IMAGO HISPANIAE
El ojo que ves no es ojo porque
tú lo veas, es ojo porque te ve.
Antonio Machado
José Javier
León
Robert
Devereux, conde de Essex, se oculta detrás de un muro. Su paje mira por
una grieta abierta en él y le transmite al acuciante amo extractos del
torneo que tiene lugar del otro lado, presidido por la reina de Inglaterra. De
los dos contendientes, el favorito del pueblo es Lord Mountjoy, a quien Essex
desea vivamente la derrota; pero Mountjoy vence y es aclamado por la multitud
y laureado por la soberana. Poco tarda Essex en ofender al campeón cuando
éste se presenta en escena; sus celos, más las exigencias del agraviado
para que se retracte, desatendidas, acaban en enfrentamiento. Desnudan espadas,
comienza la pendencia. Se oye entonces una fanfarria y, al volverse, Essex recibe
un ligero corte en el brazo que su criado se apresura a vendar. Una procesión
emerge de la palestra: es la Corte, precedida de trompeteros y seguida por la
multitud. Los dos rivales se arrodillan cuando Elizabeth aparece, asistida por
el noble Raleigh.
Así
comienza Gloriana, ópera en tres actos, el opus 53 de Benjamin Britten:
con un torneo que no vemos y el inicio de un duelo suspendido por la llegada del
séquito real, suceso que el libreto de William Plomer acota en sólo
tres frases: Preceded by trumpeters, a procession emerges from the tilting
ground. The crowd follows it. Essex and Mountjoy kneel as the Queen appears, attended
by Raleigh. La indicación de Plomer sobre la forma en que se traslada
la comitiva es tan abierta que un director artístico podrá proponer
a partir de ella muy diferentes soluciones. Elizabeth ha de entrar attended
by Raleigh, es decir, acompañada por el noble Raleigh, pero también
servida por él, en plano de inferioridad por tanto. Eso puede inclinarnos
a imaginarla a caballo, en andas, en carruaje o marchando, con Sir Walter Raleigh
a su lado pero en nivel inferior o bien situado unos pasos por detrás.
La primera opción, la del caballo, se nos presenta espinosa en una escena,
la operística, de tramoya complicada y sensible a los relinchos. El escenógrafo
puede entonces optar por un coche de tracción animal, pero tendrá
el mismo inconveniente, multiplicado. Así las cosas locomotoras, cualquier
palanquín llevado por humanos, junto con la ordinaria evolución
de las piernas regias, serían las soluciones más asequibles: una
comitiva pedestre precedida de trompeteros que anuncian, atacando una fanfarria
palatina, la majestad del personaje que los sigue, en litera o a pie.
Compuesta
en 1953 y dedicada a otra Isabel, segundo monarca de ese nombre en el Reino Unido,
con motivo de su coronación, Gloriana tuvo desde su primera representación
una acogida adversa1. El melodrama
que muestra el lado más sombrío de la reina virgen, la historia
de una mujer obligada a ajusticiar al hombre al que ama porque ha traicionado
al Estado que ella representa no les pareció a muchos la mejor manera de
dar la bienvenida a lo que habían imaginado salva filarmónica al
esplendor potencial de una segunda era isabelina. Desde entonces hasta 1975, año
en que la repuso la English National Opera, Gloriana yació en el
limbo de las partituras poco o nada interpretadas. Casi medio siglo después
de su estreno, en 1994, la compañía con sede en Yorkshire Opera
North la produjo bajo la dirección de Phyllida Lloyd y la convirtió
en uno de los trabajos estandarte de la casa, propiciándole así
la redención que aguardaba, su vuelta honrosa al repertorio.
El éxito de la versión de Lloyd para Opera North es difícil
de concebir sin el protagonismo de una Elizabeth, más que actuada, encarnada
hasta el escrúpulo por la soprano Josephine Barstow, que hace una aparición
escénica inolvidable: viene precedida, como quería Plomer, de trompeteros,
la cara cubierta con polvo de arroz y el cuerpo por un rígido vestido de
tonos dorados, moteado de pedrería, que sólo deja ver las manos,
la parte superior del pecho, el cuello y rostro. Va de pie, no a pie; no se mueve,
la mueven. Se apoya en un bastón fijado a un gran tablero que una cuadrilla
de porteadores eleva a más de metro y medio del suelo. Acoplados a las
esquinas de la plataforma, cuatro mástiles se alzan para unirse por arriba
a otros tantos largueros, dispuestos en forma rectangular. De esta manera, la
dama petrificada queda incluida en un espacio envolvente, cúbico, de aire,
cuyo marco es un bastidor. Sus costaleros la conducen con vaivén
exacto, acompasado a la música. La siguen el pueblo y nubes de humo. Avanza
magnífica y quietísima hasta que, acabada la marcha, el paso detenido,
cobra vida y canta: "Cielos, ¿qué tenemos aquí? ¡Una
herida! ¡El conde de Essex sangra!". Pero se da cuenta de que la herida no
es grave, se vuelve hacia Raleigh y exclama con sorna: "¡Un lord lleva un
premio, el otro una herida! ¿Cómo así?"
No será fácil encontrar documentos sobre la agudeza de la
visión de Isabel I, tan larga como para apreciar, desde más de tres
metros de altura, una herida menor en el brazo de Essex, por íntima que
su extremidad le resultara, y mucho más difícil aún será
hallar un legajo que pruebe que aquella testa coronada fue alguna vez conducida,
enhiesta, sobre semejante artefacto, tan incómodo para ella como espectacular
para quienquiera que lo hubiera podido contemplar. Pero eso, lo fidedigno, lo
histórico, es aquí lo de menos. La licencia artística ampara
a Phyllida Lloyd para transgredir el hecho probado a la vista de los logros teatrales
de su Gloriana, que convierte sin escándalo a una princesa real
anglosajona en efigie mariana conducida en paso de palio, y no precisamente por
algún rincón de la primavera andaluza, sino en una cruda pascua
florida, la de la Corte de Inglaterra e Irlanda.
