PROFESIÓN DE RIESGO
Advertid, hermano Sancho, que esta aventura y las a ésta
semejantes no son aventuras de ínsulas, sino de encrucijadas,
en las cuales no se gana otra cosa que sacar rota la cabeza o una oreja menos.
Miguel de Cervantes
José Javier León
Todos los presentes
hablábamos alemán. Bueno, yo una variedad minimalista. Sin embargo
sabía la traducción de aquellas dos expresiones elementales. Lo
más fácil, y a la vista de las consecuencias lo menos traumático,
hubiera sido darla, pero el peso de los artículos de didáctica y
de los congresos resistidos pudo más que el cansancio de cinco horas entre
pecho y pizarra. Me llamo Bienvenida Peña, doy clases de lengua en Toledo
y estoy cansada.
Doro me había preguntado por la diferencia entre encima y por encima,
porque la segunda, quiero recordar, aparecía en el texto con el que trabajábamos.
Ataqué: A ver, Doro, si digo encima no hay movimiento, por ejemplo, el
rotulador está encima de la mesa, ahí está, no se mueve ¿ajá?;
mientras que, mira, ahora paso la mano por encima del rotulador, hay movimiento,
¿lo ves?, ¿lo veis los demás? La mano se mueve: por encima.
Pero es lo mismo, ¿no?, dijo Doro. Sólo mueves la mano, pero todo es
arriba. Y como no era lo mismo, cambié los objetos, donde había
rotulador puse vaso, con la mano agarré un diccionario y repetí
la escena y su detalle. Parecían entender, todos menos Doro. Así
que insistí, me senté y dije: Encima del sillón. Y luego
me levanté: O poooor encima del sillón… bueno, no voy a hacerlo,
pero imaginadlo.
Desde su esquina, Ghislain me miró con malicia, desafiante, qué
ojos los suyos para la insinuación. Me defendí de aquella mirada:
¡Que no, que no lo hago he dicho! Pero calibré de reojo la anchura de la
clase y la altura de la cátedra y no me lo pensé: salté.
El cuarto era bastante estrecho y los brazos del sillón dos meras barras
metálicas, huecas y combadas, cuya presencia yo había desestimado.
Allí fueron a enredárseme los pies unas décimas de segundo,
tiempo suficiente para convertir la tarima en escenario dramático. Pero
no trágico: hubo algo de suerte y no me desnuqué; cayó, con
estrépito, el sillón y, como había que contener el empuje,
tan decidido que me había levantado la falda hasta la barbilla, fui a dar
con la palma abierta de la mano derecha en la pared de enfrente y toda la fuerza
del impulso a concentrarse allí.
La clase se quedó entre asustada y a punto de estallar no sé
si en risas o en ayes, los ojos bajos de Ghislain decían, Bienve, perdona,
pero joder qué ridículo más grande has hecho, y el pinchazo
que sentí, reprimido, se tradujo en un rubor intenso que podía notar
hasta más abajo del cuello. Vergüenza, dedujeron los alumnos; pero
era dolor, mucho dolor y lo único que se me ocurrió para atemperarlo
fue buscar hielo. Bajé a la sala de profesores, cogí varios cubitos
de la nevera, me los até con un pañuelo y volví, di incluso
la hora y cuarto que me quedaba sin sentir ningún alivio conforme el tiempo
pasaba, conforme recogía libros y cintas con una sola mano, tomaba un taxi
o esperaba mi turno en el hospital.
Todavía guardo por ahí el informe del clínico. Exploración
manual: traumatismo en la mano derecha con dolor agudo. Exploración con
rayos equis: fractura distal un tercio del primer metacarpiano. Tratamiento: férula
dorsal de yeso con fijación del primer dedo, calmantes, una revisión.
