno dejará frío: el 43% de los españoles toma una ducha diaria que viene a durar entre 11 y 12 minutos, y el 92% la prefiere al baño. Tales cifras, obtenidas a partir de un millar de entrevistas, nos convierten en la nación más espumada de Europa. Pasamos una media de 48 horas al año frotándonos bajo la ducha y más tiempo aún, 52 horas (cinco veces por encima de la media europea) frotando la ducha misma. En palabras de la directora de Demoscopia, Cecilia Denis, es "sorprendente" que esta ventaja de los españoles respecto del resto de europeos "vaya a más con las nuevas generaciones"3. Y eso no es todo: no contentos con ser los más duchados, aprovechamos como nadie los beneficios del bidé, campeón de la higiene íntima, el cual, bien que nacido francés, no se usa en otros lares ni tanto ni para tanto como aquí. Estimadas en conjunto las cifras de ambas estadísticas, la textil y la cutánea, va a ser difícil negarle a España el liderazgo europeo en la desinfección de puertas adentro.

    Sobre la ducha cotidiana entendida como rasgo principal de la vida moderna, un amigo canadiense de unos cuarenta años me ofrece un ejemplo expresivo: la generación de sus padres, de jóvenes, se lavaba de manera integral una vez a la semana; de ancianos, cada día. La pluralización del hábito, esto es, su práctica no sólo en personas que desempeñan un trabajo físico enérgico y por tanto secretorio, parecería, en principio, propia de países ricos: el valor del agua en zonas secas y el de la energía en regiones pobres limita, qué duda cabe, las opciones. Ahora bien, el índice de desarrollo económico o el clima no explican por sí solos las alineaciones resultantes: Irlanda o el Reino Unido, cuya afición a la ablución gatuna es fama, nos quedan lejos en frecuencia de enjuague, y en una comparación entre estos mismos países y México el país azteca quedaría bastante bien parado.

    En la madrugada del día veintiséis de octubre, festividad de san Felicísimo, a Patricio lo sobresaltó de su lectura el timbre del teléfono. Era George, que intentaba dominar un ataque de pánico. Había vuelto de excursión no demasiado tarde y en cuanto franqueó el umbral de su refugio la matrona le dio la bienvenida con altas voces y cortesías de este jaez: que en su hogar habitaba una familia, con un horario y unos usos, que su español era una ruina y que si se había creído que estaba alojado en un hotel. George no acertaba a pensar, mucho menos a hablar, y pálido entre las vaharadas de ginebra que exhalaba la boca agria de Mía logró por fin articular algo, y ese algo fue: Lo siento, lo siento, lo siento. Como si su cerebro se hubiera enganchado de dos palabras y no fuera capaz de suministrarle otras con las que salpimentar su defensa.

    Antisemitismo, una discusión con el ex marido, una mala noche de sábado de una mujer todavía joven y sola en su casa: el joven Jacobs intentaba adivinar el móvil de lo que acababa de contemplar. Patricio se entretuvo en calmarlo, lo invitó a quedarse a dormir en su apartamento y se ofreció a mediar para que lo cambiaran de familia sin tardar. Pero no hizo falta. El hijo pródigo prefirió volver en silencio y encerrarse en su cuarto hasta ver si el cielo clareaba el domingo. La Dirección hizo el resto. Convocaron a las partes el día de resaca y todo quedó en un malentendido lingüístico y una breve ceremonia de disculpas en la que el estudiante fingió no haber comprendido bien la noche anterior. Así volvió la calma al seno doméstico, pero el Purgatorio no había hecho más que entreabrir sus puertas. El Purgatorio dantesco, no el recién saldado: aquel segundo reino adonde partían las almas miserables "para ser allí purificadas con terribles tormentos"4.

    La jornada posterior al apaño, Mía retiró el papel higiénico del cuarto de aseo de su prohijado, a modo de castigo. Noches después George preguntó si podía repetir, porque la cena le estaba gustando: apenas tuvo tiempo de esquivar el plato volante, vacío, por fortuna, que se le aproximaba a casi la velocidad que esos objetos alcanzan en el espacio sideral. Si decía gracias, y lo decía con frecuencia, se encontraba con una imitación burlesca, ¡grasious, grasious!, que reverberaba, él no sabe bien si en las paredes de la vivienda o en las de su cráneo. Y todo sin el alivio del cine, su mayor escape, porque no había en la ciudad una sola película extranjera que no estuviera machacada por la tortura del doblaje. Fue entonces cuando empezó a llamar a aquella mujer madre, más concretamente, Madre Mía.