Para alguien que no conozca, ni siquiera a través de la televisión,
las lecturas que de la Pasión realiza anualmente, fuera de las iglesias,
el sur de España, el efecto que le provocará esa irrupción
escénica será grande, aunque exento; para quien las conozca, resultará
sencillamente imposible no relacionarla con ellas. De quién haya partido
la idea, lo desconocemos, pero de que la idea se vincula a la Semana Santa meridional
española no hay duda. Con un resultado irónico que no podemos despachar
como fortuito. En la escabrosa historia de la destrucción y mutilación
de imágenes tridimensionales, desde la liquidación del Becerro de
Oro del Éxodo a la voladura de los Budas de Bamiyán por los talibanes,
pasando por las emasculaciones de esculturas clásicas en la Edad Media
o el derribo de estatuas de Marx y Lenin después de la caída del
comunismo soviético, la contribución activa de la monarquía
británica ha sido apabullante2.
Bajo el reinado de Isabel I (1558-1603), la revolución iconoclasta que
había iniciado su padre Enrique VIII se aceleró, especialmente durante
los primeros años, debido al éxito de la decidida política
de sus obispos, más que a las convicciones personales de la reina, que
no veía en las imágenes mayor peligro, en tanto no se les rindiera
culto3. Medio siglo después
de su muerte, no quedaba de la imaginería medieval inglesa y galesa más
que una minúscula fracción de la abundancia antigua. La riza fue
brutal, una herida sangrante en el arte británico de reparación
imposible. Aunque de sigilosa satisfacción transversal: Opera North, a
la que mece un bastidor con soprano dentro, reconcilia a la soberana protestante
Madonna católica, convierte a la iconoclasta ambigua en firme icono portátil,
asciende a Reina de los zarcos cielos a la Señora de los brumosos suelos,
hace Virgen Madre a la reina virgen, a Gloriana transfigura en Dolorosa, presenta,
en fin, un símbolo imprescindible de lo anglosajón como imagen española.
¿Imagen española? Casi cualquiera lo diría. Sin embargo,
fuera de España, fuera incluso de la órbita del cristianismo iconólatra,
en latitudes, longitudes, edades y marcos religiosos muy otros, la procesión
primaveral de una efigie de mujer, portadora de atributos reales y madre de un
dios, es un icono reconocible. ¿Qué hace, entonces, singular su versión
bética, la dolorosa de vestir y su cortejo? Su condensación estética
y escénica, sin duda. Su elevación a patrón iconográfico
y su alta resolución teatral: una joven de unos veinte años que
llora, erguida, "quieto vidrio de lágrimas" sin que la pena arruine
su primor de infanta. Una copia y un exorno inventados en el siglo romántico,
pero formalmente detenidos en el Barroco. El derroche: en luz de cirios, metal
precioso, tejidos, gemas y perfumes engendrados o creados. Los dos polos musicales
alrededor de los cuales gira el drama (tres, si se incluyen los aires pseudo-militares
del paso de misterio): el cante jondo a palo seco y la marcha sinfónica
para banda. Los dos órdenes formales, imbricados, de la ceremonia: lo militar
al servicio de lo litúrgico. Este último, un ritual preciso, forjado
a imagen del canónico, pero reelaborado por el pueblo. Un icono español
que, sin embargo, sólo se manifiesta en un tercio del territorio nacional4.
Del 11 al 15 de marzo de 2002 llevé a cabo, con la ayuda de varios
amables colegas, una encuesta destinada a todos los estudiantes de Filología
Hispánica de la Universidad de Leeds en la que se les preguntaba por las
imágenes e ideas con las que cada cual asociaba España5.
Adelantaremos que no hubo grandes sorpresas. Como era de esperar, Febo Apolo eclipsó,
a base de rayo flamígero y temperatura, a todo posible oponente, mortal,
héroe o dios. Un 74% entronizó al sol como la imagen radical de
España. Hubo incluso menciones a la reflexión de su luz sobre la
cara del país: colores brillantes, o intensos, o ricos, escribían
algunos, con emotiva codicia de peces abisales. Almería parecía
haber usurpado las atribuciones del país entero sobre el papel de los sondeos,
con su récord nacional de horas de sol al año y, de rechazo, Galicia,
que posee una marca inversa de nubes y verde, perdía españolidad,
a pesar de su posición privilegiada como solar de la tumba de Santiago,
"elemento fundamental de la identidad hispana, e imán de atracción
para el interés europeo" durante siglos6.
Pero tampoco la gaditana Grazalema era, según esa imagen, española,
anegada en la tromba de su microclima. Con el sol, claro, en idéntico paquete
turístico, las playas. Soleadas, claro, aunque nadie escribió playas
soleadas. Lo que escribió un 30% fue playas, simplemente, o bien costa,
y si para una mayoría de estudiantes británicos de entre dieciocho
y veintidós años España es igual a playa o costa, siendo
su país una isla, no nos está permitido dudar de la presencia de
un sol achicharrante en esos litorales imaginarios, porque en Gran Bretaña
lo que no falta es ribera, aunque sí luz que la avive. Heliodoros en potencia,
los chicos de la universidad de Leeds parecían responderle al Campoamor
que escribió: "No os podéis figurar cuánto me extraña
/ que, al ver sus resplandores, / el sol de vuestra España, / no tenga,
como el de Asia, adoradores", y en su respuesta reconocían: Los tiene,
don Ramón, no se extrañe ya más, somos nosotros.
