UN OTOÑO EN EL PURGATORIO
José Javier León
La inmersión familiar que realizan muchos estudiantes extranjeros en nuestro
país conlleva a veces imprevistos malentendidos culturales.
Os recibimos, americanos, con alegría. Olé mi mare, olé mi suegra
y olé mi tía.
Ochaíta, Valerio y Solano -Yo ya
me he presentado, ahora os toca a vosotros. El monitor me ha dado una lista con
los nombres. Vamos a ver, Duncan Farris, ¿quién es? -Yo, pero en España soy
Jerónimo. -Jerónimo. ¿Es tu segundo nombre de pila? -No, es mi nombre
en España. Me gusta Jerónimo. -Pues, vale, Duncan. Digo Jerónimo. ¿Y tú,
cómo te llamas? -Carmela. -¿Cómo? -Carmela. Acá mi nombre es Carmela.
-¿Y allá? -Cameron Kovaric, pero no acá, por favor. -Sabes que
Cameron no tiene traducción al español, ¿verdad?. -Por eso. Me gustaría más
una traducción, pero como no hay, escojo Carmela. -¿Es que os ha dicho alguien
que tenéis que cambiaros el nombre? -No. Pero nos han dicho que es mejor.
-¿Mejor para qué? -Para la inmersión. -¿Para qué inmersión?
-La inmersión en la cultura de España ¿Tú no estás de acuerdo? -Yo... yo
no tengo idea. Bueno, aún no nos conocemos todos. ¿Cuál es tu nombre? -Me
llamo George. -¿Jorge, quizá? -No, George. -¿Estás seguro, George?
-Mucho.
George Jacobs dejaba clara así su intención de no renunciar
a nada que considerase privativo: ni el nombre ni el idioma ni su cinefagia, la
variedad bulímica de cinefilia que practicaba. Actor desde los tres años, guionista
circunstancial y proyecto decidido de director, llegaba a España con una derrota
previa, expresada en inglés: no voy a aprender español, lo estudio desde el Instituto
y no lo hablo, no hay remedio. Su profesor se lo tomó como una bravata enfilada
hacia su capacidad pedagógica y contestó: veremos. Las presentaciones continuaron
hasta completar la lista, pero se ve que el desprecio de George al apetito seudónimo
hizo efecto; sólo otra chica, Nicole, se atrevió a transliterarse en Nicolasa.
Todos aquellos jóvenes procedían de universidades estadounidenses,
aunque algunos eran nacidos e incluso criados en otros países. Habían comprado,
como le gustaba repetir al director, un Programa de lengua y cultura que incluía
muchas horas de clase, estancia y manutención con familias nativas, viajes a varias
ciudades históricas y, muy importante, la opción al canje de créditos en su universidad
de origen, cosa que todos se encargaban de mentar con regularidad. Todos menos
George, quien en medio de las casuales referencias de sus compañeros a la necesidad
de aes o, como mínimo, bes repetía solitario que él, con aprobar, tenía de sobra1.
Patricio conocía bien la inflación de las notas en la enseñanza superior de Estados
Unidos: en más de una ocasión había tenido que lidiar con la súplica flagelante
de un alumno que le aseguraba no poder presentarse ante su Departamento de Español
con una C+, marca equivalente a un 7 sobre 10 en nuestro sistema de gradación.
De la dura empresa que iba a suponer adiestrar a George
en el manejo de un español presentable hubo indicios enseguida. Como además Patricio
hablaba inglés y el de George era, sencillamente, materno, la sintonía fuera de
clase no tardó en expresarse, casi siempre en inglés, casi siempre con la culpabilidad
del profesor rondando las esquinas del idioma, tantas veces cortada en seco por
el alumno: Eres mi única posibilidad de verdadera comunicación. Con la familia
chapuceo, lo de mis compañeros es pura formalidad, pero contigo hablo. Si te empeñas
en que sea en español, me torturas.
