LA ESPAÑA GALANTE
José Javier León
"Querida Tressa: ¿Cómo
estás? Espero que todos bien. Tengo mucho que decir sobre la experiencia.
España es muy diferente de nuestro país. Mucha gente aquí
tienen moto y hay mucho ruido. También hay muchos perros que cagan en todas
la acera. La gente son amable más o menos. Durante la semana estudio y
habló con mi familia. En el fin de semana he hecho un poco divertido. Estoy
aburrido. Escríbeme pronto. Besos y abrazos. Ama, Garth."
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Algunos
se inventaron una pareja, porque no la tenían y era condición de
la tarea dirigirse a ella. No fue el caso de Garth Bellows. Garth le escribió
a su mujer y quizá esa concordancia convirtió su ejercicio para
la clase de lengua, una postal con la que apoyar el estudio del pretérito
perfecto y afianzar las expresiones de habitualidad, en un sencillo, genuino registro
de estimaciones de sus dos primeras semanas de estancia en la ciudad. La corrección
de la pieza arrojó resultados positivos. Pequeños errores, principalmente
de carácter morfológico, uso oportuno de todos los tiempos verbales
estudiados, cierto riesgo en la elección del vocabulario, hasta el empleo
de un modo aún no visto: ese imperativo nada retórico de un hombre
que expresaba el deseo de tener información de los suyos. En una redacción
tan breve, sobresalía la secuencia de tres oraciones referidas a la urbanidad,
la primera acerca del ruido ambiente, la segunda sobre la suciedad de las calles
y la tercera un enunciado decidido, virado en sospecha, sobre la amabilidad. El
profesor, atraído por aquella escala de apreciaciones, la trasladó
a otros grupos con la idea de usarla como barómetro intercultural.
Ninguno de los compañeros de Garth definió España
como reino del reposo, ni comparó a sus habitantes con frailes cartujos.
Pasaban unas semanas en Granada, ciudad que ostenta entre sus marcas excesivas
la de ser el enclave más ruidoso de Andalucía, a su vez la comunidad
más sonora de España, nada menos que el segundo país que
más atruena en el mundo, tras Japón. Pero Japón nos adelanta
por muy poco: allí, un 26% de la población está expuesto
a ruidos superiores a los 65 decibelios, que es el límite a partir del
cual aumentan los riesgos graves para la salud humana; aquí es un 24%1.
Como para chillar, si chillar no fuera secundar la algarabía.
Los estudios que avalan esa tan audible como inaudita ventaja
se basan en mediciones realizadas con aparatos de tecnología punta, mucho
más precisos que la percepción sensorial humana; sin embargo, gracias
a la auscultación subjetiva de perros ladradores, obras en calles y casas,
andanadas de motos con el tubo de escape manipulado para más despavorir,
televisores a toda pastilla y cláxones nerviosos, los estudiantes habían
llegado a muy parecidas conclusiones, ratificadas luego mediante la participación
activa en la vela de los botellones que cada fin de semana convoca al aire
libre a una muchedumbre sedienta, voceadora y, de madrugada, curda. Hubo quien
se interesó por la existencia de leyes sobre ruidos, o por su aparente
derogación, y el profesor, convertido sin darse cuenta en propagandista,
se vio negro para encontrar respuestas que no perjudicaran mucho la fama de su
ciudad.
Todo ese estruendo, alegoría de un presente que atropella
y aturde, excreta. Deja de amanecida su saldo de mobiliario urbano roto y de residuos,
estercoleros del día después. Son decenas de miles los jóvenes
andaluces que salen de botellón los fines de semana y con ellos
los algo menos jóvenes, los que rondan la treintena y aún viven
en la casa familiar, estudiantes de travesía larga o parados; la mayoría,
por tanto, en edad de votar, como bien sabe la paternal autoridad ciudadana. Unos
y otros, con las 600 ó 700 pesetas que les valdría la copa en un
local bajo techado, tienen para multiplicar por cuatro, a cielo abierto, el grado
de intoxicación. Luego mean y mean y vuelven a mear, los jóvenes
en los portales, en las esquinas, en las aceras, las mismas que eligen los perros
de la postal de Garth para cagar, aunque éstos no esperen al fin de semana,
van cagando a voluntad, conforme el ansia aprieta. Los callejeros, porque se saben
protagonistas de la dispensa española de evacuar en suelo urbano, que es
su lecho, su comedor y su letrina, y los que pasean guiados por humanos porque
delegan en la mano que gobierna el cordel, con frecuencia la de un individuo cuya
única inquietud residual respecto de la mascota consiste en que no se lo
haga dentro de los muros de su propiedad.