Los toros y la (buena) comida nunca se alejan mucho del buen tiempo. En
nuestra encuesta representaron con un 57% y un 56%, respectivamente, la tercera
y la cuarta imágenes españolas, la corrida marcada explícitamente,
en una decena de ocasiones, como imagen ‘negativa’; la comida, cuando no se la
consideraba un todo sin desglosar, seccionada en cuatro platos: paella (15’5%),
tapas (14’5%), tortilla (5%) y jamón (1%). Sin embargo, los alumnos de
último año, una mayoría de los cuales ha vivido y estudiado
o trabajado en España como mínimo un bimestre, apercibidos de que
los españoles no comían tanta paella como parecía (con el
estrés que conlleva estar pendientes a diario de que el arroz se te vaya
a pasar), cambiaron la proporción de forma concluyente: la mitad citó
la comida como algo fundamental y, cuando distinguían, sólo nombraban
tapas y paella, pero el porcentaje había dado un vuelco: las tapas fueron
para el 21% el estandarte del condumio hispano mientras de la paella sólo
se acordó un estudiante. Le sentaría mal.
Sol, pitanza, corrida ¿y por la noche qué harás? Toma que
toma, dale que dale. El cuarto ingrediente de nuestra realidad se llamará
flamenco (32%), incluso sevillanas, añade una minoría, un 2% informado
de la reciente vulgarización del arte. Hay un 6% que escribe ‘la música’,
sin calificarla, o como si la música toda fuera emisión ibérica,
lo cual no queda lejos de aquella ingenua asociación romántica entre
cultura española y sentido musical innato. Deben de referirse a la que
se escucha en los bares de copas, que es la iniciativa más frecuente de
evasión para la noche, muy por delante de la juerga flamenca, aunque sacara
bastantes menos puntos que ésta. Una cuarta parte de los tanteados destaca
la fiesta, la marcha y la noche, regadas de sangría (10%), vino (5’5%)
y cerveza (3’5%); en grado de mención casi anecdótico afloran amenidades
alcohólicas para iniciados, como el tinto de verano, el calimocho o el
botellón. De forma manifiesta o velada, el buen tiempo sigue presidiendo
el escenario, el noctámbulo ahora.
Los estereotipos de siempre no nos abandonan. Como la siesta (15%), la
importancia de la familia (13%) o la sangre caliente, resuelta en pasión
y temperamento (21%), la diversidad (8%), con un par de apuntes sobre la diferencia
entre el norte y el sur, la riqueza, antigüedad y orgullo de la propia cultura
(17%) o la importancia de las fiestas y costumbres tradicionales (7’5%). El fútbol
es ídolo reciente, surge con fuerza (9%) y está claro que ascenderá
en la escala. Con la religiosidad, alusiones a la Semana Santa incluidas, no ocurre
como con la paella: los que han vivido aquí y los que no han venido nunca
o han estado sólo de vacaciones mantienen una proporción muy parecida,
alrededor del 20%. ¿Qué significa ese dato, en un país en el que
las iglesias están cada vez más vacías?7
Seguramente, la influencia del impacto que las múltiples manifestaciones
externas de la religión, por secularizadas o folclóricas que aparezcan
ante nuestros ojos aborígenes, causan en la impresión de otras retinas.
No es oro, astro, cirio, guitarra o traje de luces todo lo que reluce en
el sondeo anglo. Relumbran también negros satenes. Hay agujeros negros.
Los toros y la religiosidad, ya lo hemos dicho, aparecen en muchos casos dibujados
con esos tintes sombríos. Sin embargo, previendo la proclamación
de una imagen sin matices opacos, se hizo a los estudiantes una pregunta directa
–dirigida, nos corregirán– para averiguar lo que de negativo percibían.
Si el sol fue laurel de Hispania, la España negra se llamó machismo
y tradicionalismo (33’5%, del cual un 3% cita la violencia doméstica).
Más alejados asoman el terrorismo de ETA (16%) y el franquismo (12%), y
como últimas imágenes significativas, el ruido (7’5%), el mal funcionamiento
o la falta de eficiencia (7’5%), el atraso, la pobreza incluso (7%), el exceso
de turismo, ejemplificado paradójicamente en Benidorm (7%), los fumadores
(5%), el racismo (3’5%) y la criminalidad asociada a la droga (2%). Llama la atención
la dispersión de impresiones desfavorables pero, sobre todo, el bajo porcentaje
de sus referencias, después de requerirlas de manera expresa, frente a
la cuantía y a la concentración de las propicias. Asoman la puntita,
con una o dos concurrencias por reseña, estampas que hace unos años
hubieran destacado mucho más: la inestabilidad política, la Inquisición,
la impuntualidad, la pereza o, cerrando lo más negro con fundido en negro,
la Leyenda del mismo color.
Del sondeo se desprenden dos tendencias icónicas. La más
exitosa corresponde a un país cuya industria principal es el turismo, un
turismo marcado por el buen tiempo, las playas, la gastronomía y la vida
en la calle, y por lo percibido como todavía diferente, con la inmóvil
trinidad de la cultura popular a la cabeza: fiesta taurina, fiesta religiosa y
fiesta flamenca. Abriéndose camino a duras penas, imágenes movibles,
políticas, muchas veces infelices, generadas a partir de las pocas información
que sobre nosotros traspasan las fronteras septentrionales: las de un país
moderno pero deudor de su pasado reciente, con cuentas que aún le pasan
factura, donde el aumento de la armonía entre sexos se ve cuestionada por
frecuentes casos de discriminación o malos tratos a mujeres, democrático
pero atenazado por el chorreo terrorista, diverso a pesar de la tiranía
(ni demasiado censurada ni, al parecer, incompatible con la modernidad) de un
hato de impresiones uniformadoras.