Los estudiantes llamaban mamá y papá a los señores
que, previo concierto económico, los alojaban, así como hermanos a los vástagos
de la católica unión o abuelo, e incluso cuñado, a los respectivos titulares de
tales grados desde la perspectiva de la pollada de cada nido. George no. Mientras
sus compañeros se referían a su papá o sus primitos durante las sesiones de lengua,
la cabeza de familia de la casa adoptiva de George, una señora separada cuya gracia
era Mía, fue siempre aludida por su nombre propio; de los hermanos ficticios jamás
hacía mención consanguínea. Esa fue la segunda diferencia notable del disidente
con respecto al grupo: joven educado en extremo, tanto en clase como en casa o
en la calle, no transigió, sin embargo, con un artificio que le repugnaba en lo
más íntimo.
Al aula llegaban muchos ecos de historias de familia
por boca de los hijos postizos. Unas alegres, otras tristes y alguna hasta dramática.
Había varias recurrentes, como las referidas a las dificultades para acceder a
la ducha. El asunto surgió por un comentario tempranero, muy molesto, de una chica
tejana. Patricio aprovechó para hacer una ronda de preguntas y averiguó que no
todos sufrían las restricciones; había grados, pero el caso de quien lo destapó
parecía serio: la muchacha lo estaba pasando mal. Cuando le tocaba ducharse, el
agua caliente fluía durante no más de tres minutos. Connie Lou se llamaba la hidrófila,
y exhibía el pelo más platino y largo del Programa: una llamarada de queroseno
que alcanzaba a lamerle la cintura. Imagínense lavar aquel despeñadero, y acondicionarlo,
en dos minutos y medio.
¿Habéis expuesto la queja a los responsables? Un silencio
incómodo, pudoroso, siguió a la pregunta del instructor. Después de una pausa
menos larga de lo que semejaba, Jerónimo informó de que el asunto había sido tratado
de forma prolija en la clase de Supervisión Cultural: los chicos no tenían gana
de volver a él, pero Jerónimo hizo un esfuerzo y esbozó un resumen. La profesora
estadounidense, una mujer que pasaba temporadas en España e Hispanoamérica, les
había informado de la diferencia radical que regía aquel enfrentamiento profiláctico:
mientras los estadounidenses se duchaban a diario, los españoles, otra cultura,
no lo creían necesario, y ellos deberían no sólo aprender a interiorizar la mudanza
como buena, sino a abrazarla mientras su estancia durara. Por supuesto, no iba
a hacer un seguimiento de roña por centímetro cuadrado de piel, ni tampoco a evaluarlo.
Pero obstinarse en reproducir en tierra extraña las pautas higiénicas de su país
sí podría ser objeto de sanción. Añadió incluso un ejemplo personal: Yo no me
duché ayer. Ni anteayer. En realidad no me ducho a diario. Y me siento limpia.
Todo depende de las concepciones previas que uno tenga sobre la limpieza y la
suciedad, nociones, como tantas otras, relativas. Mirad, por ejemplo, esta mancha
-eufemismo que no lograba encubrir un lamparón de dimensiones cetáceas ostensible
en el jersey-. Pues es de aceite, y por llevarla, os lo repito, no me siento sucia.
Patricio se indignó tanto que tuvo que morderse los
labios por dentro para distraer un ímpetu bilioso y conducir toda aquella crecida
de aguas purgantes a buen puerto: ¿Cuántas veces a la semana pensáis que me ducho
yo, eh? ¿Y Ana, vuestra otra profesora nativa? -nadie se atrevía a responder-.
Pues todos los días. Y en verano dos veces. Y la gran mayoría de gente que conozco
tiene los mismos hábitos. De manera que aquí alguien se equivoca. No nos queda
más tiempo, así que, por favor, para mañana, buscad otra explicación. Es parte
de la tarea.