Lo leo ahora, dos años después, con dificultad, por la mala letra
y por la pequeña sombra en el ojo izquierdo, algo mejor si lo cierro. Recuerdo
que me insistieron en que me quedaban prohibidas las manualidades y que al llegar
a casa, muerta de hambre, empecé a notar cómo las cosas más
simples empezaban a suponer mucho esfuerzo. Preparar algo de cenar significó
un duelo entre los cacharros y yo. Hasta sostener el teléfono mientras
marcaba los números para contárselo a los amigos costaba. Había
sufrido un accidente laboral suficiente para pedir una baja, pero no podía
permitírmela, mi contrato no me cubre en casos como éste. La jefa
me daría una parte mínima del dinero total por los días perdidos
y, hala, a convalecer.
A la mañana siguiente me levanté a las siete, media hora antes
de lo acostumbrado, inquieta por los nuevos desafíos que de seguro saldrían
a mi encuentro, como ducharme, un estímulo y un placer vueltos ahora enorme
fastidio, o ponerme el sujetador, de repente una escena erótica soñada
por Buster Keaton; el azar de abrasarme con el café ascendía en
el índice cotidiano de probabilidades mientras que el de escribir a mano
insinuaba la utopía. Fui en taxi a la escuela porque llovía un poco
y porque coger un taxi sin emergencia me sube el ánimo, respiré
hondo antes de empujar la puerta de la sala de profesores, entré y nada
más decir buenos días noté que la pieza que se iba a representar
allí pertenecía al género bobo. No hubo nadie que se resistiera
a destapar su ingenio en forma de chiste. Me quité de en medio rebosando
bilis, entré en mi clase y cogí el rotulador entre los dedos corazón
e índice agarrotándolos hasta formar dos sietes y con mano temerosa
garabateé en la pizarra: mierda, pero no reconocí aquel estiércol
como mío. Seguí ensayando hasta que perfeccioné la treta,
apretar con mucha fuerza, toda la fuerza de la que era capaz. Supe que podría
apañármelas sólo después de lograr escribir leche;
había consistencia gráfica en la leche, así que me senté
a esperar a que entrara la peña, la que no soy yo.
Ni siquiera los monos lo tienen, y esa carencia es una de las mayores distancias
morfológicas entre ellos y nosotros; al tímido pulgar oponible me
refiero. El ser humano es el único mamífero cuyo dedo gordo rota
sobre su propio eje y se opone al resto de los dedos de la mano, una bicoca responsable
de que podamos apretar las yemas de los cuatro dedos largos contra la del pulgar
con fuerza y eficacia para agarrar, extraer, insertar o calcular, y así
haber inventado sistemas numéricos como el de base sesenta o como el de
base doce, por medio del cual todavía contamos huevos y pasteles, cosa
que ningún otro primate en el mundo sabe hacer, y todo por culpa de su
apatía pulgar. De todas estas curiosidades me enteré en aquellos
días. Me las iban contando. Pero también hubo otras enseñanzas
derivadas del accidente. El dolor de muñeca, un dolor diario, provocado
por mi ardid para poder escribir en el encerado, me llevó a repensar con
alarma la precariedad y la nula seguridad de mi empleo. Otros colegas con los
que hablé aprovechaban para desahogarse, mis amigos de Madrid, por ejemplo,
que cobran ochocientas pesetas la hora, el precio de una entrada de cine. O gente
de aquí mismo que trabaja en empresas-alcantarilla, por lo sumergidas y
malolientes, unos sin papeles, otros con contratos de treinta y cinco horas lectivas
más una cláusula escrita con tinta invisible que les exige entretener,
en fiestas y visitas guiadas, a todo guiri cliente.
A mitad de curso, desorientada y débil, recibí un correo electrónico
desde Inglaterra en el que Craig, un antiguo alumno con quien había mantenido
un intercambio extraescolar algo más que lingüístico, me advertía
de una plaza de profesor en la Universidad de Smallshade-upon-Eye, donde él
trabajaba, y me animaba a presentarme. Busqué y encontré fotos con
él y su grupo en una terraza de Zocodover, qué jóvenes estábamos
todos, Dios mío. Aquellas imágenes de un tiempo que parecía
más entusiasta contrapuestas a la sensación de disgusto y hueco
que vivía me impulsaron a solicitar el puesto. Inglaterra, pensaba, no
es mi mayor sueño, pero tampoco puedo seguir viviendo y trabajando en este
mal conjugado presente que apesta a indefinido. Mujer, qué pierdes por
probar, oía decir a mi vera, y el canto rodado de la frase hecha ganaba
aristas: probar, por qué no, sin miedo a perder, sin arriesgar, qué
ocasión.
