OTRO CANTAR

La inmensa fuerza de la canción proviene precisamente
de su capacidad para solicitar una percepción auditiva, verbal y visual
plena, en un lapso limitado y para dar la ilusión de un espectáculo
total. Serge Salaün
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José Javier León
No han sido elegidas
al azar ni son el resultado de una encuesta. Antes bien, un propósito establecido,
el gusto de quien escribe, la alta consideración de buena parte de los
críticos españoles y, por último, el favor del público,
han ejercido de jurado en el certamen. Hablamos de dos novelas y dos películas
editadas o estrenadas en España recientemente, un par español, el
otro estadounidense. Cuatro obras sincrónicas que comparten algunos atributos:
de un lado, registran tendencias significativas, estéticas y anímicas,
de nuestro tiempo; del otro, en todas ellas aparece como mínimo una canción
asimismo significativa, que en algunos casos se constituye en clímax,
en otros en leitmotiv, incluso en clave de la trama y que, al conmover,
inclina al cuerpo a moverse.
La mancha humana es el tercer libro de una trilogía sobre
la sociedad norteamericana del siglo XX que ha escrito el novelista de Nueva Jersey
Philip Roth (1). Con su tono de repulsa sosegada, más
eficaz que el de la más violenta de las invectivas, dirige esta vez Roth
su saeta a lo que él mismo llama "la pasión general más
antigua de Estados Unidos, e históricamente tal vez su placer más
traicionero y subversivo: el éxtasis de la mojigatería", un
delirio que ha cristalizado en la última caza de brujas desatada en aquel
subcontinente contra todo el que ose enfrentarse, ya por desliz, ya aposta, al
totalitarismo de aire libertador del fin de siglo, la corrección política.
Coleman Silk, catedrático de lenguas clásicas y decano de
la universidad de Athena, un excelente profesor con un oscuro secreto vital que
se desvela antes de la mitad del libro, será el blanco de los "inevitables
evangelistas de las costumbres", y la novela, la reseña de la edificación
de una vida y una carrera y de su declive a partir de una frase dicha en clase.
Pero además de las inquietantes penetraciones que se desmenuzan en sus
páginas hasta hacernos sentir insurgentes de sofá, con igual sutileza
La mancha humana distribuye remansos. Silk escucha todos los sábados
por la noche un programa de radio de seis horas de duración que, como enorme
pausa en la programación habitual de música clásica de la
emisora, difunde melodías de consumo de los años cuarenta. Música
de orquesta durante la primera parte, jazz para la noche. Allí suenan las
canciones que aquel hombre solía escuchar después de la Guerra,
swings que le hacen revivir bailes adolescentes con chicas que hoy han muerto
o son viejas como él y que le conducen muchas veces a acabar girando solo
en el porche de su casa. Al narrar la cita semanal que Silk mantiene con sus recuerdos
por mediación de las lejanas baladas, Roth pone en boca del ex-decano una
de esas entonadas verdades sobre las pequeñas pero omnipresentes canciones
de masas que pocos individuos cultos se atreven a expresar: "Me dijo que
era curioso, pero la música seria que había escuchado durante toda
su vida adulta no le había emocionado jamás como lo hacía
aquella vieja música de swing: ‘Cuanto hay de estoico en mi interior se
relaja y el deseo de no morir, de no morir jamás, es casi demasiado intenso
para soportarlo’, me explicó. ‘Y esto sucede tan sólo por escuchar
a Vaughn Monroe’".
Una de esas noches de sábado en la que el escritor Nathan Zuckerman,
vecino y confidente del filólogo Silk, aparte de narrador subjetivo de
la historia, visita a su amigo, Roth aprovecha para agasajarnos con una de las
escenas de baile más impagables que se hayan escrito, la que tiene lugar
entre el defenestrado decano de setenta y un años y su visitante, no mucho
más joven que él. Para ese retorno a un motivo literario que cuenta
con ilustres precedentes Roth escogió a dos hombres heterosexuales, asumiendo
un riesgo del que podría haber salido maltrecho, pero que él logra
virar en hallazgo. El fox-trot que suena para el baile, interpretado por Frank
Sinatra, es un estándar delicioso: Bewitched, Bothered And Bewildered.