Amaneció un nuevo día y los que pudieron se ducharon,
aunque a clase asistieron todos. Después de comentar los errores de las redacciones,
Patricio interpeló sobre la inmersión, la efectiva, la que moja, pero de nuevo
nadie quería romper el hielo, y cuando se decidieron no avanzaron demasiado sobre
lo referido el día anterior. En sus hospedajes las familias decían remojarse cada
día, mientras ellos tenían la impresión de que mentían. Patricio se mantuvo todo
el tiempo en el otro extremo y defendió con ardor la universalidad de la ducha
diaria en España. En definitiva, cada cual juzgaba por su círculo inmediato: los
alumnos por falta de otras muestras y el profesor, quién sabe si por auténtica
convicción o por alguna forma de resistencia interior. Ni los alumnos obtuvieron
una idea clara y distinta sobre los usos personales de higiene en este país ni
Patricio halló cómo convencerlos de su percepción.
Lo primero, la mancha. La mancha como atributo hispano.
¿No se referiría la profesora americana a La Mancha? Porque esa sí que nos distingue
allá donde vamos. Casi tanto como los más de 115.000 millones de pesetas que gastamos
al año en detergente, 570.000 toneladas de polvo jabonoso repartidas a razón de
veintidós coladas por hogar y mes, la tasa más alta de Europa. Nos siguen Francia
(18 lavados), Portugal (16) y Alemania (12)2. Lavamos ropa con la misma
frecuencia con la que nos cambiamos, o sea, mucha. Después de días de lluvia,
en nuestro país, sucede un espectáculo deslumbrante: las terrazas de las ciudades
y los tendederos sostenidos por palos en el campo despliegan una feria de banderas
fragantes, como piezas de ajuar para la unión del sol y la limpieza.
No, no está bien afirmar que la pringue indumentaria
es distintiva de este suelo; veamos la epidérmica. Éste es terreno, por mojado,
más resbaloso. Resulta delicado fiarse mucho de las conclusiones de una encuesta
que preguntara sin astucia, ¿y usted, señor, cuántas veces se ducha a la semana?.
Apuesto las sales de baño a la siguiente respuesta unánime: siete. Elena Martín,
pedagoga especializada en integración que trabaja en un centro de enseñanza primaria,
me asegura que eso y jamás otra cosa es lo que contestan los chicos que son traídos
a capítulo por sus escasos hábitos higiénicos. Curiosamente, a su escuela, en
un barrio con problemas de droga y desempleo, acuden bastantes hijos de familias
desfavorecidas para las que supone a veces un verdadero esfuerzo pagar la bombona
de butano. No es ésta la suerte de los hogares que alojan a estadounidenses. Pero
sí que existe una relación entre nivel de ingresos y consumo inmoderado del agua
caliente que nadie, en el programa en que trabaja Patricio, había sabido o había
querido establecer, tampoco los que lo conocen de cerca, los responsables de la
contratación de unas familias que, con frecuencia, no se doblegan a la total despreocupación
por el derroche de agua y energía de los hijos putativos, mucho menos a sus varios
reflejos en las facturas a final de mes.
He realizado un sondeo por correo electrónico a un
total de cuarenta personas con experiencia de vida prolongada fuera de las fronteras
de su patria con una sola cuestión, aplicada a todos los territorios donde hubieran
residido: el número de duchas por habitante y semana y, gracias a las contradicciones
entre mis amables informadores, he venido a constatar dos impresiones. La primera
supone la reválida de una antigua sospecha y presenta visos de categoría universal:
los sucios son los otros. La segunda es que, en lo tocante a costumbres, solemos
dejarnos llevar por la humana propensión a sentenciar conforme a nuestro entorno
y luego extender el juicio a la región. Así, si uno pertenece a esa nación dispersa
dentro de naciones que es el conjunto alternativo, estará determinado, a la hora
de opinar, por las pautas sanitarias de su grupo, mayormente poco amigas de la
irrigación diaria, excepción hecha de la de vía oral, y manifestará que en su
país la gente se lava poco.
