De los vizcaínos a los arlotesSobre el empleo
humorístico del español hablado por los vascos
Jorge Echagüe Burgos*
La mala lengua castellana y peor vizcaína –por usar la famosa expresión
de Cervantes– fue en los siglos XVI y XVII uno de los recursos cómicos
más efectivos de dramaturgos y escritores, con insospechadas derivaciones
hasta bien entrado el siglo XX.
Entre la masa de espectadores anónimos que en las décadas
centrales del siglo XVI vieron representar los pasos y comedias de Lope de Rueda
se encontraba un joven Miguel de Cervantes, quien con el paso del tiempo también
ensayaría ambos géneros, aunque sin demasiado éxito de público,
como es bien sabido. No obstante, en el importante documento que el escritor nos
dejó acerca de aquel teatro castellano visto en su mocedad dejó
bien perfilados algunos de los personajes-tipo que aparecían tan a menudo
en aquellas obras:
...aderezábanlas y dilatábanlas [las comedias]
con dos o tres entremeses, ya de negra, ya de rufíán, ya de bobo
y ya de vizcaíno, que todas estas figuras y otras muchas hacía el
tal Lope con la mayor excelencia y propiedad...
Y
es que, en efecto, el vizcaíno (palabra que en la época designaba
a cualquier persona de habla vasca, independientemente de que fuese natural del
señorío de Vizcaya o no) era uno de los personajes-tipo más
habituales del teatro cómico del siglo XVI, una figura, por usar
el término cervantino, en la que confluían distintos rasgos, eminentemente
burlescos, en una especie de extraño cruce entre el miles gloriosus
o soldado fanfarrón y el servus o criado pícaro de las comedias
de Plauto pero, por encima de todo, dotado de la comicidad que proporciona a cualquiera
la incapacidad para manejar correctamente aquel idioma que es el de los espectadores
y que, por tanto, es lo corriente y normal frente a hablas ajenas caracterizadas
siempre como bárbaras en el sentido más originario del término:
las de aquellos que ni siquiera hablan, sino que farfullan y tartamudean1.
Exactamente como los arqueros escitas –los policías de la Atenas del siglo
V a.C.– gustosamente introducidos por Aristófanes en sus comedias, siempre
caracterizados por un griego tosco y solecista.
A pesar de la mención de Cervantes, entre las obras
conservadas de Lope de Rueda no aparece ningún vizcaíno,
pero no es nada improbable que el viejo maestro hubiese recurrido a este recurso
en alguna pieza perdida, y de hecho en La generosa paliza (título
que dio a este paso Moratín) echó mano de un gascón de nombre
Peyrutón, que efectivamente se expresa en un extraño gascón
trabucado de catalán.
El vizcaíno
era uno de los personajes-tipo del teatro cómico del
siglo XVI |
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Este Peyrutón no sólo nos acerca al personaje
del vizcaíno por razón de la vecindad geográfica entre
vascos y gascones, sino que además su mero nombre recuerda muy de cerca
el que casi siempre llevan los vizcaínos de las comedias: Perucho2.
No obstante, el personaje del vizcaíno no fue inventado por Lope
de Rueda, puesto que hace su primera entrada en escena en la comedia Tinelaria
(1517) de Torres Naharro, y ya con el nombre de Perucho reaparece en la
Tercera parte de la tragicomedia Celestina (1536) de Gaspar Gómez,
así como en la Comedia Rosabella (1550) de Martín de Santander,
autor éste que ya nos pone en los años de máxima actividad
de Lope de Rueda3. Y como confirmando las palabras de Cervantes,
en la portada de la última de esas obras se anuncia que los dos criados
de la comedia son "el uno un vizcaíno y el otro un negro". Cómo
no recordar además que el propio Cervantes echó mano en dos ocasiones
del vizcaíno con propósitos burlescos: la primera en el entremés
que se llama precisamente El vizcaíno fingido (donde el protagonista
se hace pasar por tal aunque no lo sea) y sobre todo en el personaje del hidalgo
Sancho de Azpeitia de la primera parte del Quijote, que es en cierto modo
el ejemplo más famoso, ya casi arquetípico, de la figura del vizcaíno
en la literatura española del Siglo de Oro.
Vascos y vizcaínos en el siglo XVI
La
situación política, institucional y social del País Vasco
era de una gran complejidad en estos comienzos de la Edad Moderna. Por una parte,
los tres territorios que ya entonces eran conocidos como vascongados,
las dos provincias de Guipúzcoa y Álava y el señorío
de Vizcaya aparecen vinculados a la corona castellana mediante un intrincado sistema
foral que se redacta justamente en esa época (Fuero Viejo de 1452 y Fuero
Nuevo de 1526 para Vizcaya, Cuaderno de la Hermandad para Guipúzcoa en
1463, etcétera). Se trata de una situación ambigua, que vincula
las tres provincias a la persona del rey, pero manteniendo importantísimas
prerrogativas que les dan una apariencia de pequeñas repúblicas
patricias. Era, en suma, el sistema foral clásico que sería barrido
con la famosa ley del 21 de julio de 1876, tras la segunda Guerra Carlista.
Al otro lado del Bidasoa encontramos algo parecido, pues los
vizcondados de Lapurdi y Zuberoa redactan sus coutumes en los primeros
decenios del siglo XVI, convirtiéndose pronto en Pays d’Election o
territorios con asamblea propia, hasta que la Revolución de 1789 acabe
con cualquier rastro de descentralización en Francia.