Se oye de improviso en la radio, Coleman invita a Nathan a bailarlo y él
acepta el abrazo "no del todo burlón" de la danza. Nathan apoya
la mano en la espalda desnuda y cálida de su amigo y al dejarse guiar por
el suelo de piedra siente la molicie y la dicha de estar en el mundo. "Al
bailar conmigo –dirá más tarde–, Coleman Silk me devolvió
a la vida".
Soldados de Salamina, nuestra segunda novela escogida, está
atravesada por un pasodoble que desempeña en la trama un papel cardinal
(2). Al final de la Guerra Civil las tropas republicanas
en retirada hacia los Pirineos retienen a un grupo de presos franquistas en una
improvisada prisión, en el santuario del Collell, cerca de Gerona. Allí
está confinado Rafael Sánchez Mazas, escritor de cierto renombre,
ideólogo de Falange Española e íntimo de José Antonio.
Hay también en el campo de concentración un soldado republicano,
un vigilante que, mientras los presos pasean por el jardín, tararea o entona,
sentado en un banco, canciones de moda. Una tarde ese soldado se pone a cantar
en alta voz Suspiros de España: "Quiso Dios, con su poder,
/ fundir cuatro rayitos de sol / y hacer con ellos una mujer..." Luego, abrazando
delicadamente un fusil, con los labios y los ojos cerrados en una sonrisa, se
incorpora y empieza a bailar, de manera impecable, el pasodoble. Todos, presidiarios
y milicianos, lo miran en silencio, atónitos, tristes o guasones. Días
después alguien ha dado la orden de fusilar en masa a los rehenes, pero
Sánchez Mazas se escapará de la masacre y conseguirá sobrevivir
gracias, primero, a la suerte de unas balas elusivas, después a sus piernas
y, por fin, a que el soldado de Líster que lo encuentra oculto en el bosque
ni le dispara ni lo delata.
En
sus pesquisas por dar con aquel hombre, el Javier Cercas protagonista del relato
que el Javier Cercas novelista escribe conoce a Miralles, un viejo miliciano español
que vive en una residencia para ancianos de Dijon, soldado, con dieciocho años,
de la Primera Brigada Mixta, a cuyo mando estaba Líster, y luego de la
Legión Extranjera, a las órdenes de Leclerc, esto es, del puñado
de hombres insumisos a Vichy que mantenía alzada en el Norte de África
la bandera de la Francia libre: un hombre que había pasado siete años
seguidos peleando sin pausa y que tenía el cuerpo lleno de cicatrices.
Miralles también había estado en Collell a finales de enero de 1939.
Miralles bailaba muy bien pasodobles. A Miralles le gustaba Suspiros de España.
¿Era aquel veterano guerrero de las causas más nobles el salvador de Sánchez
Mazas, uno de los responsables máximos del estallido de una sublevación
contra cuyo éxito tantos jóvenes como Miralles habían entregado
su juventud y perdido una guerra?
Al despedirse de él, Cercas, convencido de que ha encontrado a su
hombre y conmovido por la fuerza de su carácter y su presencia, le promete
volver. Entonces Miralles le pide un favor: "Hace muchos años que
no abrazo a nadie". Y antes de entrar en el taxi que lo espera el novelista
se deja estrechar por sus enormes brazos de titán anciano, como si fueran
a bailar en tierra extraña un pasodoble triste, uno que ahogara los suspiros
de dos vidas españolas, tal vez malogradas, tal vez heroicas.
Hablar de Pedro Almodóvar y de canciones es mentar un tándem
ingénito. De su primera a su última película es la suya la
historia de un idilio con la canción popular urbana que ha alcanzado sus
momentos más elevados en Laberinto de pasiones, La ley del deseo
y La flor de mi secreto, filmes donde el uso del discurso cantado se añade
al conjunto de rasgos que configuran lo que se puede reconocer como almodovariano
(3). El olfato de este hombre para dar con una estrofa y
ajustarla a una imagen o para poner al servicio de una frase musical vocalizada
encuadres que impresionen la retina es grande, baste recordar secuencias cinematográficas
como las marcadas por el Lo dudo que punteaban Los Panchos en La ley
del deseo, la de la manifestación de estudiantes de medicina en La
flor de mi secreto, con el plano de las octavillas cayendo de las alturas
al tiempo que Bola de Nieve se arrancaba al piano con Ay, amor o la resurrección,
en versión verdaderamente primorosa e imágenes de exuberancia contenida,
del Piensa en mí de Agustín Lara para Tacones Lejanos.