Hubo una época en la que, cuando los estudiantes preguntaban
por el motivo de la acumulación de desperdicios en el suelo de nuestros
bares, yo les testimoniaba un hallazgo propio, según el cual sacrificamos
la limpieza del suelo en aras de la mayor comodidad y eficacia de los camareros:
barriendo una vez cada hora o cada dos horas el pavimento está lo bastante
limpio y la brega de la taberna no se interrumpe. No sé qué luz
alumbró en mi entendimiento una solución así de ingeniosa,
pero lo cierto es que la sentí tan reveladora que, una vez pulida y adornada,
la repetí satisfecho. Hasta el día en que, admirando en un café
su alfombra de inmundicia empecé a sospechar del crédito de mi hipótesis
y me dirigí al camarero. Las respuestas fueron inequívocas: "¿Qué
si es más fácil, dice? ¿Más fácil de qué? ¡Qué
va, hombre! Mire usted, si todo el mundo cogiera su servilleta o su hueso de aceituna
y los dejara en el plato, lo primero es que no tendría siempre esta guarrería
de piso y lo segundo, que me evitaba a mí el coñazo de andar barriendo
cada dos por tres".
Tan simple y tan notorio, menudo bochorno. Incluso en locales
con papeleras estratégicamente colocadas para que ningún cliente
tenga que desplazarse, seguimos arrojando a la baldosa cáscaras de cacahuetes,
colillas y raspas de pescado, cosa que en ningún caso se nos ocurriría
hacer en las relucientes pistas de baile sobre las que habitamos. Y es que el
muladar ibérico empieza del tranco afuera, y nos descubre como irresponsables
sociales, poco o nada preocupados por lo público, insolidarios con el entorno
que no sea familiar o inmediato, ineducados medioambientales, consumistas e individualistas,
en definitiva: poco capaces de colaborar y comprometernos.
El consenso creado en torno a los ingredientes tumultuoso y
fecal de la realidad española se malogró al comparecer el renglón
de lo más o menos amable. Surgieron en las aulas dos bandos antagonistas,
el de quienes calificaban a los españoles de rudos y el de los que nos
concedían el plus de la cordialidad. Los primeros ilustraban su postura
con escenas de empujones callejeros nunca seguidos de disculpas, secas órdenes
usadas en el hogar o en los comercios para pedir cualquier cosa o cicatería
al agradecer. Los de la facción seducida alegaban desprendimiento, paciencia
y agrado a la hora de corregir errores de lengua e inmejorable disposición
para la fiesta. Se diría que hablaban de cosas quizá no enfrentadas,
pero tampoco parejas. De un lado, los intérpretes de nuestra vena incivil
se habían centrado en la exhortación y en los actos de habla corteses
más frecuentes, en tanto que los favorables se referían a un conjunto
de rasgos morales, emanados de un supuesto temperamento nacional.
Amabilidad es una palabra de significado laxo. Amable,
referido a un ser humano, es quien merece amor, y quien inspira amor. Pero si
alguien se hace digno de afecto se debe, sobre todo, a su buena inclinación.
Por eso amable es, además, el que muestra una actitud de interés
por otras personas, o el deseo de complacerlas, una acepción contenida
también en la voz cortés y usada para calificar al que guarda
las normas establecidas en la sociedad para el trato mutuo, normas con las que
las personas se muestran entre sí consideración y respeto2,
de donde la equivalencia eventual de ambos términos. Dicho de otro modo,
el espacio semántico de amable es más amplio que el de cortés,
pero los dos vocablos comparten un sentido. Y mientras lo amable camina hacia
lo llano y lo espontáneo, lo cortés, en origen lo propio del hombre
de corte que conoce y exhibe las maneras adquiridas allí, presupone lo
alambicado y lo preceptivo.