Más peculiar era la situación del reino de Navarra
(entonces mayoritariamente de habla vasca, pues el límite entre el vasco
y el romance quedaba por debajo de la línea entre Estella y Lumbier), ya
que mantuvo su independencia hasta la conquista de 1512 por Fernando el Católico.
A partir de entonces se sostiene una ficción jurídica
que hace aparecer a Navarra como reino propio y de por sí, aunque
en la práctica pasa a ser un territorio foral bastante similar a las tres
provincias vascongadas. Por lo demás, la conquista provocó la partición
del territorio, ya que la dinastía despojada de los Albret-Foix mantuvo
su dominio sobre la Tierra de Ultrapuertos (hoy Baja Navarra), una especie de
reino microscópico unido dinásticamente a Francia en 1589 cuando
Enrique III de Borbón-Albret se convirtió en rey de Francia a la
muerte del último Valois y como Enrique IV dio inicio a la dinastía
de los Borbones.
Socialmente, el hecho más destacado fue la culminación
a principios del siglo XVI de uno de los procesos de emancipación antiseñorial
más importantes de Europa Occidental, cuando las villas coaligadas en hermandades
acabaron con el poder de los parientes mayores o jefes de los clanes nobiliarios,
cuyas luchas de bandos habían devastado todos los territorios vascos en
los siglos XIV y XV. Una consecuencia de ello fue la proclamación de la
hidalguía universal para todos los habitantes. Hecha extensiva para
todos los guipuzcoanos y vizcaínos, en otros territorios también
la hallamos concedida a demarcaciones menores, como el valle de Ayala en Álava
o los de Baztán y Roncal en Navarra.
En las vascongadas esta ideología se fundió con
la de la exclusión, generalizada en toda España, de los descendientes
de judíos y musulmanes, pues se afirmaba que esta hidalguía de
la tierra llevaba aparejada la condición de cristiano viejo, limpio
de sangre de herejes, judíos y moros. Se trataba además de una
hidalguía que, a diferencia de la castellana, era compatible con cualquier
clase de oficio, incluso con los más serviles.
En realidad tal situación era más simbólica
que otra cosa, pues el poder era detentado por poderosas oligarquías de
propietarios y comerciantes, emparentados a menudo con los viejos linajes cuando
no salidos de ellos, pero caló profundamente en la población la
idea de que uno era noble y no era menos que nadie aunque fuese pastor o criado,
algo que veremos reflejado en los vizcaínos del teatro, ya que a
los castellanos les chocaba fuertemente esta idea.
El delicado equilibrio entre el poder de las juntas y asambleas
locales y el de la Corona tuvo para muchos la ventaja de poderse mover a sus anchas
por todos los territorios de la monarquía como naturales de la misma, sin
perder al mismo tiempo cierta carta de privilegio que a veces también los
hacía aparecer como foráneos. Las élites locales supieron
aprovecharse de la coyuntura y participaron activamente en empresas militares,
navales y comerciales de todo tipo mientras copaban los puestos de la administración
en la corte. Al mismo tiempo, la estrechez del territorio y los sistemas de herencia,
que primaban a un solo heredero sobre todos sus hermanos, empujaban a numerosos
vascos de condición más humilde a buscarse la vida como marineros,
haciendo las Américas, ejerciendo un oficio o incluso poniéndose
a servir de criados en una casa rica de Sevilla o Valladolid, y sin complejos,
pues como nunca dejaban de recordar esos oficios tenidos por viles por
muchos castellanos no menoscaban su prístina hidalguía de vascongados.
Por tanto, Perucho era un personaje-tipo, pero ningún personaje-tipo funciona
sin su correlato en la vida real, y él desde luego lo tenía.
El porqué de los vizcaínos
en el teatro
El principal efecto cómico de los vizcaínos
residía en la manifiesta incapacidad que se les atribuía para hablar
correctamente en español. En estos textos se sobreentiende, cuando no se
muestra explícitamente, que su lengua nativa es el vasco y que sólo
de una manera imperfecta dominan el castellano. Durante el reinado de los Reyes
Católicos, el historiador y secretario de la reina, Hernando del Pulgar,
contaba en una carta al cardenal Mendoza cómo numerosas familias vascas
enviaban a sus vástagos a criarse en casa de notarios y gentes de pluma
(como la del propio Pulgar), unos para que aprendiesen correctamente el castellano
(y a leerlo y escribirlo), y otros sólo como moços d’espuelas.
Y es que en aquella época la mayor parte de la población era vascohablante
monolingüe, como nos recuerda la petición que el cabildo catedralicio
de Pamplona hizo a Carlos V en 1539 para que enviase un obispo que dominase la
lengua, por "la gente vascongada, que es la mayor parte y la que mayor necesidad
padece de buen pastor...". Y en 1601, el sínodo celebrado en Logroño
por mandato de Pedro Manso, obispo de Calahorra, denunciaba que "en la Tierra
Vazcongada" algunos predicadores usaban el romance, "...de lo cual se sigue gran
daño, y que la gente que viene de las caserías a oírlos,
como no saben romance, se salen ayunos del sermón".4
A mediados del siglo XVIII la situación era similar,
como recuerda este texto de Manuel de Larramendi:
Es ciertísimo que de las cuatro partes de Guipúzcoa
las tres no entienden el castellano. [...] Los que entienden el castellano son
los eclesiásticos, los religiosos, los que han estudiado, los caballeros,
los que se han criado en Castilla, y así un castellano arrastrado lo entienden
también los que en lugares menores y aldeas pueden ser alcaldes y cargohabientes,
mercaderes y tenderos5.