Durante todos estos años Almodóvar ha llevado al gran público
una comedia y un melodrama rociados siempre de canciones, bien procedentes del
elenco más dramático, con autores e intérpretes minoritarios,
por raros u olvidados, que él ha vuelto populares (el único estatuto
válido en la cultura de masas es la moda, y su fugacidad el título
preliminar), bien eligiendo entre los alistados en la brigada ligera: petardadas
un poco gamberras, canciones frívolas y divertidas, pasajeros éxitos
musicales tan revoltosos como lozanos. Son los casos del mencionado Bola, de La
Lupe, Mina, Chavela Vargas, Olga Guillot o Miguel de Molina, en el primer grupo,
de Monna Bell, La Niña de Antequera, el Dúo Dinámico o el
no menos dinámico dúo Almodóvar / McNamara, en el segundo.
En su último filme (4), tal vez el más
apreciado por la crítica nacional hasta la fecha (la internacional se le
entregó hace tiempo, sin mucho recato), una de las escenas más discutidas
ha tenido como centro, precisamente, a un hombre tocando una guitarra y cantando,
Caetano Veloso, quien en una especie de fiesta privada interpreta su personalísima
versión del huapango de Tomás Méndez Sosa Cucurrucucú
paloma ante un público que mezcla a extras con actores y músicos
famosos en pequeños papeles de cameo. La idea de la inclusión de
esa canción en Hable con ella la revela el propio cineasta en su
página web. Cuenta que, durante la campaña de promoción de
La flor de mi secreto, estresado por la sucesión de compromisos
sociales y jet-lags, el cineasta aceptó una invitación de
Veloso en su casa de Río de Janeiro: "Caetano acababa de actuar en
Sao Paulo, había grabado el concierto que se convertiría en Fina
estampa ao vivo, nos puso como curiosidad su versión (es una reinvención
más que una versión) de Cucurrucucú paloma y de repente
todos mis males desaparecieron. Desde ese momento deseé incluir la canción
en alguna de mis películas. Ése es otro sueño que se ha cumplido,
en Hable con ella el propio Caetano la canta en vivo, acompañado
por el maestro Morelembaun. Al no poder traerse la orquesta entera, la versión
que aparece en la película resulta todavía más estilizada,
más desgarradora y más íntima que la que hizo en Sao Paulo"
(5)
La adaptación que hace Veloso es tan heterodoxa como, en efecto,
emocionante, pero su concreción escénica, en ese lugar preciso de
la cinta, la hace aparecer forzada y chirriar. La que quisiera ser la canción
de Hable con ella, yerra en su aspiración, y a la postre resulta
descontextualizada, incluso cursi. En cambio, una secuencia muy anterior, la de
la primera corrida de toros, sí da fe de la habitual buena fortuna de este
inventor de imágenes en sus encuentros con el mundo canoro. Mientras Lydia
torea nosotros oímos las palabras y la música de Por toda a minha
vida, de Vinícius de Moraes y Tom Jobim, en la voz de manzana verde
glaseada de Elis Regina; ahí están, expresados con recursos audiovisuales,
el baile grave del toreo, su ralentización y su imposible abrazo –el ideal
de la lidia, la máxima y más templada intimidad, es uno al que,
contradictoriamente, nadie se puede entregar sin inmolarse–, que al final se realizará
de manera nefasta.