Siempre que dos o varias personas traban conversación
fijan, de modo explícito o implícito, un contrato fundado en derechos
y obligaciones. En ese "contrato conversacional" reside, según Fraser,
la cortesía verbal3. Aunque parece lógico aceptar que
las convenciones específicas de cortesía varían entre culturas,
hay estudiosos que les suponen, en su mayoría, un carácter universal.
Lo cual no significa que la inteligencia y el dominio de las normas de urbanidad
en el acto de habla sean requisito de la comunicación: un hablante que
actuara como si ese repertorio no existiera, "violaría profundamente las
convenciones inherentes a los buenos modales, pero lograría hacerse entender
sin la menor dificultad"4. Sin embargo, la desatención de las
reglas llamadas constitutivas, las gramaticales, por ejemplo, sí conduce
al malentendido. En cualquier caso, no parece que sea posible expresarse de manera
neutra en lo que atañe a la cortesía; para ella no hay acomodo ni
territorio equidistante, nuestros enunciados son o no son corteses5.
De hecho, en español, el primer acuerdo de protocolo entre desconocidos
se produce muy pronto, en el inicio mismo de la conversación, y consiste
en la decisión sobre la oportunidad de tutearse o hablarse de usted6,
una elección mucho menos objetiva o sencilla de lo que reconocemos cuando,
por necesidades pedagógicas, la esbozamos en el encerado.
Sobre este particular se comete repetidamente el error, que
no es leve, de advertir "en el español de las últimas décadas
un marcado progreso del uso del pronombre de solidaridad"7. Es cierto
que el empleo de tú y vosotros gana confiado la partida en el tablero de
damas de los pronombres de segunda persona. Pero eso ocurre, de forma exclusiva,
en la Península y Baleares. El pronombre vosotros apenas si se encuentra
en el español americano y "si bien la base del sistema en singular es prácticamente
idéntica a la del español peninsular, los usos habituales
de tú y usted son ligeramente distintos: en América no existe tendencia
alguna a ir abandonado el usted, que tiene un uso muy amplio"8. Una
vez más, descuidar la perspectiva hispanoamericana es arriesgarse por el
derrotero de la confusión.
Más que el paulatino abandono peninsular del pronombre
de respeto (o de distanciamiento, como lo denomina Haverkate) choca a nuestros
estudiantes lo que ellos consideran el abuso del imperativo para dar órdenes,
que perciben como desatento. En contra de la creencia común y de la etimología,
no es ésa la intención comunicativa con la que más se emplea
este modo, ya que su oportunidad requiere contextos tan precisos como que el interlocutor
se haya puesto en situación de recibir órdenes o que la recepción
del imperativo parezca previsible o justificada por una situación urgente.
Con las formas de imperativo, además de exhortar, se puede en español
dar consejos (No vayas, es tardísimo y ese barrio no es seguro),
expresar condiciones (Llámala por teléfono y verás como
ya ni se acuerda de la discusión) e incluso ser amable (Pase, pase,
señora Sillero, póngase cómoda)9.
Pero es la intención exhortativa la que plantea, en
las locuciones con imperativo, problemas de interpretación y eso se debe
en gran medida a que en nuestra lengua, al ruego y al mandato, esto es, a una
táctica substancialmente cortés y a otra no cortés, los diferencia
a menudo una linde sutil, la curva melódica, recurso que puede provocar,
por defecto de percepción clara y distinta, el equívoco, cuánto
más si la capacidad de comprensión del interpelado no es nativa.
Del lado puramente lingüístico, la ambigüedad se intenta evitar
utilizando estrategias deícticas, léxicas y sintácticas;
del paralingüístico, la incorporación de gestos como "cabecear,
sonreír o guiñar el ojo puede contribuir a resolver una ambigüedad
prosódica potencial"10. Sin embargo hay un apego pujante en
nuestros días y nuestro país a usar las formas propias de imperativo
para dar órdenes rotundas, no atenuadas por la entonación, ni siquiera
por la introducción de signos mí-micos, menos aún por el
uso de por favor. Y me atrevería a decir que no sólo suena
duro a muchos oídos extranjeros, sino a bastantes españoles. Entre
ellas, las más evidentes, aunque no las más ásperas, ya que
se producen en un ambiente de confianza, tal vez sean las órdenes que se
intercambian entre miembros de la familia: Pásame la sal, Cierra la
puerta, Tráeme agua.