En su reciente ensayo España no es diferente, Santiago González-Varas
mantiene que aunque nuestro país no es "ni por su historia, ni por
su cultura o cualquier otro factor, esencialmente diferente de los demás
Estados europeos, en la actualidad España está presentando ciertas
diferencias que pueden ser incluso más acusadas durante los próximos
años"8. Los mitos de la
peculiaridad hispana, que generalmente se presentan en contraposición a
una visión de Europa poco revisada, se mostrarían también
en Estados como Gran Bretaña, Alemania, Francia e Italia9.
Sin embargo, prosigue el ensayista, concurre en el contexto europeo una verdadera
anomalía española, la que consiente que "los jefes de
ciertas Comunidades Autónomas [...] se presenten en el extranjero en viajes
oficiales como emisarios de un país propio enfrentado con el Estado donde
se ubican". No le falta razón a González-Varas en su apostilla,
pero creemos que ésa es nada más la cresta de un peligroso iceberg,
pues la gran originalidad española es aún más extremada y,
sobre todo, arrastra repercusiones civiles mucho más graves. La nación
plurinacional y plurirregional que es España luce condición de Estado
plenamente democrático, una categoría que en realidad se arroga.
Muy al pesar, a la voluntad y al esfuerzo de la gran mayoría, España
no es, en la totalidad de su territorio, una democracia, ya que en dos de sus
países, el vasco y, en buena parte de sus límites, el navarro, las
libertades individuales han sido embargadas por una capilla que mantiene en situación
de alarma permanente a la ciudadanía, muy en primer lugar vasconavarra
y luego del resto de España; que extorsiona, secuestra, impide la expresión
y el voto libres, amenaza de muerte y mata; probablemente los únicos territorios
de la Unión Europea donde hay ciudadanos que se ven obligados a exiliarse
hoy día. Sobre esas comarcas del actual reino de España no hay democracia.
Franco, la prueba del nueve de cualquier mutación susceptible de
provocar sorpresa, comodín que viene explicando toda ‘anormalidad’ y todo
‘atraso’ contemporáneos y, en prodigioso giro reactivo, todo salto hacia
la modernidad, pierde terreno ante los ojos extranjeros que nos miran. Recíprocamente,
la gangrena terrorista de ETA y sus aledaños lo ganan. En medio subsiste
una democracia liberal que se descubre intimidada, en su existencia diaria, por
el fraude separatista que sostiene el terror. Nuestra cata histórica no
puede surtirse de explicaciones simplistas o de elisiones interesadas. Ni sobre
el espectacular cambio social forjado en los ochenta –que, en realidad,
se había iniciado en los sesenta a pesar de las sujeciones del aparato–.
Ni sobre las inevitables soluciones de compromiso y la vuelta de página
de la transición española –presentadas a menudo como modélicas,
a pesar de haber sido edificadas sobre la renuncia a una breve, pero no por ello
menos honrosa, legitimidad democrática, la republicana–. Ni sobre la reconciliación
de todos los españoles tras la brecha abierta en el 36, "Paz, Piedad
y Perdón" del histórico discurso de Azaña en 1938, jamás
cumplidos –acaso vislumbrados ahora, con el inicio de las exhumaciones de fosas
comunes, la rehabilitación política, social y económica de
los represaliados y las iniciativas de homenaje y desagravio al exilio–. Ni sobre
el desafío que dirige hoy a los derechos fundamentales de todos los hombres
el chantaje del nacionalismo etnicista –lerdamente enmascarado de reivindicación
de derecho elemental del individuo–.
Dos son, como vemos, las horas últimas de España que más
interés despiertan, tanto por sí mismas como por sus conocidas consecuencias,
dentro y fuera: la Guerra Civil y la Transición. Su estudio y el de los
caminos que nos condujeron a ellas resultan substanciales para entender lo que
somos hoy. El peligro, cuando relatamos y calificamos episodios de la historia
cercana, está en la tentación y, en momentos de emergencia, en la
costumbre, de deslizarse por una rampa de ideas recibidas, maquinales simplificaciones
y arengas emocionadas. Pero no se admitan otras excusas fuera de ésta de
la efusión, y sólo por ser largo el vínculo emocional en
las distancias cortas. Tanto más cuanto que los estudios históricos
sobre el siglo XX español gozan de magnífica salud, la bibliografía
especializada es ya abundante y, a pesar de lo inflamable de los períodos,
los autores más solventes empiezan a acercar posiciones.
El franquismo no hizo sino revalidar la imagen de España como país
excepcional, como peculiaridad dentro de un concierto, tan bien condensada en
aquel publicitadísimo y nada inocente eslogan, Spain is different,
que el Ministerio de información y Turismo creara en 1963 para atraer a
nuestras playas a turistas europeos de más arriba de los Alpes. Sin embargo
el eslogan, cuyo éxito póstumo prueba el hecho de que aún
provoque controversias, no es, como se suele pensar, responsable de la idea que
lo sostiene, pues la red de la excentricidad ibérica se empezó a
tejer, como mínimo, hace doce siglos, en plena Edad Media, cuando a España
no se le ocurría aún ser España: una malla de símbolos
culturales que tuvo su hilo axial en la invasión musulmana. La derrota
de las tropas de Abd al-Rahmán al-Gafiquí por Charles Martel en
Poitiers inició la configuración de un espacio anómalo en
la periferia del horizonte europeo; la península Ibérica "volvió
a convertirse en tierra de frontera y, por tanto, como en los tiempos prerromanos,
lugar exótico y fantástico"10.
Luego, la propagación de la leyenda de Santiago y el éxito de su
vía de peregrinación, la coexistencia de razas y religiones (excepción
absoluta dentro de una Europa monocultural y monoétnica), o el carácter
de "territorio de guerra poco menos que permanentemente abierta" harían
de España territorio de prometedoras aventuras. Tierra marginal,
pues, escenario de peligros y albures pero también pórtico de un
emporio insólito que ofrecía suntuosas mercancías: esencias,
sedas, alhajas, especias... Oriente había penetrado a Occidente por conducto
hispano.