Hacia el desenlace de la historia, durante la última visita que
Marco le hace en la cárcel a su amigo Benigno, se habla de otro abrazo
irrealizable. Los dos están en el locutorio, aislados por un cristal, conferenciando
por un circuito cerrado de telefonía. Benigno habla taciturno, casi abatido:
"Me gustaría poder darte un abrazo. Pero para darte un abrazo tendría
que pedir un vis à vis. Y lo he tanteado ¿sabes? Me han preguntado que
si eras mi novio. No me he atrevido a decir que sí, por si a ti te molestaba
(...) He abrazado a muy pocas personas en mi vida". La concomitancia con
otra urgencia, la del Miralles de Soldados de Salamina, estremece, como
estremecen el ansia por un abrazo que no puede darse o el deseo de bailar con
algo más orgánico que un fusil o una escoba.
De los cuatro muleros que van al río de la canción popular,
el de la mula torda es Almodóvar, pero es Lynch el que se lleva el gato
al agua. El idilio musical de David Lynch se llama Angelo Badalamenti, compositor
ítalo-norteamericano con el que mantiene un fructífero maridaje
artístico; él es el autor de sus bandas sonoras y el compositor
de las baladas cuyas letras escribe Lynch (todas las de la serie de televisión
Twin Peaks tenían a esta pareja por autores). Pero aparte de esa
relación de naturaleza fiel que ha dado al mundo de la música incidental
partituras admirables, Lynch aloja repetidamente en sus películas, entre
la dedicatoria y la ironía, canciones ajenas, éxitos provenientes
de los cincuenta y los primeros sesenta, y a algunas les concede rango de cifra,
real o ilusoria. Así, Blue Velvet está indisolublemente unida
a la película del mismo nombre, Love Me Tender a Wild At Heart,
In Heaven a Eraser Head, Falling a Twin Peaks y Llorando
a Mulholland Dr.
Con esta última (6), David Lynch ha vuelto
a sus antiguos dominios, después de la mudanza expresiva y temática
que supuso su anterior trabajo, The Straight Story. El laberinto lyncheano
de pistas que conducen a un callejón sin salida y otras que parecen llevarnos
a puertos de sentido, pan nuestro de cada secuencia en Twin Peaks o Lost
Highway (7), regresa, apabullante y espléndido.
La acumulación magnetiza, la tensión aumenta con el metraje, el
enigma, cuando parece resolverse, se agranda y la acción progresa hasta
su punto de inflexión, el momento en que Rita y Betty, las protagonistas,
entran en un club de ilusionismo, el club Silencio, y una mujer canta a capella
Llorando, versión abolerada del Crying de Roy Orbison. La
intensidad y el virtuosismo, incluso la desmesura de esa interpretación
impactan a éste y aquel lado de la pantalla. Betty y Rita lloran estrechadas
y el espectador tiene la impresión de que la luz va por fin a caer sobre
los misterios, y no anda del todo descaminado: aun cuando no cobren sentido los
sigilos, hay algo que se enciende e ilumina, y esto es la canción misma,
que alcanza rango de espectáculo integral, lo logran Rebekah del Río,
su intérprete, una puesta en escena portentosa y la elección del
momento idóneo para su epifanía.
Pudo parecer, durante los tres minutos y medio que duró la sesión
musical, que el director había elegido ese número para que sirviera
de piedra angular del filme y de solución a sus muchos meandros. Como en
el ilusionismo, eso es más una verdad falsa que una mentira verdadera.
El propio Lynch, menos verboso que Almodóvar, lo aclara en una entrevista
concedida al periódico francés Libération: "El
agente de Rebekah del Río nos contactó y ella vino a vernos a la
hora del desayuno. Se instaló en el estudio y cantó a capella, en
español, Crying, una canción de Roy Orbison. Le pedí
entonces que interviniera en la película, y canta exactamente lo mismo"
(8). Los espectadores que, prendidos de la garra de la Llorona
de Los Ángeles y de la sorpresa de su tema adaptado, se compraron al día
siguiente la banda sonora de la película, o los estudiantes de arte dramático
que se obsesionaron con el episodio hasta querer emularlo en sus clases de interpretación,
no habían sido víctimas de un estudio de mercado sino de un golpe
de efecto extraordinario, detrás del cual estaban la casualidad cazada
al vuelo, el olfato para el momento fílmico y el gusto de David Lynch.