    Calderón imaginó la existencia humana como una comedia en la que no se vuelve a interpretar el papel que nos ha tocado en reparto; el Programa, en cambio, sí ofrecía esta segunda oportunidad a sus matriculados. A mitad del otoño venía la quincena de inmersión rural o, en inglés, Rural Immersion Fortnight, en la que los chavales desanudaban lazos fraternales y paterno filiales para abrazar sangre nueva. Se trataba también de separarlos, enviar a cada uno muy lejos de los otros de manera que no pudieran usar el inglés. Una tarde, al final de las clases de lengua, alguien los reunió para informarlos sobre sus destinos. Las puertas estaban abiertas y Patricio, que recogía sus enseres, pudo oír sin esfuerzo: Francis, tu pueblo se llama Piedra Redonda y tus papás son muy mayores, están jubilados. La mamá de Jerónimo, en Los Chopillos, se llama Basilisa. Jerónimo, tu papá ha muerto. A ver... ¡Carmela! Tus papás viven en el campo. Vas a estar en una casa aislada que se conoce por Cruz del Bujeo. No tienes hermanos. ¡Eres hija única! ¿Sabes lo que significa? Muuuy bien. George, tú residirás con tu mamá Teresita y tu hermana mayor, Loles, en una aldea, El Gamonital. Una cosa, George, tus papás están divorciados. Eso es raro en el campo.

    Una nueva cata de sentimientos, lista para ser gustada, aguardaba a estos treinta scouts de la lengua y la cultura, prestos a acceder en edad consciente a su tercera familia para enterarse de golpe y porrazo de mil cosas escondidas. Como el descubrirse póstumo a los veintiún años. O advertir que esa abuela que nunca te tuvo entre los brazos tiene Alzheimer y te cree su marido. Incluso alegrarte de que, al estar tus progenitores recién separados, ni has tenido que sortear sus chantajes ni habrá tiempo para hacer tuya la crisis. Todo un Programa de intensas emociones sin salir de ese territorio mítico llamado España, un país donde los Reyes son los padres y los padres, al menos los de acogida, no siempre viven como reyes.

    No fue mala madre Teresita, por eso, a la vuelta, George se refirió siempre a ella como Madre Teresa. La mayoría de sus compañeros llegaba hablando de sus flamantes mamás o de sus primas de Los Chopillos con naturalidad pasmosa, country matters que, en algún caso, incluían la seducción de la hermana campesina, imprevisto que dejaremos registrado como incesto rústico. Y las comparaciones fueron inevitables: Qué pena haber vuelto, aquello sí que era una familia española. O bien: Qué alegría estar aquí, mis papás en el pueblo me odiaban. Connie Lou regresó de especial mala gana. Y eso que ignoraba la sorpresa que le tenía guardada su desapacible estrella.

    Apareció una mañana unos minutos tarde, con cara de pocos amigos y congestionada. La clase no se detuvo, pero como Patricio observara que el berrinche no templaba, se interesó por su estado. Ella no quería hablar, y en su rostro se empezó a dar cita toda la gama de bermellones. Patricio la tranquilizó y entonces Connie, con la mirada baja, dijo: Ha vuelto a ocurrir; pero ha sido diferente, peor. Luego vino un silencio, levantó la vista y la clavó en su profesor, y éste creyó comprender.
-Un momento, Connie Lou. ¿Qué parte del cuerpo te estabas lavando hoy cuando te cortaron el agua caliente?
-Ésa -escupió la americana.

    Las alusiones a frutas y animales congelados ocuparon en aquel distrito liberado de la escuela parte de la mañana, lo cual debió de contribuir al cambio de humor, y de temperatura, de Connie Lou.

    Hace ahora ocho años apareció en la prensa una noticia sobre la creación en Tokio de una empresa que alquilaba familiares por horas, hijos, esposas, nietos, lo que uno solicitara5. Cinco años después la misma idea tomaba cuerpo escénico en Familia, el primero y afilado largometraje de Fernando León: no sería de extrañar que su guionista y director conociera el artículo cuando concibió aquel juego de espejos entre unos materiales no genéticos y la continua sospecha de su envés. Desde luego, la reseña sobre la invención japonesa desprendía una onda fascinadora: ficción y realidad de la mano, en federación perfecta. Actores bien ejercitados acudían a los hogares que los contrataban, con frecuencia de ancianos presas de la soledad o la tristeza; la hora de cariño andaba por las 40.000 pesetas, pero la tarifa no era fija, dependía del grado de parentesco requerido y de los gastos de escenificación. Y el negocio no iba nada mal, como tampoco va mal el negocio de las familias que acogen a americanos. ¿Cuál es, entonces, el problema de presentarlo como lo que es, una transacción con elementos humanos?

    Suponíamos que los objetivos de este tipo de convivencias eran el mayor aprovechamiento de las oportunidades de contacto con la nueva lengua, por la obligación diaria de usarla, y la inserción -o el empotramiento- en la microhistoria de una comunidad a través de una de sus instituciones cardinales, la familiar, no una progresión de sesiones de psicodrama o un escenario para la revelación del zócalo de prerrogativas, máscara y doblez en que se funda toda familia. Cientos de instituciones estadounidenses siguen en todo el mundo este método Stanislavski del chapuzón casero, sin darle demasiada importancia al hecho de estar exportando estudiantes en vez de actores. El espectáculo se ha mantenido durante décadas, y va a más: será porque a las partes implicadas les interesa como está. Puesto que el negocio funciona, es decir, puesto que renta, a qué plantearse modificarlo, total, por cuatro zarandajas éticas. Sin embargo, y parece mentira que haya que escribir esto, una sencilla reforma evitaría tras- tornos, malentendidos, chantajes emocio-nales y mal olor corporal.