El día 7 de marzo se presentaban en Madrid los resultados
de una encuesta sobre prácticas de aseo personal encargada a Demoscopia por una
firma de limpieza. El informe quizá fastidie más a la profesora americana del
churrete que a Patricio, pero a ninguno dejará frío: el 43% de los españoles toma
una ducha diaria que viene a durar entre 11 y 12 minutos, y el 92% la prefiere
al baño. Tales cifras, obtenidas a partir de un millar de entrevistas, nos convierten
en la nación más espumada de Europa. Pasamos una media de 48 horas al año frotándonos
bajo la ducha y más tiempo aún, 52 horas (cinco veces por encima de la media europea)
frotando la ducha misma. En palabras de la directora de Demoscopia, Cecilia Denis,
es "sorprendente" que esta ventaja de los españoles respecto del resto de europeos
"vaya a más con las nuevas generaciones"3. Y eso no es todo: no contentos
con ser los más duchados, aprovechamos como nadie los beneficios del bidé, campeón
de la higiene íntima, el cual, bien que nacido francés, no se usa en otros lares
ni tanto ni para tanto como aquí. Estimadas en conjunto las cifras de ambas estadísticas,
la textil y la cutánea, va a ser difícil negarle a España el liderazgo europeo
en la desinfección de puertas adentro.
Sobre la ducha cotidiana entendida como rasgo principal
de la vida moderna, un amigo canadiense de unos cuarenta años me ofrece un ejemplo
expresivo: la generación de sus padres, de jóvenes, se lavaba de manera integral
una vez a la semana; de ancianos, cada día. La pluralización del hábito, esto
es, su práctica no sólo en personas que desempeñan un trabajo físico enérgico
y por tanto secretorio, parecería, en principio, propia de países ricos: el valor
del agua en zonas secas y el de la energía en regiones pobres limita, qué duda
cabe, las opciones. Ahora bien, el índice de desarrollo económico o el clima no
explican por sí solos las alineaciones resultantes: Irlanda o el Reino Unido,
cuya afición a la ablución gatuna es fama, nos quedan lejos en frecuencia de enjuague,
y en una comparación entre estos mismos países y México el país azteca quedaría
bastante bien parado.
En la madrugada del día veintiséis de octubre, festividad
de san Felicísimo, a Patricio lo sobresaltó de su lectura el timbre del teléfono.
Era George, que intentaba dominar un ataque de pánico. Había vuelto de excursión
no demasiado tarde y en cuanto franqueó el umbral de su refugio la matrona le
dio la bienvenida con altas voces y cortesías de este jaez: que en su hogar habitaba
una familia, con un horario y unos usos, que su español era una ruina y que si
se había creído que estaba alojado en un hotel. George no acertaba a pensar, mucho
menos a hablar, y pálido entre las vaharadas de ginebra que exhalaba la boca agria
de Mía logró por fin articular algo, y ese algo fue: Lo siento, lo siento, lo
siento. Como si su cerebro se hubiera enganchado de dos palabras y no fuera capaz
de suministrarle otras con las que salpimentar su defensa.
Antisemitismo, una discusión con el ex marido, una
mala noche de sábado de una mujer todavía joven y sola en su casa: el joven Jacobs
intentaba adivinar el móvil de lo que acababa de contemplar. Patricio se entretuvo
en calmarlo, lo invitó a quedarse a dormir en su apartamento y se ofreció a mediar
para que lo cambiaran de familia sin tardar. Pero no hizo falta. El hijo pródigo
prefirió volver en silencio y encerrarse en su cuarto hasta ver si el cielo clareaba
el domingo. La Dirección hizo el resto. Convocaron a las partes el día de resaca
y todo quedó en un malentendido lingüístico y una breve ceremonia de disculpas
en la que el estudiante fingió no haber comprendido bien la noche anterior. Así
volvió la calma al seno doméstico, pero el Purgatorio no había hecho más que entreabrir
sus puertas. El Purgatorio dantesco, no el recién saldado: aquel segundo reino
adonde partían las almas miserables "para ser allí purificadas con terribles tormentos"4.