Ya antes, en 1526, cuando las Juntas Generales de Vizcaya quisieron
impedir el acceso de la gente humilde pero sabedora de su condición de
vizcaínos hidalgos, no encontraron mejor medio que establecer la obligatoriedad
de entender, hablar, leer y escribir correctamente en castellano para ser juntero
o cargohabiente, y en 1577 se hizo lo mismo en Guipúzcoa. La finalidad
no era combatir el euskera (aunque tales medidas contribuyeron efectivamente a
agravar la situación de diglosia del idioma), sino dejar fuera del juego
político a los que no conocían otra lengua que el vasco, que eran
los más. No obstante, la norma no se aplicó siempre con rigor, y
la lengua vasca siguió siendo habitual en juntas y concejos, a pesar de
que las actas se redactaban invariablemente en romance castellano, y a menudo
se daba el visto bueno a los aspirantes a junteros, regidores y alcaldes simplemente
con que supiesen firmar su nombre.
Por lo tanto, era ese castellano arrastrado el que producía
al parecer una irrefrenable hilaridad por las plazas y corrales de comedias de
castellanos. Aunque la presentación de extranjeros que hablan otros idiomas
o intentan hacerlo en el del espectador (en suma, del otro que torpemente
se hace con lo nuestro, visto como lo normal y natural) siempre ha sido
un fácil recurso cómico, y ahí tenemos el mencionado gascón
de Lope de Rueda, o los negros de las comedias que aparecen trabucando
el castellano junto a los vascos, el caso de los vizcaínos era un
tanto especial. Además de la curiosidad que en la época producían
sus costumbres y sobre todo su lengua (curiosidad a la que no eran ajenos los
extranjeros, como se puede constatar por el diario de viaje de Andrea Navagero,
que dedicó bastantes y acertadas páginas al País Vasco),
la nueva y numerosa presencia de vascos en la administración, la iglesia,
la marina, el comercio o los contingentes los cuales iban a América, y
a menudo ocupando altos cargos, hacía bastante próximas a estas
gentes6.
Naturalmente, no todos los vascos que salían de su tierra
iban provistos de una recomendación para emplearse en un buen puesto, por
lo que tenían que conformarse con menos, pero incluso en su caso la machacona
insistencia en su condición de hidalgos debía ser bastante llamativa
en tierras castellanas. A este respecto, Sancho de Azpeitia, el personaje cervantino,
resulta representativo de la figura del vizcaíno por lo que dice, no sólo
por cómo lo dice.
La jergigonza avascuenzada
Como ya hemos señalado, la primera aparición
del personaje vizcaíno y su peculiar forma de hablar tiene lugar en la
comedia Tinelaria, de Bartolomé de Torres Naharro7.
No obstante, no está de menos indicar que se trata de una pieza esencialmente
"multilingüe", pues al retratarnos la dura vida de los criados en un palacio
cardenalicio de Roma el autor se hace eco de la gran cantidad de lenguas que podían
oírse en los ambientes romanos de la época de León XIII (quien,
por cierto, asistió a la representación). O, por decirlo, con las
palabras de Torres Naharro: "...el propio subieto / quiere cien lenguas y bocas,
/ de las cuales / las que son más manüales / en los tinelos de Roma,
/ no todas tan principales, / mas cualque parte se toma. / Veréis vos /
¡Iur’ a Dio! ¡Voto a Dios! / ¡Per mon arma! ¡Bay fedea!"8.
En la larga retahíla de juramentos en diversos idiomas, Torres Naharro
incluye incluso esta breve expresión en euskera, al lado del castellano,
el italiano, el provenzal, el alemán, etcétera.
Sin embargo, el personaje del vizcaíno (sin nombre
propio) tiene un papel bastante limitado en la Tinelaria, aunque presenta
ya casi todas las características que muchos años más tarde
tendrá el Sancho de Azpeitia cervantino, como la incapacidad de hablar
correctamente en castellano y la arrogancia: "Digo, hao, / yo criado estás
en nao, / vizcaíno estás por cierto...", "Yo no quieres porfiar,
/ mas si alguno guerra viene / vizcaínos por la mar, / juro a Dios, dïablo
tiene"9. Además del solecismo general, el principal
rasgo que Torres Naharro atribuye a la jerigonza avascuenzada (por usar
un término de otro autor del Siglo de Oro) es la confusión entre
la 1ª y la 2ª personas verbales.
Unos veinte años más tarde de haberse estrenado
en Roma la Tinelaria, Gaspar Gómez también usa el personaje
del criado vizcaíno en la Segunda parte de la Celestina, que cronológicamente
es la segunda de sus apariciones en escena, y además ahora con nombre propio,
pues el personaje lleva el de Perucho que, como señalábamos arriba,
era característico de los vascos de entonces. Los rasgos del habla del
criado de Torres Naharro también aparecen ya perfeccionados en lo que durante
un par de siglos va a ser la jerga típica atribuida a las gentes "vizcaínas":
"Perucho, quán mala vida hallada le tienes, linage hidalgo, tu cavallo
limpias. No falta de comer un pedaço oguia sin que trabajo tanto
te tengas...".