    No hay duda, no puede haberla, de la ventaja de vivir con una familia aborigen a la hora de aprender un idioma. O de que la experiencia sea provechosa y saludable en tantos y tantos casos. No cuestiono ese extremo. He comprobado, de primera mano, cómo estudiantes que vivían con compañeros y que al final encontraban la manera de sortear el español como lingua franca, quedaban a la zaga de quienes convivían con españoles. No es eso. Es la malla de imposturas en que se asienta el invento. Si a los estudiantes se les hiciera saber que sus receptores, nosotros, vemos grotesco todo ese trajín de parientes de pega, yo quiero pensar que se replantearían el convenio: a nadie deja indiferente averiguar que su conducta se considera socialmente ridícula. Si hiciéramos reparar a estos jóvenes en la realidad de su contribución no ya personal, sino económica, a unidades familiares para las que a veces ese jornal extra constituye una importante ayuda, les estaríamos haciendo crecer. Claro que acaso ahí esté la clave: ¿quieren crecer?, ¿queremos que crezcan? Mientras lo decidimos, ponemos con aire evasivo nuestro granito de arena en la perversa amalgama, tan moderna que participa de las tendencias más vanguardistas de la escena en el siglo XX: espectáculo pánico, teatro de la crueldad y dramática del absurdo.

    Hay quien aduce que es la clientela la que demanda ese modelo de relación y que protesta en cuanto sospecha que su experiencia no es the real thing, esto es, una familia tradicional, numerosa, cuya madre se mete en la cocina tres veces al día y está al quite del menor desarreglo; nada de solteros, parejas de hecho o pisos habitados por adultos cuyo único vínculo sea la amistad. Se ve que ninguna de estas cátedras ambulantes quiere asumir el papel de aguafiestas y referirles, es un ejemplo, que nuestras tasas de nupcialidad y fecundidad son las más bajas del mundo. Tal vez a nadie le apetezca entrar a detallar las nuevas formas de familia surgidas en la última década, como las uniones civiles de homosexuales. O los cambios radicales experimentados por la institución familiar desde los años sesenta, que ha pasado de extensa a nuclear e incluso monoparental. Muchísimo menos tratar del ocaso de la que se ha dado en llamar la mujer cuidadora6. Se comprende: está en juego el subsidio.

    Esta historia de otoño tiene, como quieren los cánones del almanaque para un tiempo que es de sazón, desenlace de anhelos cumplidos. Connie Lou encontró la llave del agua caliente. Su cara chispeaba (imaginamos que el gel haría su parte) y exteriorizaba su victoria con gritos y un calculado plan de pequeños, venideros desquites. Sólo su melena sabe de las juergas corridas bajo el agua caliente y el champú. George, más George que nunca tras el otoño de su purificación ascética, algo de lengua sí que aprendió antes de abandonar la cornisa más alta del Purgatorio, pero su salida conllevaba la renuncia a la compañía amiga de Patricio y aprender la dura lección de que la felicidad es siempre incompleta. Hasta Cameron, Cameron Kovaric, halló su grial, una traducción castellana de su nombre. Un poco tarde para dar solidez a un segundo bautizo hispánico, la verdad, pero ella, igualmente entusiasmada, corrió a anunciárselo a su maestro.
-¡Por fin he encontrado la traducción para mi nombre! ¡Estoy tan contenta!
-Que no, Carmela, mujer, cuántas veces te habré dicho que no existe.
-Pero si nos la diste tú, el otro día, en la charla sobre flamenco. El cantante gitano que murió joven, ¡Cámaron de la Isla!

    Parece sacado de La tesis de Nancy, esa es la verdad. Sin embargo, Patricio jura por los palos flamencos de la cruz que en esta historia de cambios de identidad no hay una palabra menos veraz que otra.

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1.- Las calificaciones en Estados Unidos se expresan normalmente con letras capitales, no con números. En línea descendente, son: A, A-, B+, B, B-, C+... y así hasta F, equivaliendo A a un 10 ó un 9.5, B a un 8, C a un 6.5 y F a un 4. Muchas universidades consideran que se está suspenso por debajo de C.
2.- AA.VV. "Detergentes", en Inventos del Milenio. Ediciones El País/Grupo Santillana, Madrid, 1999.
3.- Europa Press, 7 de marzo de 2000, y El País, 8 de marzo de 2000.
4.- ASTETE, Gaspar. Catecismo de la doctrina cristiana. Casa Santarén, Valladolid, 1896.
5.- AZNÁREZ, Juan Jesús. "Se alquilan familias por horas", El País, 27 de mayo de 1992.
6.- CORTINA, Adela. "La extinción de la mujer cuidadora", El País, 23-xi-1999.

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