No sería, sin embargo hasta la puesta de moda del grand tour,
el viaje que, antes de sentar cabeza, realizaban en el siglo XVIII los hijos europeos
de buena familia, con el objeto de procurarse el aprendizaje cosmopolita que ni
el liceo ni los salones podían dispensar, que se espaciaría, a través
de los libros de viajes, aquel estereotipo aglutinado durante siglos, el que consagraba
a España como la excepción, como el otro: un país
que, en términos negativos, se estimaba violento, supersticioso, negligente
y atrasado. Tanto la costumbre como su desahogo literario se extendieron aún
más en el siglo siguiente, revistiéndonos con la mucho más
amable dignidad de país romántico por antonomasia y estableciendo,
por último, la imagen internacional que pervive, la mejor impuesta, la
más repetida, casi la única visión desde fuera y una de las
más manoseadas dentro. Italia era en el XIX el destino predilecto para
los romeros alemanes y para muchos ingleses y franceses; pero España ofrecía
algo con lo que Italia no competía: Oriente en Occidente, un ámbito
mítico fundado sobre cuatro espacios urbanos, las piedras angulares de
la ley romántica de extranjería bien costeada: Sevilla, Córdoba,
Ronda y Granada. El enorme éxito de aquella imaginería andaluzada
se debe, en buena medida, a los giros retóricos de un Lord Byron o un Washington
Irving, en primera hornada, seguidas de los suscritos por Victor Hugo, Théophile
Gautier o Prosper Mérimée. Y, ya montados en el estereotipo de vía
ancha, a los aditamentos de Alexandre Dumas y George Borrow.
Al mismo tiempo que los viajeros ingleses y franceses izaban su imagen
oriental de España, asociándole atributos seductores como "belleza,
melancolía, ruinas, honor caballeresco, hedonismo o pasiones intensas",
los esforzados arquitectos oriundos de la identidad trabajaban en la suya o, mejor
dicho, en las suyas, porque, como mínimo, hubo dos. En primer lugar, la
confeccionada por los sectores conservadores, que hilvanaba su repertorio sobre
la base del catolicismo contrarreformista (marcado por su oposición proverbial
a lo musulmán, a más de antisemita y antiprotestante), la monarquía
y la cultura castellana, y que definía el supuesto carácter nacional
como belicoso y regido por sentimientos nobles. La versión liberal, entretanto,
promovía su modelo a partir del mito de la Guerra de la Independencia y
lo afianzaba por medio de la reivindicación del constitucionalismo, la
soberanía popular, la convivencia entre religiones, la regeneración
y la europeización; el progreso, en suma.
El fenómeno no fue ni mucho menos privativo de España, sino
que se encuadraba de lleno en el paisaje contemporáneo. A lo largo del
siglo XIX casi toda Europa se hallaba embarcada en procesos de construcción
de identidades colectivas, con las élites culturales entregadas a un frenesí
creativo que daría lugar a múltiples producciones "literarias,
pictóricas, musicales, históricas o incluso pseudocientíficas"
cuyo fin inconfesado era diseñar una identidad nacional capaz de
consolidar regímenes nuevos (el caso italiano, por ejemplo) o de refundamentar
viejas monarquías (Francia o España) en la flamante fe nacional.
Es lo que Eric Hobsbawm llamó, en expresión que ha hecho fortuna,
la invención de la tradición11.
Sin embargo, como bien ha establecido José Álvarez Junco en su excelente
estudio sobre la idea de España en el siglo romántico, "estos
creadores no trabajan en el vacío, sino con materiales dados, preexistentes
[...], que, por tanto, limitan o condicionan la tarea. De ahí que el término
adecuado sea, probablemente ‘construcción’, en lugar de ‘invención’".
De los dos proyectos hispanos, el de los reformistas fue el que menor huella dejó,
justamente porque su bastimento con "símbolos comprensibles"
y con "materiales adecuados, esto es, con tradiciones y creencias aceptables
para el conjunto o una parte significativa de la opinión" era muy
inferior al que presentaba su proyecto rival, el tradicionalista, que, por otra
parte, tampoco llegaría a dar consistencia interna a una identidad bien
estructurada. Los diferentes procesos decimonónicos culminarían
en el viejo continente con mayor o menor éxito, según el país,
pero el alcance del caso español todavía se discute y entre los
historiadores que lo avalan suelen reproducirse dos observaciones: fue incompleto
y fue tardío.
Lo paradójico es que, andando el tiempo, se impusiera, como se impuso,
incluso dentro de nuestras márgenes, no alguna de las visiones que con
tanto denuedo se amasaban en el interior, sino la creada por la colonia itinerante.
Sobre todo llama la atención que uno de los ingredientes básicos
del perfil dibujado desde dentro, la oposición secular del cristianismo
hispánico al moro infiel, perdiese la batalla frente al pabellón
maurófilo, orientalista y andaluzado, que enarbolaban los viajeros. No
hay duda: España es hoy, para el mundo, algo muy similar a lo que los estudiantes
de Hispánicas de la Universidad de Leeds expresaron en la encuesta que
hemos comentado más arriba: la suma de la impresión romántica,
más el reajuste que supuso la incorporación de los mitos –neorrománticos,
por cierto– surgidos en el siglo XX. Un estereotipo sólido al que, sin
embargo, el mundo intelectual se aviene en desautorizar como infundado, sin raigambre
en la mera realidad física. ¿Significa eso que nuestros visitantes improvisaron
su vistosa imaginería, que no trabajaron "con materiales dados, preexistentes",
que se sacaron sus iconos de la manga? Las ruinas de sinagogas que dijeron haber
visto, los bandoleros, los refinados alcázares, manolas, toreros, gitanos
y danzarinas, rejas, palique y guitarra, crucificados y penitentes en procesión
¿fueron alucinaciones de su anhelo de exotismo y pasiones violentas o los compuso
el pueblo a su paso, como en la famosa película de García Berlanga,
prestos para el grabado y el apunte lírico?