Lo notable de esta obra es que Gaspar Gómez no sólo
pone en boca de Perucho pasajes de jerigonza avascuenzada como el citado,
sino que intercala en ellos palabras y expresiones tomadas del euskera (p. e.,
ogia, "pan"), e incluso le hace cantar un breve aunque hermoso poema de
amor, que es el primer texto literario vasco impreso, anterior en casi una década
al libro de poemas de Bernat Dechepare. Tradición ésta la de utilizar
pequeños textos en euskera que tiene paralelos contemporáneos en
el Gargantúa de Rabelais y que será seguida también
por Lope de Vega y sor Juana Inés de la Cruz (hija de vascos, como es bien
sabido).10
A partir de Torres Naharro y Gaspar Gómez son muchas
las obras donde podemos encontrar el peculiar castellano puesto en boca de los
vascos, y en algunos casos se trata de textos mejor que bien conocidos, por lo
que no vamos a hacer aquí reseña de ellos, entre otros motivos debido
a lo mucho de tópico y de cliché repetido que tienen. No obstante,
siguiendo a A. Legarda, podemos rastrear algunos de los caracteres que los contemporáneos
daban a este especial "dialecto" del español.11
Así, después de examinar un buen número
de autores y obras, Legarda nos ofrece como un resumen de los tópicos atribuidos
al castellano de vizcaínos: tosquedad, laconismo, ininteligibilidad (atemperada,
no obstante, pues se trata de burlarse de Perucho, no de que no se le entienda
nada) y solecismo. Incluso llegó a haber fórmulas para "saber vizcaíno",
como la de Quevedo: "trueca las primeras personas en segundas, con los verbos,
y cátate vizcaíno, como Juancho, quitas leguas, buenos
andas vizcaíno, y de rato en rato Jaungoicoá ["Dios"
en euskera]", breve método que debe completarse con la falta de concordancia
en los elementos nominales (nombres, adjetivos, pronombres, etcétera) que
Covarrubias atribuye a "los vizcaínos que comienzan a hablar nuestra lengua".
Cuánto hay de tópico y de realidad en todo esto
es muy difícil de determinar, aunque Legarda advierte de que a menudo las
parrafadas puestas en boca de los vizcaínos son muy similares, si no iguales,
a las de los criados negros.
Covarrubias resulta bastante acertado al observar que tales
solecismos son propios de los vascos que "comienzan" a hablar en español.
Afinando aún más, el doctor Juan Huarte de San Juan diferenciaba
claramente entre aquellos que habían aprendido español desde la
infancia y lo dominaban con toda corrección y aquellos otros que lo hacían
de adultos, a una edad en la que resulta manifiestamente más difícil
adquirir un idioma nuevo. Su testimonio es importante porque es posible que hable
de sí mismo: como es bien sabido, el ilustre médico y escritor nació
hacia 1525 en San Juan del Pie de Puerto (St-Jean-Pied du Port en francés
y Donibane Garazi en euskera), en una zona que era –y es– de plena habla vasca,
aunque siendo aún niño emigró con el resto de la familia
a tierras andaluzas. Con gran probabilidad, él era uno de los muchos vizcaínos
por su habla nativa que destacaron como gente de letras en los siglos XVI y XVII
y aún en el XVIII, sin que nadie tuviese que hacer objeciones al carácter
del castellano que empleaban escribiendo y hablando.
Es seguro, por lo demás, que hubo muchos otros vascos
de condición humilde que con un dominio más deficiente del idioma
aprendido ocupaban puestos más bajos en las rígidas jerarquías
sociales de la España de los Austrias, lo que no dejaba de suscitar cierta
burla al recordar una y otra vez su condición de prístinos hidalgos,
como ya hace el Perucho de Gaspar Gómez décadas antes de que Garibay
o Poza sienten las bases teóricas de la hidalguía universal vascongada.
Ellos estaban en la base de un tópico que, como todos los demás,
suele tener cierto apoyo en la vida real.
No obstante, uno casi se atrevería a asegurar a ciencia
cierta que este carácter enrevesado atribuido al habla castellana de los
vascos está íntimamente relacionado con la visión del propio
euskera como lengua complicada y difícil, o de "lenguaje grosero y bárbaro,
y que no recibe elegancia", hablado por "aquella gente de suyo grosera, feroz
y agreste", por usar las palabras del historiador jesuita Juan de Mariana (1536-1623).12
De hecho, se ha supuesto que la jerigonza avascuenzada era un reflejo castellano
del euskera, algo así como el calco literal de un idioma en otro. Pero
que los solecismos atribuidos a criados vizcaínos y negros sean tan semejantes
hace pensar que examinar tales textos para rastrear posibles huellas de la lengua
vasca es una labor más bien inútil. Quizá, sólo la
dificultad que se les atribuye para dar a los substantivos su género correcto
sea un reflejo del euskera, que en su sistema nominal carece de distinción
gramatical entre masculino y femenino, e incluso podría argüirse que
el frecuente uso de la 2ª persona verbal por la 1ª (p.e., "si no te dejas coche,
ahí te matas como ahí estás vizcaíno"
del Sancho de Azpeitia cervantino) sea un eco de las formas alocutivas de tuteo
vascas; es decir, de la locución etorri nauk / naun (literalmente,
"me tienes venido") frente al etorri naiz neutro ("he venido"). Si fue
así en su origen, para Cervantes, Lope de Vega o Juan de Timoneda, ello
era tan sólo un tópico reducible a forma fija, como la descrita
por Quevedo.
Arlotadas y susedidos
La época del máximo esplendor de lo vizcaíno
en la literatura española coincide de cerca con los siglos XVI y XVII,
aunque el peculiar personaje no desapareció nunca del todo y aún
pueden rastrearse bastantes vizcainadas en los sainetes de don Ramón
de la Cruz y en las comedias de Bretón de los Herreros. Ello nos acerca
cronológicamente al período en que floreció otra nueva ola
de humor a costa de la incapacidad de los euskaldunes en hablar castellano, pero
con una notable particularidad: ahora son los propios vascos los que se reirán
de sí mismos, o por decirlo con mayor precisión, serán determinadas
clases sociales más o menos acomodadas las que lo hagan en detrimento de
otras menos favorecidas. Es posible incluso que esta nueva clase de humor derive
del antiguo a través de comedias como las de Bretón, aunque para
poder sostenerlo con mayor seguridad haría falta un estudio más
profundo y con más espacio del que aquí tenemos.