La coincidencia con lo que acontecía en la cinta española y la canción
de Veloso resulta llamativa: en ambos casos se trata de un estímulo que
proviene de la periferia del proceso creativo y que incita al autor hasta decidir
calzarlo en su obra, aunque con diferentes resultados.
Ocurre algo muy similar en nuestro ámbito didáctico de decisión
con las canciones que usufructuamos. Surge una, nos gusta, nos persuade con la
autonomía de su atractivo de ser expuesta a oídos extranjeros, sacamos
entonces la letra, la grabamos y la hacemos sonar a palo seco o con un ejercicio
y entonces pueden ocurrir, entre muchas cosas, sobre todo dos: que funcione o
que no. Si falla, artículos avizores y pedagogos mal encarados nos soltarán
desde su acotación a pie de página: Ya te lo había dicho
yo, el profesor no debe seleccionar las canciones basándose en el criterio
de su gusto personal. Uno, descalabrado y un poco necesitado de abrigo y guía,
se pregunta entonces: ¿Quién ha de emitir, pues, el juicio estético
decisivo, el director del Coro Nacional? Un caballero afable, por cierto, aunque
no creemos que inclinado a intervenir en la disputa.
Para muchos expertos, la decisión sobre el uso de canciones en nuestros
auditorios no debe ser unilateral, sino concertada. A fin de prevenir el riesgo
frecuente del fracaso del material canoro por razones de gusto privado, existen
propuestas cuyo signo es la necesidad de un pacto entre y con nuestros alumnos.
Con esa fórmula, ellos se ejercitan en la negociación y votación
de listas (en las cuales Ricky Martin y Enrique Iglesias ocuparán las crestas)
y en la elección de representantes que las proclamen, todos objetivos muy
comunicativos y políticos, y nosotros, en especial los profesionales de
perfil, digamos, neutral, o aquéllos a quienes el brote de la especulación
y la disputa les dé picores, practicamos el consenso a toda costa y prevenimos
conflictos futuros. De gustibus et coloribus non est disputandum, que decían
los escolásticos medievales.
Lo que uno se pregunta es qué se aprende, sobre canción,
con estas técnicas asambleístas. Un pacto entre nosotros, tutores
informados, y nuestros alumnos, que en principio desconocen el corpus tradicional
y moderno de canción en español, dará como resultado un compromiso
desequilibrado, mientras que un pacto entre sólo ellos no irá mucho
más allá del recuento de los últimos cinco éxitos
oídos en el bar de copas. Y es que una cosa, legítima y deseable,
es recoger las propuestas de los estudiantes e incorporarlas al programa, y otra,
estupefaciente, hacerles responsables de un material que conocen sólo de
modo parcial cuando no lo ignoran por completo: el del curso que les impartimos.
En una entrevista a Álvaro Siza publicada este verano el arquitecto
portugués valoraba las votaciones de la ciudadanía neoyorquina sobre
el futuro de la llamada zona cero; éste era su dictamen: "La injerencia
de la democracia es mejor que la injerencia de la dictadura. Sin embargo, no hay
que olvidar que las decisiones las deben tomar las personas con los conocimientos
suficientes para hacerlo. De todas formas, y así se hace habitualmente,
todos los proyectos tienen una fase en la que la gente puede opinar sobre ellos
y siempre es conveniente tener estas opiniones en consideración, aunque
no deben ser vinculantes" (9). Todo apunta a que en
nuestro terreno, las personas con los conocimientos suficientes para tomar decisiones
respecto de lo que tiene trascendencia o interés y lo que no, somos los
profesores. La canción, no sólo la de consumo, ya ha sido rectificada
por las masas –sólo nos llegan, por desgracia, las que ha aceptado una
mayoría; las que no, se quedan en los anaqueles pre-desintegración
de las casas discográficas o en un rincón del alma–, por lo que
una nueva consulta popular llevaría a la amenaza de la consulta infinita.
Democracia y conocimiento no son universos enfrentados, pero no deberíamos
olvidar que pertenecen a esferas sociológicas dispares, la política
y la educación, y que su apareamiento ha alumbrado engendros.