Los hubo, y bien poco tuvieron que ver escritores como Byron o Dumas con
su existencia física, como poco o nada intervinieron aquellos ánimos
transeúntes en la gestación y el primer desarrollo, contemporáneos
de sus excursiones, del arte flamenco. Pecaron, eso sí, de incontinencia
sensorial, divisando figuras pintorescas en demasiadas esquinas, pero es desatinado
sostener que trabajaban ex nihilo. Jorge Luis Borges, que no era exactamente
inglés ni completamente romántico, dijo haber experimentado hace
sólo veinte años, ayer mismo en términos de caducidad o permanencia
de símbolos, en esta parte del mundo, la fascinación que el lugar
impenetrable que denominamos Oriente ha ejercido siempre para los hombres occidentales:
"Hay algo que sentimos como el Oriente, que yo no he sentido en Israel y
que he sentido en Granada y en Córdoba"12.
Es decir que, en 1980, un eminente visitante argentino percibe aún algo
que otro ilustre testigo había observado en 1863, un conmovido Hans Christian
Andersen que arranca unas flores en los patios nazaríes, las intercala
en su cuaderno de notas y se las lleva a casa, y que eso no difiere demasiado
de lo que experimenta quienquiera que visita Toledo, ve bailar a Eva la Yerbabuena,
prueba las rosquillas de ángel de las Dominicas Dueñas de Zamora
o pasea por Vejer de la Frontera. Entresijo y cifra de lo lejano sin salir del
todo de casa; exotismo controlado, dentro de unos límites, los propios.
Esa misma extrañeza de nuestra impronta, que tan atractivo señuelo
hace para el hombre septentrional, se ha esgrimido a menudo como uno de los rasgos
que con más fuerza nos impedían ser modernos. Los irritados por
el proverbial atraso no sólo aducen causas sociopolíticas y económicas
cuando se trata de fundamentar sus tesis, sino que suelen culpar del mismo a ciertas
expresiones culturales, considerándolas ya obstáculos, ya fachada
que oculta los verdaderos problemas, y entre las muestras de campo que invocan
aflora invariablemente alguno de los componentes de la trinidad de la cultura
popular. En su esquema, la pervivencia en el siglo XXI del espectáculo
taurino representaría uno de los restos más perversos de nuestra
antigua crueldad, el auge de las procesiones un ejemplo palmario de superstición
y desvarío colectivo, y la difusión que los medios de comunicación
dispensan al flamenco, o a su hija natural, la copla, un retazo penoso del franquismo
que los promovió, cuando no los creó13.
Eso, tomándolos por separado. Porque la mezcla de los tres da lugar, en
el alegato post-ilustrado, al cóctel vergonzante, impuesto desde arriba,
del pintoresquismo y la afectación más trasnochados. Como si tuviéramos
que optar irremediablemente entre prescindir de todo eso para acceder a
la modernidad, o bien renunciar a ella, caso de persistir en el culto a las reliquias.
La realidad, algo más caleidoscópica sin embargo, nos muestra que
desde 1863 hasta 1980, y de este año a 2003, España, sin renunciar
a ambigüedades ni a paradojas, figuras retóricas en las que, por otra
parte, se mueve a gusto, ha cambiado. En especial en el último cuarto de
siglo nuestro país ha conocido un progreso que hoy sólo ponen en
duda los cuatro nostálgicos del pesebre, el bozal y la brida nacional-católicos,
sus pares de la izquierda autocrática y una parte considerable del abertzalismo.
Con las desventajas y carencias de todos conocidas (paro, corrupción y
favoritismo, precariedad de algunos transportes, niveles educativos o profesionales
por debajo de la media europea, ineficacia administrativa y clientelismo14)
pero razonablemente modernos, al cabo.
La marca negativa que aquellos espectáculos portan es innegable.
Hay saña en la corrida, hay idolatría y jactancia en procesiones
y romerías y un desgarramiento y una rabia consustanciales al cante jondo
que lo hacen casi intolerable para el profano. El kitsch se enseñorea
en cada uno de sus aspavientos. Lo cutre se esconde en sus trastiendas, allí
donde el brillo rutilante de su cualidad escénica no alcanza. Pero incluso
en las zonas expuestas a la luz existe riesgo: muy fanático de la tríada
ha de ser uno para no admitir que el aburrimiento y el empalago la acechan de
forma obstinada. Para oír un buen cante o ver un buen baile se precisa
una tolerancia infinita hacia la potencial informalidad o el estado de las facultades
del intérprete (el buen flamenco requiere siempre aptitudes no ya artísticas,
físicas, extraordinarias), soportar mucha morralla gritona, mucha falsía
y mucha zapateta mientras se recorren festivales y peñas, teatros y convites.
Presenciar esa tanda mágica de naturales de la que luego se extasiarán
hablando los aficionados en tertulias taurinas supone haberse tragado antes miles
de zafios derechazos y haber visto mucho bicho mal morir. Quien quiera disfrutar
de los diez minutos de gracia que procura la contemplación de un paso de
palio felizmente mecido al compás de una saeta bien entonada que alguien
dirige a una Soledad mejor encarada, ha de prepararse para acechar durante horas
y aguantar más de un pisotón.
En Andalucía, el dominio de estas tres (cuatro, si incluimos la
copla) manifestaciones culturales es tal que silencia a cientos de otras, más
modestas, menos estereotipadas, incapaces de resollar ante prepotencia tan ubicua.