El
epicentro de este nuevo género fue el próspero Bilbao de las últimas
décadas del siglo XIX y las primeras del XX. Aunque la villa era para entonces
de habla castellana, todavía eran muchos los vecinos que hablaban un peculiar
castellano entreverado de elementos léxicos, fonéticos e incluso
sintácticos procedentes del euskera, un fenómeno por lo demás
común en otras zonas vascas en las que esta lengua se ha perdido recientemente
o están situadas junto a otros lugares donde el idioma se mantiene (y ambas
características se daban en el Bilbao de entonces)13.
No faltó incluso algún intento de elevar el habla castellana de
Bilbao a lengua culta, como hizo Emiliano de Arriaga con su Lexicón
bilbaíno.
El intento de Arriaga –se supone que iba en serio– fracasó
por razones obvias a pesar de contar con el visto bueno de hijos de la villa de
personalidades y tendencias tan dispares como Miguel de Unamuno –quien además
prologó el peculiar diccionario–, Sabino Arana o Indalecio Prieto, pero
sin duda sirvió de inagotable filón para los cultivadores de los
chistes, anécdotas, canciones y hasta obras teatrales que tomaban como
protagonistas a sus paisanos del campo, los baserritarrak, habitantes del
baserri –el caserío o típica casa de labranza vasca–, que
eran motejados con denominaciones como casheros, arlotes o joxemaritarras.
Los rasgos que se les atribuyen son de hecho los que conforman cierta imagen típica
del vasco: simplicidad (rayana a veces en la subnormalidad) a raudales, cabezonería,
prodigiosa capacidad para comer y beber y, por supuesto, hablar un peculiar castellano.
A diferencia de los escritores y dramaturgos del Siglo de Oro,
los cultivadores de la arlotada conocen mejor el medio vasco y el euskera.
Aunque todos ellos eran gentes de ciudad cuya vida se desenvolvía básicamente
en español, tampoco faltaban los que dominaban el euskera, pero ello es
lo de menos, pues lo importante es burlarse de las gentes del campo a partir de
un clasismo más o menos consciente. No obstante, las características
del habla que en la arlotada se atribuyen al "casero" o habitante del caserío
rural sí corresponden a determinados rasgos del español hablado
por euskaldunes con un dominio imperfecto del idioma aprendido, y los más
habituales son la entonación (imperceptible, claro está, en textos
escritos), la dificultad de pronunciar la interdental fricativa sorda ("haser",
"dises", "susede", etcétera), el omnipresente "pues" y el calco del uso
que se hace en euskera del verbo egin "hacer" para enfatizar el sentido
de cualquier verbo (p. e., etorri egin ginen, "sí que vinimos",
que en la arlotada será por supuesto "venir ya hisimos"). Estos rasgos
y otros no han sido infrecuentes en el castellano de muchos vascohablantes, pero
su repetición machacona en el género de la arlotada deviene en fórmula
fija, paralela a aquella otra propuesta por Quevedo para "saber vizcaíno".
Esta clase de humor, ya lo hemos señalado, se basa sobre
todo en el efecto cómico de un español solecista caracterizado por
los rasgos mencionados, y reposa en los mismos presupuestos que el vizcaíno
del Siglo de Oro, en suponer que lo que nosotros –en este caso los de la
ciudad– usamos es lo normal y correcto, y extraño y ajeno lo de los otros
–ahora los joxemaris del agro vasco–.
Además de canciones como Ya se llega la trena a la
estasion o Chomin del Regato (los títulos ya son bien significativos),
la arlotada encontró su principal medio de expresión en las columnas
humorísticas de la prensa y en el teatro. Insignes cultivadores de la misma
fueron Joaquín Guerricagoitia y Alberto San Cristóbal, que hacían
las delicias de la burguesía bilbaína con anécdotas protagonizadas
por Peru Arlotegoitia, alias Arlote, un casero de Lejona. Como este pueblo
está en las afueras de Bilbao, las frecuentes incursiones del personaje
en la villa dan materia para las anécdotas humorísticas, que llegan
ya al cenit cuando Arlote se enriquece y se compra una villa en la elitista Guecho.14
Cierto que el sobrenombre de Arlote, que sirvió para designar este humor
con el nombre genérico de arlotada, en euskera quiere decir "mendigo" o
"persona sucia y descuidada", lo que ya sirve para calibrar el carácter
clasista de este humor, a cuyo lado las vizcainadas del siglo XVI realmente empalidecen.
Si bien el principal centro de expansión de la arlotada
fue Bilbao, Pamplona también contó con varios representantes. Los
más conocidos fueron Perico Alejandría en el siglo XIX, así
como Araxes y Cándido Testaut en el XX. Éste, bajo el pseudónimo
de Arako, publicó una serie de crónicas humorísicas
en el Diario de Navarra a partir de 1910, posteriormente reunidas en el
volumen Dialogando, que vio la luz en la capital navarra en 194715.
Al lado de los textos de Testaut, las arlotadas de San Cristóbal y Guerricagoitia
quedan como desdibujadas, pues en aquéllas la jerga vasco-castellana se
funde de modo inextricable con rasgos dialectales propios del romance navarro-aragonés:
-No hará estar vuestro amo en casa ¿verdá?