Es
cosa indudable en los casos de Almodóvar y Lynch y más que probable
en los de Roth y Cercas: les gustaban, y mucho, las canciones que habían
elegido. Y es evidente que, amén de esa simpatía, en la decisión
de incluirlas en sus bandas sonoras o entre sus páginas hubo un propósito,
bien anterior, bien sobrevenido: simbólico, significativo, revelador, de
hilo de la historia, de clave o solución de misterios, catártico...,
que funcionó en todos los casos menos en uno. Sin embargo, lo que pifió
en la secuencia de la velada velosiana no fue la tonada misma, que se escucha
con placer en soporte de audio si uno gusta de los experimentos que realiza el
músico de Bahía sobre el viejo cancionero popular hispanoamericano,
sino su puesta en escena. El paralelismo con lo que nos ocurría en clase
está hora despejado: la clave del logro, como en los ejemplos artísticos
invocados, no reside en que el autor, o el profesor, elija canciones acordes o
no con su gusto íntimo –hay pocas cosas peores para el éxito de
una clase que la falta de identificación, el desafecto o el rechazo del
profesor ante su material– sino en que les suministre un contexto, les dé
sentido, o en que ellas se conviertan en donadoras de sentido con respecto a un
todo: la hora de clase; en que provea un buen ejercicio de comprensión
bien secuenciado y, por descontado, en que las canciones sean buenas y las versiones
sean buenas. Acaban de saltar todas las alarmas. Ha surgido, como de la cripta,
un principio intolerable en nuestra esfera teórica de principios moles,
el criterio de calidad, tan desprestigiado: doctores tiene la ciencia que defienden
que ése ha de ser un desvelo menor a la hora de seleccionar nuestro utillaje.
Hay un tercer lugar común, resuelto en mandamiento de la Didáctica,
sobre el empleo de canciones en el aula de español como lengua segunda:
No incluirás en tu currículo canciones-golosina, minutos musicales
que supongan "una mera ocasión festiva" o el relleno de un hueco
de contenido en clase. La apariencia de sensatez de este precepto esconde, como
el sexto de los inscritos en las tablas de Moisés, un ánimo absolutamente
aguafiestas. ¿Por qué no, después de una mañana plagada de
oraciones condicionales, una canción bagatela? ¿Qué hay de malo
en refrescar, endulzar o alegrar el rato con un confite? Hay canciones que, de
por sí, son eso, golosinas: frescas, dulces, breves, jubilosas. Las de
la brigada ligera de Almodóvar, por ejemplo. Muchos de nosotros, cuando
estamos bajos de ánimo, ponemos en nuestro aparato de música pequeñas
drogas risueñas que sabemos que funcionan. Pero ya se proclama una ley
antidopaje que nos prohíbe que lo hagamos en compañía de
otros, menores a veces. Ya manda algún consejero que apartemos de nuestros
códigos formativos la chispa y la levedad. Y, sin embargo, está
dentro de su misma esencia que la canción sirva para divertir o dar un
respiro. Que tire la primera piedra quien nunca haya cometido esa falta venial.
Que levante la mano quien prometa no volver a hacerlo. Una vez más, sólo
hay que distinguir qué golosina administrar y cuándo, para lo cual
se necesita, en primer lugar, clasificarlas: por su vocabulario, por su representatividad
o su interés sociológico, o por su grado de dificultad gramatical,
y acompañarlas con breve prospecto; sobre todo son importantes una informada
presentación del profesor y algún pequeño ejercicio para
su aprovechamiento.