La jornada posterior al apaño, Mía retiró el papel
higiénico del cuarto de aseo de su prohijado, a modo de castigo. Noches después
George preguntó si podía repetir, porque la cena le estaba gustando: apenas tuvo
tiempo de esquivar el plato volante, vacío, por fortuna, que se le aproximaba
a casi la velocidad que esos objetos alcanzan en el espacio sideral. Si decía
gracias, y lo decía con frecuencia, se encontraba con una imitación burlesca,
¡grasious, grasious!, que reverberaba, él no sabe bien si en las paredes de la
vivienda o en las de su cráneo. Y todo sin el alivio del cine, su mayor escape,
porque no había en la ciudad una sola película extranjera que no estuviera machacada
por la tortura del doblaje. Fue entonces cuando empezó a llamar a aquella mujer
madre, más concretamente, Madre Mía.
Calderón imaginó la existencia humana como una comedia
en la que no se vuelve a interpretar el papel que nos ha tocado en reparto; el
Programa, en cambio, sí ofrecía esta segunda oportunidad a sus matriculados. A
mitad del otoño venía la quincena de inmersión rural o, en inglés, Rural Immersion
Fortnight, en la que los chavales desanudaban lazos fraternales y paterno filiales
para abrazar sangre nueva. Se trataba también de separarlos, enviar a cada uno
muy lejos de los otros de manera que no pudieran usar el inglés. Una tarde, al
final de las clases de lengua, alguien los reunió para informarlos sobre sus destinos.
Las puertas estaban abiertas y Patricio, que recogía sus enseres, pudo oír sin
esfuerzo: Francis, tu pueblo se llama Piedra Redonda y tus papás son muy mayores,
están jubilados. La mamá de Jerónimo, en Los Chopillos, se llama Basilisa. Jerónimo,
tu papá ha muerto. A ver... ¡Carmela! Tus papás viven en el campo. Vas a estar
en una casa aislada que se conoce por Cruz del Bujeo. No tienes hermanos. ¡Eres
hija única! ¿Sabes lo que significa? Muuuy bien. George, tú residirás con tu mamá
Teresita y tu hermana mayor, Loles, en una aldea, El Gamonital. Una cosa, George,
tus papás están divorciados. Eso es raro en el campo.
Una nueva cata de sentimientos, lista para ser gustada,
aguardaba a estos treinta scouts de la lengua y la cultura, prestos a acceder
en edad consciente a su tercera familia para enterarse de golpe y porrazo de mil
cosas escondidas. Como el descubrirse póstumo a los veintiún años. O advertir
que esa abuela que nunca te tuvo entre los brazos tiene Alzheimer y te cree su
marido. Incluso alegrarte de que, al estar tus progenitores recién separados,
ni has tenido que sortear sus chantajes ni habrá tiempo para hacer tuya la crisis.
Todo un Programa de intensas emociones sin salir de ese territorio mítico llamado
España, un país donde los Reyes son los padres y los padres, al menos los de acogida,
no siempre viven como reyes.
No fue mala madre Teresita, por eso, a la vuelta, George
se refirió siempre a ella como Madre Teresa. La mayoría de sus compañeros llegaba
hablando de sus flamantes mamás o de sus primas de Los Chopillos con naturalidad
pasmosa, country matters que, en algún caso, incluían la seducción de la hermana
campesina, imprevisto que dejaremos registrado como incesto rústico. Y las comparaciones
fueron inevitables: Qué pena haber vuelto, aquello sí que era una familia española.
O bien: Qué alegría estar aquí, mis papás en el pueblo me odiaban. Connie Lou
regresó de especial mala gana. Y eso que ignoraba la sorpresa que le tenía guardada
su desapacible estrella.