Hacía sol y un poco de viento en Deafenshire el día en que llegué
para la entrevista y el reino, además de unido parecía feliz, lejos
aún del estado de sitio en que habría de sumirlo meses más
tarde la fiebre aftosa. Me alojaron, junto a los otros candidatos, en un hotel
medio decente, me llevaron a cenar casi bien, hasta me empujaron a elegir el vino
cuando dije que era riojana por parte de padre (elegí un chianti), sin
embargo nadie me pidió torear de salón al mencionar mi segundo apellido,
que es Belmonte.
El Departamento de Es-pañol y Catalán de la Universidad de Smallshade,
conocido en el mundo académico por su devoción a las culturas periféricas
peninsulares, me seleccionó para el puesto. El contrato llegó a
Toledo por carta, semanas después de la entrevista, a nombre de Bienvenida
Pena, si bien yo lo recibí con alegría. Me cuidé mucho de
leer la letra pequeña antes de firmar, pero no tardé en descuidarme:
no había letra pequeña que leer, todas eran del mismo tamaño.
Es verdad que encontré imprecisiones, cláusulas laxas que, en mi
presencia y con voluntad, ya se irían deslindando, eso pensé. Sin
demasiadas horas lectivas, distribuidas de manera que no me obligarían
a levantarme temprano, mi curso inglés se presentaba como el del empujón
definitivo a la tesis doctoral.
Llegó la hora británica. El país inauguraba otoño
y yo país. En los auditorios, repletos de alumnos muy jóvenes, se
juntaban las carnes y los vapores emanados por las carnes y la mezcla me acarreaba
pequeños vahídos y confusión onomástica. Sin embargo,
un remedio insospechado para la memoria –el de la pituitaria no llegaría
nunca– acudió pronto en mi favor. A la tercera semana encontré en
mi casillero, allí llamado agujero de paloma, cien redacciones, todas sobre
si los animales tenían derechos humanos o no, con la exigencia de ser evaluadas
en un plazo irracional. Empecé enérgica y concluí exhausta
pero, eso sí, con un tercio de los nombres en la cabeza.
Pasados tres días mi casillero se volvió a poner a reventar.
Ahora eran traducciones inversas, setenta y tres. La mnemotecnia me daba ya completamente
igual a mitad de paquete, y empecé a mirar con deseo un número de
Hello! que tenía en el revistero con el reportaje exclusivo del último
tinte de pelo de Cliff Richard, cualquier cosa antes que perseguir más
errores en trabajos de cuatrocientas palabras, de seiscientas palabras, de entre
mil y mil quinientas palabras, de alrededor de tres mil palabras más bibliografía.
Cualquier cosa, incluso salir a resfriarme bajo la manta de agua que caía
sin parar. Pero no hubo desahogo, seguía corrigiendo, con pausas cada vez
menores. Ya arribaban ensayos argumentativos, ya redacciones acerca de la infancia
o la adolescencia y hasta sobre la vejez manifiesta. Y resúmenes, descripciones
de paisajes, retratos físicos y de carácter, críticas del
último éxito del cine británico, cartas a bancos, cartas
de amor, cartas de odio, cartas de mucho odio.
Al despertar una mañana, tras un sueño asaltado por papeles escritos
a mano y a máquina yo, Bienvenida Pena por contrato, miré al techo
y vi en la pared un insecto. Si desplazaba la vista el insecto la acompañaba,
en el lado izquierdo del campo de visión, cambiando lentísimamente
de forma. Intenté espantarlo, pero fue en vano: andaba dentro. Me restregué
los ojos todavía esperanzada en que fuera una mota de polvo en la pupila
o una legaña, me levanté y me duché y mientras me secaba
el pelo frente al espejo allí estaba, más patente cuanto más
claro era el fondo sobre el que posaba la mirada. Era noviembre, la falta de luz
a aquellas alturas del año agobiaba y salí a la calle preocupada,
sin poder dejar de ver en la plancha de plomo blindado del cielo de Smallshade-upon-Eye,
en el camino a la universidad, la mota o larva o microorganismo. Porque, bien
mirada, a lo que más se parecía aquella madeja de gusanitos entrelazados
que, a veces, si pugnaban por despegarse, desenrollaban largos bastoncillos, era
a un microbio, o a la idea que sobre un microbio se hace quien no ha mirado nunca,
ni bien ni mal, por un microscopio. No me ha abandonado desde entonces, desde
la torpe mañana de su epifanía: es nombrarlo y viene; aunque viene
también sin que lo nombre.