Hasta ahora música y canción han sido instrumentos considerados
como quizá útiles, aunque no los más adecuados, para
el aprendizaje de una lengua. Dave Allan identifica hasta 20 objetivos lingüísticos
que pueden ser alcanzados por medio de canciones (10) y Manuela
Gil sostiene que "por tratarse de un estímulo auditivo, sería
obvio clasificar las actividades con canciones y música en la clase de
lengua en el apartado de desarrollo de la habilidad de la comprensión auditiva"
(11). Parece lógico que las canciones puedan ser un
medio para trabajar las destrezas lingüísticas relacionadas con lo
oral y lo acústico, sin embargo algunos tenemos nuestras dudas sobre el
hecho de que la exposición a ellas en el aula ayude significativamente
a mejorar la competencia comunicativa. Para tales objetivos encontraremos siempre
materiales más propios, los que tengan que ver con la producción
oral natural, no cantada. No estamos diciendo con esto que renunciemos a la aportación
que puedan realizar las canciones en la consecución de objetivos lingüísticos,
pero sí que ésta no debe ser ni la única ni la principal
intención. Sería desaprovecharlas enormemente. Algo así como
estar en el Rijksmuseum ante La Ronda Nocturna de Rembrandt impartiendo
una lección sobre marquetería. Nos parece que si la canción
asiste en la adquisición de una lengua o en el desarrollo de alguna destreza
el camino preferente es otro, y es la misma Gil Toresano quien lo apunta en un
lugar diferente de aquel trabajo: tiene que ver con "el mecanismo mental
y aparentemente innato de ejercitación y memorización de la lengua"
(12) que ha descrito Tim Murphey a partir de teorías
de Piaget y Chomsky esgrimidas por Krashen y Chapman Parr (13).
Un argumento que, indirectamente, vendría a respaldar nuestro interés
en propugnar un cambio de rumbo que apueste por la consideración de la
canción como recurso didáctico desde una perspectiva mucho más
relacionada con su propia naturaleza: como objeto cultural y vehículo de
cultura.
Están dondequiera que estés. En la película que vas
a ver este fin de semana y la novela que estás leyendo, machaconamente
en la radio y la televisión, en tiendas, bares y medios de transporte;
pueblan, cuando no invaden, nuestra vida, con la fuerza que les otorga su naturaleza
anfibia, cultural y mercantil a la vez. El más cotidiano de los objetos
de consumo cotidiano, llamó el sociólogo francés Edgar Morin
a la canción (14). La necesaria ración de estética
de la inmensa mayoría; test de psicología colectiva y del temple
sentimental popular de cada época, ha añadido Vázquez Montalbán
(15). Los temas universales: el amor, Dios, la muerte, la
angustia, el deseo, viven en ellas tal vez no con mayor excelencia pero sí
con más vigor que en su hermana de sangre, la minoritaria poesía,
a la que tantas veces ha sacado de los anaqueles, le ha limpiado el polvo y la
ha aireado, honrándola con una acogida de banda de música. Su difusión
y transformación en fenómeno de masas ha hecho de ella un objeto
cultural preferente cuyo análisis resulta imprescindible para entender
aspectos fundamentales de la cultura, la lengua y la sociedad de nuestra época
y, en especial, de la relación de naturaleza dialéctica, incesante,
complicada y permeable, entre cultura popular y alta cultura. Desde la crítica
académica ha habido esfuerzos loables de aproximación, y el del
profesor Serge Salaün, con su libro sobre el cuplé (16),
se cuenta entre los eminentes, sin embargo la tónica general es de rechazo.
El cine emprendió no hace tanto la misma travesía del desierto,
porque tenía que hacerse perdonar su baja cuna antes de presentarse purgado
a las beatas puertas del Paraninfo, y es la suya una amistad que data de los orígenes:
El cantor de jazz (The Jazz Singer, Alan Crosland, 1927), la primera película
hablada, fue, sobre todo, una película cantada. Desde aquel día,
la lealtad entre ambos géneros de la cultura de masas no ha hecho sino
crecer, por eso es que en el cine las canciones encuentran acomodo fácil,
sin necesidad de fraguar coartadas.
El
corpus de canción en español (España, África e Hispanoamérica)
es enorme. Su calidad muy alta si se sabe distinguir. El cuidado de las letras,
palmario en muchas de sus manifestaciones. La única competencia verdadera
la constituye el mercado anglosajón: podemos sostener sin temor a resultar
dramáticos que somos la segunda potencia cantora de Occidente. Son, además,
las canciones, parte fundamental de nuestra memoria sentimental. Sólo los
olores, los sabores o las fotografías tienen tan alto poder de evocación.