Apareció una mañana unos minutos tarde, con cara de
pocos amigos y congestionada. La clase no se detuvo, pero como Patricio observara
que el berrinche no templaba, se interesó por su estado. Ella no quería hablar,
y en su rostro se empezó a dar cita toda la gama de bermellones. Patricio la tranquilizó
y entonces Connie, con la mirada baja, dijo: Ha vuelto a ocurrir; pero ha sido
diferente, peor. Luego vino un silencio, levantó la vista y la clavó en su profesor,
y éste creyó comprender. -Un momento, Connie Lou. ¿Qué parte del cuerpo te
estabas lavando hoy cuando te cortaron el agua caliente? -Ésa -escupió la
americana.
Las alusiones a frutas y animales congelados ocuparon
en aquel distrito liberado de la escuela parte de la mañana, lo cual debió de
contribuir al cambio de humor, y de temperatura, de Connie Lou.
Hace ahora ocho años apareció en la prensa una noticia
sobre la creación en Tokio de una empresa que alquilaba familiares por horas,
hijos, esposas, nietos, lo que uno solicitara5. Cinco años después
la misma idea tomaba cuerpo escénico en Familia, el primero y afilado largometraje
de Fernando León: no sería de extrañar que su guionista y director conociera el
artículo cuando concibió aquel juego de espejos entre unos materiales no genéticos
y la continua sospecha de su envés. Desde luego, la reseña sobre la invención
japonesa desprendía una onda fascinadora: ficción y realidad de la mano, en federación
perfecta. Actores bien ejercitados acudían a los hogares que los contrataban,
con frecuencia de ancianos presas de la soledad o la tristeza; la hora de cariño
andaba por las 40.000 pesetas, pero la tarifa no era fija, dependía del grado
de parentesco requerido y de los gastos de escenificación. Y el negocio no iba
nada mal, como tampoco va mal el negocio de las familias que acogen a americanos.
¿Cuál es, entonces, el problema de presentarlo como lo que es, una transacción
con elementos humanos?
Suponíamos que los objetivos de este tipo de convivencias
eran el mayor aprovechamiento de las oportunidades de contacto con la nueva lengua,
por la obligación diaria de usarla, y la inserción -o el empotramiento- en la
microhistoria de una comunidad a través de una de sus instituciones cardinales,
la familiar, no una progresión de sesiones de psicodrama o un escenario para la
revelación del zócalo de prerrogativas, máscara y doblez en que se funda toda
familia. Cientos de instituciones estadounidenses siguen en todo el mundo este
método Stanislavski del chapuzón casero, sin darle demasiada importancia al hecho
de estar exportando estudiantes en vez de actores. El espectáculo se ha mantenido
durante décadas, y va a más: será porque a las partes implicadas les interesa
como está. Puesto que el negocio funciona, es decir, puesto que renta, a qué plantearse
modificarlo, total, por cuatro zarandajas éticas. Sin embargo, y parece mentira
que haya que escribir esto, una sencilla reforma evitaría tras- tornos, malentendidos,
chantajes emocio-nales y mal olor corporal.
No hay duda, no puede haberla, de la ventaja de vivir
con una familia aborigen a la hora de aprender un idioma. O de que la experiencia
sea provechosa y saludable en tantos y tantos casos. No cuestiono ese extremo.
He comprobado, de primera mano, cómo estudiantes que vivían con compañeros y que
al final encontraban la manera de sortear el español como lingua franca, quedaban
a la zaga de quienes convivían con españoles. No es eso. Es la malla de imposturas
en que se asienta el invento. Si a los estudiantes se les hiciera saber que sus
receptores, nosotros, vemos grotesco todo ese trajín de parientes de pega, yo
quiero pensar que se replantearían el convenio: a nadie deja indiferente averiguar
que su conducta se considera socialmente ridícula. Si hiciéramos reparar a estos
jóvenes en la realidad de su contribución no ya personal, sino económica, a unidades
familiares para las que a veces ese jornal extra constituye una importante ayuda,
les estaríamos haciendo crecer. Claro que acaso ahí esté la clave: ¿quieren crecer?,
¿queremos que crezcan? Mientras lo decidimos, ponemos con aire evasivo nuestro
granito de arena en la perversa amalgama, tan moderna que participa de las tendencias
más vanguardistas de la escena en el siglo XX: espectáculo pánico, teatro de la
crueldad y dramática del absurdo.