Si descansé durante las vacaciones de Navidad fue a pesar de la mancha,
que sólo menguaba cuando engullía figuritas de mazapán, que
me privan, y al oscurecer. A la vuelta, las montañas de exámenes
por corregir formaban una cordillera sobre la mesa de mi despacho. Qué
desesperación. Porque, además, las lombrices translúcidas
aparecían triunfantes sobre cada nuevo examen, sobre cada traducción,
hasta el punto de obligarme a abordar las dos últimas cumbres de papel
con el ojo izquierdo vendado. Lo que nunca se me hubiera ocurrido, después
de superar tanta fatiga, es que la serranía fuera a ser, en secreto, de
nuevo hollada. Me enteré por una colega de que mis notas habían
sufrido alteraciones por parte de un miembro contrariado del departamento, el
mismísimo Craig. Y aunque me resultaba incomprensible que no me hubiera
consultado, decidí, pensando que el retoque sería mínimo,
tal vez un limado de picos de alguien más familiarizado con el sistema
de evaluación, olvidar el asunto.
El asunto, sin embargo, pugnaba por ser inolvidable. Semanas más tarde,
tuve de nuevo acceso a mi paquete de exámenes y descubrí la escabechina,
todas las calificaciones modificadas con arreglo a criterios imposibles de descifrar.
Si mi súbito enemigo y antes alumno y pareja de lecho iba a tomarse la
no pequeña molestia de rehacer un trabajo tan arduo, por qué, me
preguntaba yo extraviada, no me eximió de una tarea tan enojosa desde el
principio. Pensé en ir y gritarle, en protestar, en redactar una denuncia,
mas estaba extenuada, medio tuerta y triste.
Eso en cuanto a la letra, pequeña o grande, a mano o a máquina,
la letra errada o acertada en miles de ejercicios. Pero la escritura no lo fue
todo. No hay letra obstinada que no reciba un día la tonada que merece
y a mí me quedaba, como a Aute, la música. Craig, que en los ocho
meses que llevaba allí no se había dirigido una sola vez a mi despacho
a proponerme tomar una pinta, me llamó al pasar yo por el vestíbulo
con el dedo índice, flexionándolo como una actriz de sainete en
el papel de buscona, y me comunicó mis fechas de exámenes orales:
cuatro jornadas distribuidas en parejas consecutivas, de nueve de la mañana
a cuatro y media de la tarde.
La semana de conciertos de español oral consistió en una sucesión
de mini conferencias seguidas de preguntas, a un ritmo de diez minutos por examinado,
en las cuales los temas favoritos de los chicos eran los derechos humanos de los
animales, otra vez, España es diferente y la eutanasia; los estudiantes
de negocios solían escoger el euro. Había dos pausas diarias, por
llamar suavemente a aquellos dos frenazos secos de la prisa. El segundo día
de orales salí del despacho con un dolor fluctuante en un oído,
ubicado en un lugar impreciso, como descendente, apuntando a las trompas. El tercer
día la molestia ya se había pasado al otro lado, acompañada
a veces de un pitido que podría haber firmado Stockhausen en una esquina
de la caja del tímpano. Cuenta la colega que evaluaba conmigo, porque yo
no lo recuerdo, que cuando estábamos terminando le dije a una chica de
último curso con ojos un poco extraviados: ¿Y cuántos euros calculas
tú que costaría matar a la cabaña completa de toros bravos
con eutanasia? Ella terció: Chloe, no tienes que contestar a esa pregunta;
puedes irte ya; gracias. Luego me hizo té en la pava de su despacho y me
dio una pastilla de lo que tenía más a mano, un antigripal.