-En este instantico no de contau. Si habrías venido
hace menos de la mita de un cuarto de hora, pillar y le estarías; pero
enseguida de echar el taco síha ido a casa Patriciorena pa haber de preparar
algunas cosas porque mañana quieren hacer matacherri.16
La arlotada está muy relacionada con el teatro o el
breve apunte periodístico de carácter costumbrista, géneros
que también tuvieron un cultivo notable en el País Vasco y a los
que se les pueden hacer no pocas críticas, si bien resultan mucho más
amables, aparte de que en ambos el euskera se usó muy a menudo, lo que
establece una diferencia importantísima: los escritores –por lo general
gente culta y de ciudad– que utilizan en sus obras el mismo idioma de los arlotes
de arriba que hemos visto ridiculizados tratan de esas mismas gentes con una visión
paternalista, muy a menudo idealizada, pero al menos su propósito no es
la burla por la burla, como sí ocurre en la arlotada, que es un humor básicamente
gamberro.
Esta diferencia salta mucho más a la vista si nos fijamos
en lo que se ha denominado a veces el teatro de la "escuela donostiarra" de las
últimas de décadas del siglo XIX, que engloba a una serie de autores
de tendencia liberal, quienes crearon un auténtico teatro popular de tendencias
jocosas y desenfadas, y usando muy a menudo el euskera. Marcelino Soroa, Toribio
Alzaga, Victoriano Iraola y Serafín Baroja –el padre de Pío– fueron
los representantes más conocidos de esta tendencia. Los tres habían
nacido en San Sebastián o en su entorno inmediato, eran personas cultivadas
que escribían en la prensa y ejercían profesiones liberales, así
que pertenecían al mismo medio social del que salieron los San Cristóbal
y Testaut, pero mostraron una sensibilidad muy diferente hacia sus paisanos del
agro vasco. Está claro que Pío Baroja en sus mejores páginas
de ambiente vasco refleja mucho de este espíritu, claramente perceptible
en narraciones juveniles como El charcutero o Las coles del cementerio,
que por temática y personajes se acercan mucho al mundo de la arlotada,
pero con una diferencia de tono enorme.
La visión de los vizcaínos
En estas páginas hemos visto que el castellano empleado
por gentes de habla vasca ha sido un tópico humorístico recurrente,
primero en los escritores castellanos de los siglos XVI y XVII y más tarde
usado por los mismos descendientes de aquellos vizcaínos que hacían
las delicias de los espectadores de Torres Naharro o Lope de Rueda. Ya hemos dicho
que a pesar de las diferencias entre las dos épocas, ambas actitudes reposan
sobre el mismo presupuesto, tomar lo nuestro como lo normal y corriente
en sentido absoluto y lo de los otros como anómalo y extraño.
Esta visión de las cosas no es nueva, y uno de sus mayores defectos es
que no cuenta con que lo de los otros también es lo normal para
ellos. Si autores de diversas épocas hicieron humor a costa de la supuesta
incapacidad de los vascos para hablar correctamente en español, probablemente
a ninguno de ellos se le ocurrió pensar lo cómico que ha resultado
para los vascos de todas las épocas oír hablar a gente que intenta
expresarse en un euskera mal aprendido.
Siguiendo el magnífico estudio sociolingüístico
de Erize Etxegarai sobre el euskera en Navarra en el período 1863-1936,
podemos conocer la actitud ante ambos idiomas de las personas nacidas en el pueblo
de Huitzi (valle de Larraun) con anterioridad a 193617.
La idea de que saber español era fundamental para desenvolverse en la vida
fuera del ámbito de habla vasca estaba muy interiorizada por los vecinos,
entre otros motivos porque eran muy conscientes de que no sabiendo o sabiendo
poco español se convertían automáticamente en objeto de burlas.
"En el servicio militar se burlaban mucho de los euskaldunes", dice un testigo,
mientras que otro añade que "la gente que sólo sabía euskera
se espantaba ante el servicio militar", "era un calvario". "Sólo con el
euskera, imposible vivir", concluyen. Saber algo de castellano también
era necesario para ir a las ferias de ganado de Irurtzun o Pamplona, donde los
tratos se hacían a menudo en dos y hasta tres lenguas (pues a ellas acudían
numerosos tratantes valencianos): "...nos entendíamos, de un modo u otro
nos entendíamos para hacer los tratos, todo a medias entre euskera y castellano".
Es evidente que este habla a medias entre ambos idiomas era la fuente de inspiración
de las arlotadas y otros apuntes humorísticos del mismo estilo.
Sin embargo, los mismos testigos nos muestran que los habitantes
de Huitzi de entonces no sólo apreciaban altamente su lengua materna, sino
que acerca de ella tenían una conciencia mayor de lo que a menudo se ha
solido pensar acerca de los vascohablantes. Por ejemplo, eran perfectamente conscientes
de sus diferencias dialectales, aunque de forma aparente sin mostrar desprecio
por las otras variedades. Por el contrario, el euskera empleado por los vecinos
de cierto pueblo ya muy castellanizado para entonces les parecía deleznable:
euskaldun aldrebesak ziren, afirman, "eran euskaldunes del revés".
Siendo Huitzi un pueblo donde el euskera era con mucho la lengua más empleada,
las personas de habla castellana que se establecían en él –los empleados
del ferrocarril y un hombre que se casó con una chica del lugar– acababan
aprendiendo algo, aunque los testigos hacen notar que hablaban muy mal, o apenas
lo hacían: "como para entender ya sabría algo". Por el contrario,
muestran un gran aprecio por el euskera que empleaban los sacerdotes, prácticamente
las únicas personas cultivadas que tenían una influencia efectiva
en el vecindario: "hablaba un euskera muy bueno", "era un euskaldún auténtico,
ese sí que hablaba en euskera". En cuanto al escritor en lengua vasca Nicolás
Ormaetxea, Orixe, nacido en el pueblo guipuzcoano de Orexa aunque criado
en Huitzi y muy ligado afectivamente a sus vecinos, tuvo una influencia práctica
menor, pero no dejan de notar que "es muy conocido como defensor del euskera,
hizo una gran labor a favor del euskera".