Hay quien aduce que es la clientela la que demanda
ese modelo de relación y que protesta en cuanto sospecha que su experiencia no
es the real thing, esto es, una familia tradicional, numerosa, cuya madre se mete
en la cocina tres veces al día y está al quite del menor desarreglo; nada de solteros,
parejas de hecho o pisos habitados por adultos cuyo único vínculo sea la amistad.
Se ve que ninguna de estas cátedras ambulantes quiere asumir el papel de aguafiestas
y referirles, es un ejemplo, que nuestras tasas de nupcialidad y fecundidad son
las más bajas del mundo. Tal vez a nadie le apetezca entrar a detallar las nuevas
formas de familia surgidas en la última década, como las uniones civiles de homosexuales.
O los cambios radicales experimentados por la institución familiar desde los años
sesenta, que ha pasado de extensa a nuclear e incluso monoparental. Muchísimo
menos tratar del ocaso de la que se ha dado en llamar la mujer cuidadora6.
Se comprende: está en juego el subsidio.
Esta historia de otoño tiene, como quieren los cánones
del almanaque para un tiempo que es de sazón, desenlace de anhelos cumplidos.
Connie Lou encontró la llave del agua caliente. Su cara chispeaba (imaginamos
que el gel haría su parte) y exteriorizaba su victoria con gritos y un calculado
plan de pequeños, venideros desquites. Sólo su melena sabe de las juergas corridas
bajo el agua caliente y el champú. George, más George que nunca tras el otoño
de su purificación ascética, algo de lengua sí que aprendió antes de abandonar
la cornisa más alta del Purgatorio, pero su salida conllevaba la renuncia a la
compañía amiga de Patricio y aprender la dura lección de que la felicidad es siempre
incompleta. Hasta Cameron, Cameron Kovaric, halló su grial, una traducción castellana
de su nombre. Un poco tarde para dar solidez a un segundo bautizo hispánico, la
verdad, pero ella, igualmente entusiasmada, corrió a anunciárselo a su maestro.
-¡Por fin he encontrado la traducción para mi nombre! ¡Estoy tan contenta!
-Que no, Carmela, mujer, cuántas veces te habré dicho que no existe.
-Pero si nos la diste tú, el otro día, en la charla sobre flamenco. El cantante
gitano que murió joven, ¡Cámaron de la Isla!
Parece sacado de La tesis de Nancy, esa es la
verdad. Sin embargo, Patricio jura por los palos flamencos de la cruz que en esta
historia de cambios de identidad no hay una palabra menos veraz que otra.
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1.- Las calificaciones en Estados Unidos se expresan normalmente
con letras capitales, no con números. En línea descendente, son: A, A-, B+, B,
B-, C+... y así hasta F, equivaliendo A a un 10 ó un 9.5, B a un 8, C a un 6.5
y F a un 4. Muchas universidades consideran que se está suspenso por debajo de
C. 2.- AA.VV. "Detergentes", en Inventos del Milenio. Ediciones El
País/Grupo Santillana, Madrid, 1999. 3.- Europa Press, 7 de marzo de 2000,
y El País, 8 de marzo de 2000. 4.- ASTETE, Gaspar. Catecismo de la doctrina
cristiana. Casa Santarén, Valladolid, 1896. 5.- AZNÁREZ, Juan Jesús.
"Se alquilan familias por horas", El País, 27 de mayo de 1992. 6.-
CORTINA, Adela. "La extinción de la mujer cuidadora", El País, 23-xi-1999.
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