A esa sospecha de gradual despreocupación vendrían
a oponerse, en principio, los numerosos ensayos y las constantes alusiones de
lingüistas que inciden en lo refinado del repertorio cortés español.
Actos verbales como felicitar, saludar y despedirse, dar el pésame, lamentar
o dar la bienvenida cuentan en nuestro idioma con buena cantidad de fórmulas,
matizadas y flexibles, aunque la vigencia de las más tradicionales ha quedado
circunscrita a las capas maduras de la población y a zonas rurales.
La primera expresión de cortesía que se les enseña
a los niños españoles es una interjección de despedida: adiós,
induciéndolos a la imitación de la palabra con el movimiento asociado
de la mano11. Es un término que ha perdido mucho terreno frente
a hasta luego12, que ahora se utiliza en todo tipo de despedidas,
también en las que no lo son para un corto espacio de tiempo. La razón
de ese desplazamiento bien pudiera reflejar cierto rechazo de los jóvenes
a la deducible raíz religiosa de adiós, pero también
al sonido demasiado rotundo, como de separación definitiva, que parece
encerrar. Llama la atención que la interjección castellana se supla
en las comunidades bilingües del levante español por su correspondiente
catalana adeu, pero –y aquí viene lo curioso– no ya cuando se habla
en catalán, lo cual no es suplir sino hablar con coherencia, sino para
despedirse tras conversar en español13. Quién sabe si
Deu no suena en esa lengua menos despótico, más íntimo
que Dios, un dios renuevo de Júpiter, impuesto por las armas y gestionado
durante décadas por lúgubres abates; Deu era en cambio el
lar familiaris y habitaba, como la lengua materna, en la entretela. En
los casos de saludos o despedidas donde se menciona de manera explícita
lo sagrado (vaya / ve con Dios, a la paz de Dios, buenos días / tardes...
nos dé Dios, Dios guarde a usted / te guarde, quede / queda con Dios
o con Dios) la agonía, cuando no la defunción, es patente,
y corre pareja a la progresiva temporalización del país.
La etiqueta cotidiana incluye un capítulo, el comisivo,
que presenta uno de los casos más enrevesados de resolver para el hablante
extranjero: la invitación. Su dificultad nace de una cruel incoherencia:
si bien es cortés invitar a alguien, no lo es menos rehusar la invitación14,
de manera que la oferta primera suele verse seguida de un diálogo ritual
de rechazos e insistencias no precisamente asequible, ni siquiera para el nativo.
A este respecto, escribe Beinhauer: "Para insistir en una invitación que
no ha tenido éxito se recurre a una forma muy característica de
la mentalidad española: ¿Me va usted a hacer ese desaire? (o ese
desprecio, o ese feo). Y para evitar que así se interprete la
no-aceptación, se suele decir: no me lo tome usted a desaire. El
mismo pundonor característico revela la pregunta del que invita: ¿me
lo desprecia usted? (es decir: ¿me cree usted indigno de ofrecerle esto?)"15.
El rivalizar era entonces para dejar la derecha a los superiores, o la delantera
al cruzar un paso o atravesar una calle. Al llegar a casa era obligado –como pide
aún la costumbre española– invitar a todos los acompañantes
a entrar en ella, a beber algo, lo que los demás debían rechazar
con toda cortesía; entonces era forzoso acompañarles un poco más,
todo, entre corteses resistencias.
Hace unos quince años paseaba por mi ciudad con una
pareja de amigos ingleses. Como era su primera visita, al pasar junto a mi domicilio
de entonces les indiqué: "Y ahí está mi casa... que es la
vuestra". Recuerdo como algo fresco la cara de póker de ambos, y su inmediata
media sonrisa, británica hasta decir basta, ante mi extrañeza. No
sabía qué incorrección habría cometido, así
que me disculpé por las deficiencias gramaticales y no se habló
más del disfrute de la vivienda. Pero no, no había sido la gramática
lo inadecuado del envite. Yo ignoraba por completo la inexistencia, en inglés,
de ofertas simbólicas como la de brindar la casa de uno cuando es nueva
o cuando la muestra por primera vez, un tipo de cortesía comisiva propia
del idioma español por medio de la cual se hace finta de ofrecer a la visita
determinados objetos propiedad del hablante, y esa ignorancia me acarreó
el tropiezo. Para Américo Castro, estas atenciones adquieren sentido cuando
se las estudia a la luz islámica. Son costumbres heredadas de los musulmanes
la del ofrecimiento de la casa al visitante o del alimento a los presentes cuando
uno se dispone a comer o beber, incluso la oferta de cosas. "Al mostrar a una
persona amiga un objeto de valor, si aquella lo elogia, lo correcto es decir:
‘Está a su disposición’. Ha acontecido a veces que un extranjero,
ignorante de que esas palabras son un rito verbal, preguntara de veras si le ofrecían
el objeto valioso, y eso ha creado más de una situación embarazosa"16.