No sabemos si los Peruchos de siglos pretéritos pensaban
cosas parecidas a estos sentimientos expresados por los navarros nacidos en la
aldea de Huitzi en el primer tercio del siglo XX. Retrotraerlos a hace cuatrocientos
años sería suponer que en el medio rural las costumbres e ideas
permanecen inmutables a lo largo de los siglos, y varias generaciones de antropólogos
nos han enseñado que eso no es así. Pero a pesar de la continua
mutación que se da en toda sociedad humana no es menos cierto que bajo
diversos nombres subsisten determinadas actitudes y comportamientos, eso que F.
Braudel llamó los hechos de longue durée. En el caso concreto
de la lengua vasca, historiadores como R. Collins y J. M. Lacarra o lingüistas
como K. Mitxelena han sostenido que una de las claves de su asombrosa pervivencia
ha sido no el aislamiento o la inercia, sino el fuerte prestigio interno de que
ha disfrutado, a pesar de no haber sido escrita a lo largo de los siglos. Hablando
de la Navarra medieval, Mitxelena afirmaba precisamente: "A mi entender, para
resumir, el vascuence medieval no tuvo por qué ser una lengua sin prestigio".
Mientras que en otro escrito sostenía:
No se ha considerado (con salvedades como Lacarra a un extremo
y Sánchez Carrión al otro) cuál podía ser el ámbito
y el rango de la lengua primera en distintas zonas y distintas épocas:
que su arraigo era fortísimo, sean cuales fueren las limitaciones a que
estaba sujeto su uso, se sigue de lo duradero de su implantación (...).18
Que incluso hubo una época en la que los vascohablantes
no miraban sin desdén otras lenguas podría probarse de ser cierta
la etimología propuesta por A. Tovar para el término vasco erdara
o erdera, con el que se designa a cualquier lengua que no sea euskera,
pues el ilustre filólogo lo derivaba de erdi, "medio, mitad". Así,
hablar en erdera habría sido tanto como hablar a medias, de modo
incompleto. Existe otra palabra, belarrimotz, "orejas cortas", que al socaire
de las guerras carlistas tomó el sentido de "foráneo, no vasco",
pero cuyo significado original nunca olvidado del todo es de "persona que no habla
euskera".
En realidad, esta mentalidad que hace ver en la lengua de los
otros algo incompleto y balbuceante, "bárbaro" en el sentido etimológico
de la palabra, no ha sido ajena a casi ningún pueblo de la tierra en algún
periodo de su historia. En el caso de los vascos, posiblemente habría que
remontarse bastante atrás para encontrar la época en que euskara
y euskaldun se oponían de un modo tan vigoroso a erdara y
erdaldun. En épocas más modernas, han sido los propios vascos
quienes han sido vistos por los demás como gente "bárbara", apenas
capaz de hablar a medias el propio idioma, fuese éste español o
francés.
No tiene nada de particular por ello que la literatura en español
de los siglos XVI y XVII los tomase como sujeto humorístico, y no olvidemos
que en esos siglos los mismos escritores que utilizan el español muestran
una orgullosa conciencia del propio idioma. En Torres Naharro, la jerga castellana
del criado vizcaíno resulta cómica, pero no menos ni más
que la empleada por otros personajes de su teatro –o del de dramaturgos posteriores–,
donde el español se mezcla inextricablemente con rasgos de francés,
de italiano, de gascón...
Por el contrario, al lado de las figuras de vizcaínos
del Siglo de Oro, la burla sobre los vascohablantes ejercida por otros vascos,
cultivadores de la arlotada o la bilbainada, resulta a nuestro juicio mucho más
injuriosa, pues más que la risa ante lo ajeno que malamente se hace con
lo propio y que era el sostén de la comicidad de los Peruchos y sus congéneres,
lo que encontramos en ella es un torpe y estúpido clasismo, además
de un notable desdén por lo propio. Pero éste sería ya un
tema que desborda nuestro propósito, que era examinar el empleo con fines
humorísticos de la lengua española puesta en boca de vascohablantes.
Basten pues para terminar las palabras de Gordon W. Allport en La naturaleza
del prejuicio:
Un cómico judío, negro, irlandés o
escocés puede caricaturizar en escena a su propio grupo para la delicia
del auditorio. El autor se ve gratificado por los aplausos (...). La bufonería
protectora se extiende entre el seno del mismo grupo. Los soldados negros afectaban
a veces entre ellos mismos un "acento negro" sumamente pronunciado –cuanto
menos respetaban la gramática, mejor–. Asesinar la gramática
les parecía un placer; encontraban así una forma de compensar simbólicamente
los sentimientos de frustración.19
Notas
* Euskal Etxea. Madrid.
1 Para la presencia de los vascos en la literatura
castellana de los siglos XVI y XVII aún sigue siendo de obligada consulta
el estudio de Anselmo Legarda, Lo "vizcaíno" en la Literatura castellana,
San Sebastián, 1953.