Hice un amigo en Inglaterra, Ernö, un húngaro. Enseñaba
su lengua dentro del Departamento de Estudios Eslavos y de Europa del Este y su
despachito, al final del pasillo, era la única concesión de la universidad
a ese pequeño idioma ni siquiera eslavo y él el único entendido,
una situación envidiable dentro de la marginalidad. Fui a su cantón
un día de mucho microbio en el ojo con una excusa un poco rebuscada para
presentarme y conversar, necesitaba con urgencia eso que en política llaman
un interlocutor válido. Se quedó un poco parado ante mi arresto
pero hallé también complacencia en sus ojos, quizá agradecía,
como yo, charlar un rato. En español, menuda sorpresa, tenía abuelos
vascos, exiliados del treinta y nueve. No tardé en despeñarme por
la maldición del clima, la comida y las relaciones sociales, en ese orden,
y la curva que tomó la entrevista, tal vez por mi necesidad de desembuchar,
no nos condujo a un dominio confortable; de vuelta a mi departamento, por los
pasillos, me seguía una sensación borrosa de tropiezo. No sería
hasta aquel recital de las Hijas del Sol organizado por el Instituto Cervantes
que se producirían el reencuentro y la simpatía: al final del concierto
las cantantes animaron al público a subir al escenario, sin éxito;
entonces Piruchi, una de las Hijas, bajó y me tomó de la mano mientras
su helio-hermana Paloma escogía la esquina opuesta para pescar a la otra
víctima, que resultó ser él. Qué risa verlo allí
enfrente, sofocado, errando con flojera por una canción bubi que no se
acababa nunca, suplicando, con aquel juego de pasos como de niño aburrido
en el paseo dominical: ¡Basta ya, Hijas! En cambio, yo, en mi salsa: más
bubi que nadie.
Ernö planeó una excursión por los valles y páramos
de Yorkshire a primeros de febrero. Yo no hago deporte, pero él sí,
bastante, y además es de los que organizan bien estas cosas; la verdad
es que tenía un poco de recelo a la caminata de dos días, pero no
le dije nada. Recuerdo muy bien un detalle en la conversación por teléfono,
la noche de antes, la aparición del nombre en inglés de algo que
entonces sonaba un poco ridículo: ¿Tú has oído lo de la enfermedad
esa del foot & mouth? Es que he estado viendo las información y han dicho que
el gobierno está pensando en cerrar los paths, y sin paths ¿por dónde
vamos a jaikear? Así hablamos Ernö y yo, trufando palabras inglesas,
casi siempre las mismas, en la oración en español y derivando raíces
anglosajonas con sufijos castellanos, un poco a la manera del espanglish. Es una
costumbre en la que no estamos solos, la siguen otros residentes jóvenes,
por pereza o novelería, aunque entre nosotros cumple a menudo una función
de atajo y abastece la despensa de bromas privadas.
Inauguramos la jornada primera con dos pintas de sidra a la salud del sol y
de sus hijas en un pub campesino donde locales y excursionistas bebían
y bromeaban. A partir de ese momento, una colección de recuerdos poderosos
se abre en mi memoria como un álbum. La escalada del precipicio junto a
la catarata, con cupos variables de miedo y resolución, y el grito de Ernö
desde abajo: ¡Bienvee, si pareces un gatitooo!; la mezcla de frío y sudor
al alcanzar la cumbre; la tormenta que se nos venía encima y que Ernö
decidió sortear ante mi nerviosismo; la noche cayendo lenta pero inapelable
en lo alto del páramo; la ventisca que llevamos de espalda todo el descenso
y la lluvia mimosa que la sucedió; el racimo de luces a lo lejos, en el
valle, con su promesa de reposo; dos pequeños bocadillos para un hambre
muy grande; mi dolor en la ingle, tan considerado que esperó para molestar
hasta unas millas antes de alcanzar el pueblo; el río cuyo nombre mi amigo
se inventó y yo me creí; el bed & breakfast hallado casi a tientas;
salir a buscar cena y vino y hablar hasta la madrugada; la blancura encendida
por el primer sol desde el ventanal, una extensión nevada que había
ido evolucionando junto a nuestro sueño y en medio de la cual rumiaba un
hatillo de ovejas, indiferentes al nuevo mal que se cernía sobre ellas
y a nuestra alegría irresistible; el peregrinaje junto al río de
nombre apócrifo, hablar y andar, apenas sin descanso, andar y hablar, la
abadía en ruinas a lo lejos, la irresistible alegría.