Aunque la oferta de objetos está hoy en desuso, la explicación de
Castro sigue siendo válida. A la naturaleza figurada de las sugerencias
corresponde una respuesta, tanto verbal como gestual, determinada: el rechazo
cortés, dar las gracias oponiéndose17. Con todo, estas
invitaciones se atenúan, hasta perder su carácter simbólico,
cuando el oferente insiste.
Si a lo expuesto sumamos el nutrido catálogo de recursos
eufemísticos de que se sirve el español para esquivar los tres tabúes
por excelencia, la muerte, la escatología y el sexo, o la amplitud de matices
de expresividad y finura por los que son capaces de serpentear la interjección
por favor y sus parientes18, todo será coincidir con
los especialistas en el "diferenciadísimo sistema expresivo de la cortesía
española". ¿De la cortesía española, es decir, del repertorio
cortés usado en el actual reino de España o de la cortesía
en español, la lengua oficial de veintidós países en el mundo?
Myrtha San Martín no es española de nacimiento,
pero sí de pasaporte, y el español es su lengua materna. Nació
en Temuco, en el centro vitivinícola de Chile, y en aquel país se
crió, estudió pedagogía del inglés y vivió
hasta 1972, año de su traslado a esta orilla del agua del brazo de un valenciano
que le dio tres hijos y del que hace poco enviudó. En los veintinueve años
que lleva residiendo entre nosotros sus hábitos, sus guisos y hasta su
acento se han teñido de color ibérico. Pero hay algo a lo que no
se acostumbra, y es lo que ella llama la altanería española. La
grosería del alumno de trece años que cuando toca en el portero
automático le espeta sin siquiera identificarse: "¡Abre!" La brusquedad
del camarero que jamás dice gracias, o la del tendero que más que
darle la vuelta se la arroja sin mirarla a la cara. La incapacidad para escuchar
con atención la opinión de otros. El afán categórico.
La prudencia académica pide que no se emitan juicios
generales sobre el carácter de los pueblos; apreciaciones del tipo "los
chinos son muy maleducados, en cambio los japoneses sí que saben de modales"
se pronuncian sólo fuera de las aulas, donde están muy mal vistas
y peor oídas, porque suelen responder a estereotipos, y se basan con frecuencia
en evidencias parciales19. No es sugerencia precipitada: lanzar acusaciones
de imperfección sobre naciones que no son la nuestra es deporte viejo de
los humanos, no minoritario y de alto riesgo. Pero ¿qué ocurre cuando son
nacionales los que se quejan de esas deficiencias en su propio territorio? Hoy
día, por poco que leamos la prensa y atendamos la voz de los profesores
de enseñanza obligatoria, o la de quienes pasan el día de cara al
público, apreciaremos un malestar por el avance de la desconsideración,
personal y ciudadana, gestual y verbal.
Un indicador cierto del relegamiento progresivo de la expresión
cortés en España es el éxito del ubicuo y neurótico
¡venga!, que ha pasado de ser un imperativo gramaticalizado que incitaba
a la acción, a suplantar, con inmunidad por ahora sólo europea,
el espacio semántico de enunciados típicos de acuerdo, agradecimiento
y despedida, con el empobrecimiento lingüístico que conlleva una reducción
de ese calibre. Así, oímos de continuo parejas adyacentes como las
que siguen: -A las ocho entonces. -¡Venga! / -Gracias. -¡Venga! / -Hasta
luego. -¡Venga!, aun cuando tanto esa interjección como su colateral
¡vamos!, no desempeñen originalmente tales funciones, sino que "enfatizan
el deseo del hablante de que el oyente modifique su comportamiento de acuerdo
con lo expresado por el contenido proposicional"20 (Venga, bébete
ya la leche. Vamos, no te lo tomes tan a pecho). De ahí que este venga
apócrifo, usurpador de toda una serie de intenciones comunicativas de signo
cortés, contenga un matiz agresivo, de exigencia abrupta, descortés
por tanto. Su filiación es rabiosamente moderna, su aire, enérgico
y apremiante, ajustado a la franja de edad y el estilo de vida de sus introductores:
estudiantes a partir de la enseñanza secundaria y jóvenes profesionales.