2 Perucho se trata de un diminutivo (con el
clásico sufijo vasco -txo) de Peru, hipocorístico de Pedro que aún
hoy es bastante frecuente en el País Vasco, si bien es más usual
la forma Peio, seguramente debida a la caída de r
entre vocales, muy habitual en el vasco hablado. Aunque debía de ser muy
usado por los vascos de entonces, no habría que descartar en su extensión
la influencia de un personaje real, Perucho de Muncháraz, un segundón
de una familia noble de Elorrio (Vizcaya) que llegó a ser hombre de confianza
de Enrique IV.
3 Patri Urkizu ha estudiado especialmente la
presencia de los vascos en el teatro español y francés: "Euskara
erdal antzerkian", en Antzerki berezia, nº 8, Donostia, 6-8, y en Historia de
la literatura vasca, Madrid, UNED, 2000, pág. 156-158, obra esta última
de la que es director y autor de los capítulos dedicados a la literatura
de tradición oral y escrita de los siglos XV-XIX.
4 J. M. Jimeno Jurío, Navarra, Gipuzkoa
y el euskera (Siglo XVIII), Pamplona, 1999, págs. 40 y 43-44. El obispado
de Pamplona englobaba gran parte de Guipúzcoa, el llamado Arcipestrazgo
Mayor de Tolosa, y a patir de 1566 también los arciprestazgos de Fuenterrabía,
las Cinco Villas de la Montaña y el Baztán, hasta entonces dependientes
de los obispos de Bayona. A su vez, el de Calahorra-Santo Domingo de la Calzada
se extendía por casi toda Álava y Vizcaya y una parte de Guipúzcoa.
5 Manuel de Larramendi, Corografía de
Guipúzcoa, San Sebastián, 1969, 252-253. Larramendi habla de la
competencia pasiva en castellano, pues arremete contra los predicadores, que al
no utilizar el vasco ponen en peligro el alma de aquellos fieles que "o están
dormidos o están oyendo como si les oyesen predicar en griego". Esta descripción
del carácter esencialmente vascohablante monolingüe de Guipúzcoa
hace dos siglos y medio (extensible a muchos otros territorios vascos) no se trata
en absoluto de un testimonio aislado.
6 Sobre lo que se pensaba y escribía
de los vascos en la España de los siglos XVI y XVII, así como sobre
las carreras de vascos "típicos", Julio Caro Baroja dejó escritas
valiosísimas páginas: Los Vascos, Madrid, 1990 (reimpresión
de la ed. de 1971), pág. 97-109 y 258 y ss. (y notas 1 y 2), Los vascos
y la historia a través de Garibay, Madrid, 2002 (1ª ed. de 1971), y El
señor inquisidor y otras vidas por oficio, Madrid, 1968, especialmente
capítulos 2 ("Lope de Aguirre, traidor") y 3 ("Pedro de Ursúa o
el caballero"). Todo ello se completa, claro está, con el imprescindible
libro de A. Legarda mencionado en nota 1.
7 Usamos la edición de D. W. Pheeters,
Comedias: Soldadesca, Tinelaria, Himenea, Madrid, 1979.
8 Tinelaria, vv. 38-47; el subrayado es nuestro.
9 Tinelaria, vv. 75-77 y 141-144.
10 Son muchos los comentarios y reseñas
que se han hecho de este cantar (que por cierto está en dialecto vizcaíno,
con lo que nuestro Perucho sería efectivamente "vizcaíno"), aunque
casi toda la información útil puede hallarse en Mitxelena, Textos
Arcaicos Vascos, San Sebastián, 1990, 3.1.15. El mismo autor analiza así
mismo los textos eusquéricos de Rabelais en 3.2.5.
11 A. Legarda (1953), especialmente los capítulos
XIII, "Las mal trabadas razones del vizcaíno" y XIV, "Las peor trabadas
razones del vizcaíno".
12 Antonio Tovar, Mitología e ideología
sobre la lengua vasca, Madrid, 1980, pág. 33. Ataques como éste
del P. Mariana y otros también son citados y comentados por Legarda, y
encontraron las apasionadas aunque a menudo fantásticas réplicas
de vascos como Garibay, el licenciado Poza o Larramendi, bien estudiadas por Tovar.
13 J. M. Larrea Muxika, Euskaldungoa erroizturik,
Pamplona, 1994, págs. 108 y ss.
14 Alberto San Cristóbal (con la colaboración
de Joaquín Gerricagoitia), Arlotadas (cuentos y "susesidos" vascos), Bilbao,
1947 (2ª ed.). Además de este libro, recientemente (Baracaldo, 1999) se
ha reeditado una breve obra teatral de San Cristóbal, Arlote, marqués
de Lejona: Comedia de ambiente vasco en tres actos, acompañada en el mismo
volumen por la novela (?) de Jesús Ibáñez, Pruebe usted esta
píldora (Novela de humor de ambiente vasco).
15 X. Erize Etxegarai, Nafarroako euskararen
historia soziolinguistika, 1863-1936: Soziolinguistika historikoa eta hizkuntza
gutxituen bizitza, Pamplona, Gobierno de Navarra, 1997, págs. 388-389.
Este magnífico estudio de sociolingüística histórica
es la tesis doctoral del autor. Puede consultarse también una versión
abreviada en español: Vascohablantes y castellanohablantes en la historia
del euskera en Navarra, Pamplona, Gobierno de Navarra, 1999.
16 Citado por Erize Etxegarai (1997; 389)
17 Erize Etxegarai (1997; 311-364).
18 K. Mitxelena, Palabras y textos, Vitoria,
1987, pág. 81, y presentación in M. T, Echenique, Historia lingüística
vasco-románica, Madrid, 1984, pág. 13.
19 Citado por Larrea Muxika (1994; 108).
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