La llegada de la Pascua supone, año tras año, la invasión
y el colapso del espacio público durante siete días, es decir, coacción
y ruido, tormento sistemático para los ciudadanos que no gusten de la celebración
o que, sencillamente, quieran descansar en su ciudad durante las vacaciones. Pero
ya nacen nuevas cofradías y una fórmula difusora se expande, y afecta
a otras ferias, como la Cruz de mayo en Granada, el Rocío o los Carnavales
de Cádiz, impulsando un concepto de la fiesta que no conoce restricción.
Cada año ocupan más horas, más días, más ciudad,
cada convocatoria capta nuevos adictos y cada neófito deja en su éxodo
un presente: basura. Muñoz Molina lo llamó la Andalucía obligatoria,
en un artículo que se alineaba con las posturas racionalistas que relacionan
ignorancia, atraso, superstición y folclorismo, y que levantó querellas15.
Pero, aparte de esa asimilación, que no compartimos, reprobaba el novelista,
con mucho tino, una Andalucía que se ha impuesto por decreto en la propia
Andalucía, especie de desbordamiento al mismo tiempo popular y oficial
de sevillanismo espeso. Los andaluces de la no-obligatoriedad la sufrimos a diario,
por eso entendemos bien el malestar de tantos españoles, repartidos por
los otros dos tercios del país, cuando este sur en pie de juerga, corneta,
faralá, tambor, miarma y ole, empuja e invade, avalando una imagen
no ya de Andalucía, de España, que tuviera por capital una excrecencia
metropolitana: Hipersevilla.
Hay un defecto elemental en los dictámenes, digamos, antagonistas,
a saber, que de su crítica a la exuberancia festiva que padecemos pasan
con desenvoltura a reprobar la fiesta en sí, su existencia y, en ocasiones,
hasta su esencia. Esto es fruto de un fatal desplazamiento, de un salto lógico
indebido, la descalificación del todo por la tara de una de sus partes.
La reprobación asoma unas veces de manera subrepticia, otras de frente,
pero no acaba de concretar su propuesta de relevo, porque con algo habría
que llenar el vacío social que dejarían, de ser liquidados, lidia,
zambras, simposios o romerías. Se nos participa que la subversión
vital de la fiesta supone un residuo de antigua barbarie, pero no queda claro
qué tendríamos que hacer para civilizar a toda esa masa que acude
a su llamada. La lectura entre líneas de las invectivas parece sugerir
que la suspensión de actividades comportaría distribuir obras de
Diderot a la multitud, en vez de cirios y manzanas caramelizadas. Pero, y si esos
"gastos rituales", los festejos y las ceremonias, fueran benéficos.
Y si la fiesta fuera, en nuestra sociedad, algo tan insustituible que en caso
de reemplazarlo pasáramos a ser otra cosa, una que no somos todavía
y que acaso no deseamos ser. Sumergirse en ella supone interrumpir la marcha del
tiempo por parte de un colectivo, "una comunidad viva en donde la persona
humana se disuelve y rescata simultáneamente"16.
De esa inmersión en el caos el grupo sale reafirmado en su identidad, puesto
al día en sus relaciones sociales, purificado. Desertar de ella conduce
a una forma de suicidio.
Y no parece, la verdad, que España esté preparando aún
la soga. Un país que cuenta con tal cantidad de fiestas populares, que
incluso se ha permitido, en los últimos años, reinventar celebraciones
desterradas u olvidadas, no camina hacia la deserción. En su libro Fiestas
populares en España, día a día, María Ángeles
Sánchez considera unas tres mil, con la advertencia de que ese número
supone menos de la mitad de las que en realidad existen17.
De seis a siete mil fiestas al año, por tanto; más la cantidad de
días feriados que tal descarrío implica; qué entrega a la
galbana, qué poco modernos: de esta suerte moraliza el sermón ilustrado.
Pero hay otra forma de percibirlo. La fiesta supone una forma activa de enfrentar
el ocio, nada que ver con cruzarse de brazos; y antes que anticuados nos hace
adelantados, porque verdadero adelanto humano es cultivar la táctica de
balizamiento del tiempo, marcando en él cosechas, frenándolo para
estrechar nuevas alianzas o asegurar las viejas, prevaricar con los dioses, celebrar
la vida y evocar a los muertos. En el acomodado norte, donde cada vez hay menos
espacio y menos tiempo para ese lujo, la cohesión social, sin celebraciones
periódicas que la refuercen, se ve debilitada, la armadura de lo recíproco,
carcomida. La interrupción simbólica del devenir autoriza al tiempo
a volver a ser "lo que fue, y es, originariamente: un presente en donde pasado
y futuro al fin se reconcilian"18,
y si el tiempo no puede descansar de su mismo suceder, cómo librarnos nosotros,
siquiera por unas jornadas, de la maldición constante de la expectativa.
Las famosas parades neoyorquinas no logran ese alivio; de hecho, a cualquiera
que provenga de un país donde los festivales no hayan perdido aún
su verdadero sentido de reconocimiento mutuo y alto en el camino, aquellos desfiles
le producirán una incomodidad ante la cual no hallará clara razón,
y es que en ellos se ha producido el vaciado y la momificación de un organismo
que un día estuvo vivo.
El ritual, el sacrificio y el arcano atraviesan la terna de arriba abajo.
Minuciosos ceremoniales imitan, reinventándolos, los oficiales, para acabar
revelando en éstos la adscripción mítica y pagana que la
propia ortodoxia suele recriminar a sus renuevos. La santa alianza de la fiesta
y la muerte se remoza en aras de asfalto, madera y arena, ya ostensible, ya secretamente.