Al trabajar con ellas inauguramos en la memoria de nuestros alumnos una sentimentalidad
novicia y, en un ejercicio de nostalgia anticipada, surtimos al estudiante futuros
recuerdos asociados con nuestra lengua y nuestra cultura. El poder de lo que es
capaz de desencadenar ese proceso es inconmensurable.
Woody Guthrie afirmaba saber más sobre la gente del mundo entero
y sus problemas por las canciones que le había oído cantar que por
todas las palabras que le había oído decir en su lengua nativa.
Tampoco él exageraba. La canción toda, elitista y de masas, rural
y urbana, alienante o liberadora, pasada y por venir es, no nos cabe duda, uno
de los más capacitados instrumentos de acceso a la cultura de un país.
En ese convencimiento nos importa significar que, aparte de servirnos de ella
como medio, ha llegado el momento de considerarla un fin en sí misma. Entre
esos dos polos hallaremos, además, múltiples gradaciones, y esa
nueva perspectiva será la que nos permita ampliar no sólo la capacidad
comunicativa sino también la competencia cultural e intelectual del estudiante,
hacerle reflexionar sobre el valor de un material tan rico, tanto en su propia
cultura como en la cultura a la que accede, acercarlo sin violencia (aprovechando
que la música forma parte substancial de su vida cotidiana) al comentario
de textos poéticos, fundar una memoria afectiva asociada a la palabra musical,
ilustrar y analizar episodios de importancia histórica o social y dar pie
a argumentar sobre ellos, aprender sobre la psicología colectiva de una
comunidad de hablantes en un momento temporal dado y vislumbrar las tendencias
estéticas de las masas. Pocos instrumentos hay como la canción para
alcanzar el viejo, clásico objetivo de enseñar deleitando.
El cantar que nos conmueve, nos mueve: el soldado con el fusil, el profesor
malquisto abrazado a su amigo, la música callada del toreo esbozando una
danza, el público que escucha en un teatro dejándose estremecer
y decidiendo que ya lo ha entendido todo. Pues que todo, hayamos entendido o no,
está en el canto, la vida entera cabe en él: cantar es existir,
nos dice Rilke.
Vuelve por sus fueros la canción, y en vez de dejarnos llevar por
ella, nos resistimos e inventamos estratagemas con aspecto de estrategias para
legitimarla, cuando ella, con sólo marcar cuatro compases, obliga. Como
si temiésemos que el piso de las aulas se nos convierta en pista de baile.
Qué más quisiéramos.
Ver ejercicios complementarios >>
1.- ROTH, P., The Human Stain, New York:Vintage International,
2001. La mancha humana, Madrid. Alfaguara, 2002.
2.- CERCAS, J., Soldados de Salamina, Barcelona. Tusquets, 2001.
3.- LEÓN, J.J., "El ingenioso cineasta de la Mancha",
en Artes y Letras, Diario Ideal/Fundación Caja de Granada, 18 de noviembre
de 1995.
4.- ALMODÓVAR, P., Hable con ella, España, 2002.
5.- Página web oficial de Pedro Almodóvar: http://www.clubcultura.com/clubcine/clubcineastas/almodovar/
6.- LYNCH, D., Mulholland Dr., Francia-EE.UU., 2001.
7.- Por orden de aparición, las películas mencionadas
se estrenaron en España con los títulos siguientes: Terciopelo azul,
Corazón salvaje, Cabeza borradora, Twin Peaks, Mulholland Drive, Una historia
verdadera y Carretera perdida.
8.- Declaraciones de David Lynch a Elizabeth Lebovici y Didier
Péron en Libération, 3 de enero de 2001. Citado en Dirigido por...,
nº 308, enero de 2002.
9.- MOLINA, M., "Las opiniones de la gente sobre los proyectos
no deben ser vinculantes" (Entrevista a Álvaro Siza), en El País,
20 de julio de 2002.
10.- ALLAN, D., "Using songs in the communicative classroom",
en Greta, vol. 6, nº 2, 1998.
11.- GIL TORESANO, M., "El uso de las canciones y la música
en el desarrollo de la destreza de comprensión auditiva en el aula de E/LE",
en Carabela, nº 49, SGEL, 2001.
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14.- MORIN, E., "On ne connait pas la chanson", en
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