Es imperdonable, lo sé, pero en una ocasión, en una nada más,
leí varias páginas de su diario; se lo había dejado olvidado
sobre la mesa de mi despacho, después de una visita, y no pude resistirme.
En mi defensa sólo puedo argüir que curioseé muy poco rato,
por la culpabilidad y el miedo a que volviera. Esto es lo que había escrito
en el espacio dedicado al domingo de nuestro regreso: Levantamos nuestra diminuta
felicidad en un aura de palabras delgadas como cristal; un viento algo más
fuerte, una palabra más alta, una insistencia, puede volcar toda la colección
de figuritas. Casi sucedió, casi se nos escurrió algún amuleto
de vidrio en los dos días de nuestro hiking, pero la suerte quiso que lo
atrapáramos al vuelo. Es poeta Ernö, y poeta publicado, en Hungría.
Hubo que pasar por la universidad para preparar las clases del lunes, aunque
era muy de noche. De vuelta a casa, bajo la lluvia, una rara melancolía
había asaltado todas nuestras defensas. Al día siguiente los noticiarios
no dejaban de hablar de la extensión de la glosopeda por el país.
Los mismos senderos que acabábamos de transitar estaban siendo cerrados.
El diario profanado de Ernö registraba aquella semana otro pensamiento pastoral:
El país confinado, prisionero de sí, arrestado sine die; lo mejor
de las islas negado a la visión humana, la belleza misma condenada, porque
sólo la visión humana la designa y la funda. Volví a la seducción
de las correcciones.
Guardo un recuerdo muy vivo de la última reunión de Departamento,
que trató de evaluación. Y no es por el desembarco de jerigonza
en columnas de acrónimos y latiguillos por lo que no se me olvida, sino
por una pregunta de apariencia inocente que, como anilina, tiñó
el aburrimiento de novedad. Alguien se interesó por el color en que otros
miembros del Departamento corregían y de allí surgió una
discusión muy dinámica en la que se razonó el anacronismo
del rojo frente a la inoperancia del negro o el azul, por ser los dos colores
habituales en que nuestros jóvenes escribían. Otro propuso la alternativa
verde, pero no hubo buena recepción del tono. El lila estuvo a punto de
triunfar, sobre todo ante la segura apología de una profesora especializada
en Estudios de Género. Y nadie ocultaba que aquello era un combate declarado
al rojo, el color con el que yo corrijo. Guerra al rojo, pensé, cruzada
franquista. Creo que a aquellas alturas del curso mis órganos de fonación
no reproducían ya los dictados de un cerebro sano, porque de ellos salió
este matiz: Beige. Y ante el silencio repetí: Beige, corregir en beige.
No hubo consenso al final, pero el rojo quedó proscrito. Por si las moscas,
me compré un bolígrafo púrpura.