Muchos hispanoamericanos suscribirían la censura de
Myrtha San Martín acerca de la fibra cortés de los españoles,
y algunos españoles firmaríamos la declaración con ellos,
persuadidos de que de Tijuana para abajo el común de los hispanohablantes
no sólo usa giros que aquí se abandonaron hace siglos, sino que
mantiene vivo y con sentido –la profunda razón moral que, para Goethe,
impregnaba todo signo externo de cortesía– el inventario amable. Luis Buñuel,
exiliado en México, escribió en sus memorias que "la chulería
es un comportamiento típicamente español, compuesto de agresividad,
insolencia viril y autosuficiencia"21. Tal vez exageró, tal
vez conocía mal los modos del maschio italiano, pero uno se siente
tentado a prolongarle la frase, consignando que el amable, el varón más
que la mujer, pasa aquí por sobreactuado y amanerado, cuando no por gilipollas.
En las escuelas sobre todo masculinas los compañeros se burlaban del que
daba las gracias o respetaba los turnos de palabra, del que no galleaba, de quien
solicitaba en vez de exigir o se excusaba y se interesaba por el damnificado;
pero también de los que mejor pronunciaban inglés o francés.
Era ese, tan varonil, escarnio español de la sutileza.
Vulneramos, en la antigua metrópoli, las normas de etiqueta
conversacional, atropellando al que tiene la palabra. Menospreciamos los dos actos
expresivos de mayor uso, agradecer y pedir excusas. U ordenamos sin paliativos.
Además, abandonamos poco a poco el usted; pero lo mismo ocurrió
en la lengua inglesa, donde el fenómeno comenzó en el siglo pasado,
y no por eso las sociedades de la Commonwealth han caminado hacia el igualitarismo.
Ahora bien, mientras coexistan el pronombre de respeto y el de confianza y en
tanto que dar las gracias, disculparse y pedir por favor sigan en vigor como intenciones
comunicativas, estamos obligados a descubrir sus utilidades y a detenernos en
su tenor ético, lo cual incluye repensar el verdadero sentido de sus violaciones.
Qué curioso, por ejemplo, que al inmigrado de color más oscuro que
la media nacional, en ventanillas, comisarías, comercios o por la calle,
apenas se le dirijan palabras de gratitud, apología o petición y
se le hable preferentemente de tú, incluso cuando el interlocutor blanco
es un joven imberbe y el inmigrante un señor marroquí o una señora
senegalesa mayores de 50 años. Ocurre también con el gitano. Serán
protocolos emanados de otra Ley de Extranjería, anterior a la vigente y
ágrafa.
Seducía enseguida aquel ‘más o menos’ de la postal
de Garth, su matiz de hesitación y la distancia inesperada que introducía.
Como si después de una impresión suave que condujese a la formulación
del tópico (los españoles son amables) se interpusiera la
punzada todavía hormigueante de un codazo exento de satisfacción,
o la imagen del listo que se cuela delante de tus narices en la ventanilla de
Correos, detalles que impugnarán el lugar común de nuestra simpatía.
Amables… más o menos: un hallazgo forastero que matiza la gentileza doméstica,
la extravagancia de un país cuya lengua ofrece un vasto corpus de
urbanidad verbal que muchos de sus hablantes rechazan por afectado. Quienes así
discurren suelen justificar toda clase de faltas de atención con el supuesto
respeto a la peculiaridad individual, sin reconocer ni la debilidad de su coartada
ni, mucho menos, la soberbia que la motiva. Para allanar la convivencia, amenazada
de forma permanente por el amor propio, los hombres nos hemos dado un pacto de
mutualidad: la Cortesía.
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