A pocos días del final del curso un último lance vino a amenazar
aún más mi decaimiento. No habían pasado ni diez minutos
desde que empezara a hablar en clase una mañana cuando presentí
que la relación entre mi discurso y la expresión de las caras que
me contemplaban me alertaba de la proximidad de un peligro fatal. Para empezar,
oía mi propia voz en exceso y me llegaban borrosos algunos de sus ecos,
que en ningún caso se correspondían con las palabras exactas que
yo iba modulando, ni atropellaban a la voz, como sucede con la resonancia en una
plática que no se detiene, sino que procedían de un momento ilocalizable
del pasado reciente. Déjà vu lo llaman ellos, prestado de estos
otros de ahí arriba, la sensación de estar visitando una situación
que reclama haber ocurrido. Y eso, que en el siglo resulta intrigante, raro y
hasta gracioso, en la clausura del aula puede encarnar más riesgo que la
presencia del demonio meridiano. ¿Le estaba repitiendo una clase, punto por punto,
a un grupo que ya la había padecido? A partir de aquel momento la observación
atenta de las caras de los alumnos no hizo sino aumentar mi manía, todas
podían significar lo peor o lo de siempre, las que mostraban una pequeña
sonrisa, sarcasmo o quizás amabilidad idiosincrásica; otras, con
ceño, algo que podía ser tanto concentración como sospecha;
las expresiones despistadas, falta de interés, pero también aburrimiento
de la maestra que se repite. Desvié poco a poco la dirección de
lo ya expuesto y acabé la hora rendida, sin atreverme a preguntarles ni
a aquéllos con los que tenía más confianza. Aún hoy
no sé si mi sensación fue sólo el delirio de un espíritu
quebrantado o si realmente ofrecí un bis que nadie había pedido
y cada vez que evoco esa hora, sudo.
Empecé a despedirme de Deafenshire el mismo día en que reinauguré,
sin miedo ya, las correcciones con bolígrafo bermellón. Los cada
vez más escuetos comentarios, los subrayados desnudos que acompañaban
cada trabajo devuelto, coronado por triunfantes números rojos encapsulados
en rojos redondeles, más generosos que de costumbre, decían también
adiós, llamativamente adiós, Department of Spanish and Catalan at
Smallshade-upon-Eye, adiós, paladín de las culturas periféricas,
hasta la vista, la cansada y deslucida vista.
He vuelto a Toledo y conmigo la tesis, ella menos tocada que yo. Los médicos
españoles que me han examinado aducen causas fisiológicas para explicar
los daños en el ojo y los oídos, pero yo desconfío de esos
diagnósticos simplistas. Cada vez que ojeo un examen, cada vez que tengo
que evaluar una comprensión auditiva, los tentáculos veladores y
los hilos internos del dolor se activan en los dos órganos que menos deberían
fallarme en esos trances. El amigo magiar se fue a vivir a Londres. Yo creo que
se quedará allí, y que hará carrera, y brillante. Del accidente
en la mano me queda una punzada cuando cambia el tiempo, cosa que sucede un mínimo
de cuatro veces al año en Castilla, o cuando me paso enseñando,
lo cual me ocurre a menudo. El dedo primero vuelve a servirme para oponerse. La
palabra, apenas.
Hay algunas novedades en mi vida de emigrante retornada. Me han subido el sueldo
doce duros la hora y me invitan, en el mes de agosto, a desplazarme a trabajar
a un pueblo de la sierra donde la jefa ha emprendido un negocio. Para prevenir
cualquier asomo de queja, el mismo día del anuncio la patrona evangelizó:
Familia, somos un equipo empeñado en formarse, en no estancarse; tomad
esta nueva tarea como lo que es, un reto en vuestro desarrollo profesional, individual
y corporativo, que os interesa muchísimo y una misión que fortalecerá
vuestro compromiso con la empresa, nunca como un impuesto; los que no estén
interesados pueden declinar la propuesta, aquí hay confianza; ya hablaremos
en septiembre de cuál es su situación en esta casa.
Gimoteamos luego, en la sala de profesores, y al final estamos yendo todos,
sin excepción, a la aldea maldita. Claro que hay gente que está
mucho, pero mucho peor, no sé si he dicho ya que en Madrid tengo colegas
que cobran la hora a ochocientas, lo que me ha costado el kilo de boquerones que
va a caer a la sartén en cuanto me levante del ordenador.
Acaba de llegarme un correo electrónico. ¡De Craig! Si me vine sin despedirme
siquiera de él. Increíble. Cuenta que ha dejado Smallshade y que
en su nueva facultad han convocado una plaza que busca, calcado, mi perfil docente.
Ahora intenta persuadirme a enviarles el currículum. Pero qué le
pasa.
Lamescross se llama el sitio, dónde estará eso.
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