Sacrificio del animal totémico; inmolación del Hijo del Hombre;
asistencia del trance a las fatigas del cante y el aspa del baile: el duende,
si Manuel Torres y Federico García Lorca no nos engañaron, no es
sino la comparecencia de la muerte. Y junto a Thanatos, Eros. Hacer lunas llaman
a capear desnudos los maletillas, en la noche de plenilunio, los toros en el campo.
Testimonios hay de matadores a quienes en plena corrida vespertina les sobrevino
polución nocturna. La noche de primavera ve pasar imágenes de María
que debieran, en la provincia del sentido común, tener facciones de ancianas,
pero que en el campo legendario de las ciudades convertidas en templos son milagrosas
bellezas dolientes de sólo veinte años, cuyos hijos, en la treintena,
figuran más amantes suyos. Noches sin dormir, turbas que se mueven de la
calle al bar para reponer fuerzas y del bar a la calle para derrocharlas; apretarse
de los cuerpos, florecimiento y exhalación. Estertor del cante, convulsión
del baile. En la noche asaeteada, en el círculo de arena, en el cadalso
del grito luchan Apolo y Dioniso. Son momentáneos, aunque la retina los
quiera indelebles, los triunfos de Apolo. La victoria es siempre del dios del
arrebato. En las sociedades occidentales, cada vez más secularizadas, nuestra
racionalidad se siente ora incómoda, ora fascinada, con estas expediciones
al otro lado sin salir de éste. España –una España, bien
es cierto, orientada al mediodía– en tres de sus manifestaciones populares
más señeras mira al misterio, o así lo sienten los ojos que,
mientras nos acusan o admiran, nos construyen.
Yerran quienes establecen una correspondencia solidaria entre el franquismo
y el trébol español de la cultura de masas. El favor del público
hacia tales expresiones no había sido menor durante la República,
o en los años diez y veinte. Lo que hicieron los ideólogos del régimen
fue apropiarse de expansiones populares arraigadas con la intención, nada
original, por cierto, de atraerse la inclinación política de la
mayoría. La sola nómina de profesionales vinculados a aquellos campos,
exiliados o disidentes tras la guerra, bastaría para desarticular tal tesis.
Se trata, además, de tres fenómenos polisémicos y contradictorios,
capaces de moverse con astucia entre dos aguas, abanderando, cuando conviene,
proyectos reaccionarios o escapándose, con una mueca finísima de
burla, de los más opresores corsés morales y sociales. Hubo, sin
duda, exceso, un exceso tal que desembocó en hartazgo: sólo un poco
superior al que padecemos en la actualidad. Ése y no otro es el auténtico
peligro que corren hoy las artes tradicionales, su depreciación por sobredosis,
sobre todo mediática19. Un sinfín
de cadenas de televisión les brindan una existencia amplificada y fulgurante
a cambio de adulterarlas, al tiempo que nos transforman en un gigantesco parque
temático.
En 1996, el Instituto Nacional de Turismo invitó a diez de los más
renombrados fotógrafos del momento a que interpretaran, con una instantánea,
el eslogan España: pasión por la vida para su campaña
de promoción en el extranjero. David Bailey, Elliot Erwitt, Michael Kenna,
Annie Leibovitz, Jean Baptiste Mondino, Herb Ritts, Sebastião Salgado,
Jean Loup Sieff, Ellen von Unwerth y Javier Vallhonrat fueron los designados.
Bailey retrató a Tápies junto a una de sus obras. La preferencia
de Kenna fue un horizonte manchego con molinos de viento. Sieff situaba a una
mujer desnuda, alejándose, en el centro de un paisaje volcánico.
Javier Vallhonrat, el único español del conjunto, y Herb Ritts eligieron
un mismo motivo iconográfico: la española. Con resultados
felices en ambos casos, no obstante su talante encontrado.
El de Ritts es un retrato en blanco y negro del busto desnudo de Helena
Christensen. Maquillada con mesura, el pelo recogido en una castaña alta
y coronado por una peineta, la modelo despliega un abanico cuyo calado se proyecta
en sombra sobre un brazo, el mismo que censura la firme curva del pecho. Su mirada
de agua marina se dirige al objetivo. Distintivos de españolidad
son aquí el abanico, la peineta y el peinado; la pasión está
presumida en ellos, antes que en su expresión gélida o en la sensualidad,
tan disciplinada. Vallhonrat escogió, en cambio, el color, un color de
efectos candentes cuyo empleo es ya una declaración y una exégesis.
Su española, sobre un fondo que sugiere el crepúsculo, apunta un
paso de flamenco, la postura de las manos y el vuelo del mantón así
lo indican, la calidez de los tonos y la ropa ligera aluden al verano. Su delgadez,
el afeite suavemente llamativo y tres cortes conexos: de pelo, cara y vestido,
muestran a una mujer actual, mucho más actual que la de Ritts, la cual,
merced a sus atributos y su actitud, se torna intemporal. Se trata de dos distinguidas
versiones de un tema en el que ha abundado la historia del arte desde Goya, una
extranjera, la otra local, aunque esas dos etiquetas serían intercambiables
si no hubiera un pie de foto que identificase sus respectivas progenituras. Hoy
día se estimará engorroso reclamar refrendos o cismas nacionales
sobre un tópico tal, por una poderosa razón: el enorme tirón
estético y el ascendiente de un motivo clásico que ni siquiera la
iconoclastia de las vanguardias osó asaltar y que subsiste.
Han
pasado siete años desde la confección de las españolas de
Ritts y Vallhonrat y Turespaña ha lanzado su última operación
publicitaria, esta vez bajo el lema Spain marks, ‘España marca’,
o ‘España deja huella’, un total de veintiún pósteres, donde
se despliegan las señales que nuestro país ha impreso en sendos
visitantes extranjeros20. Ideas brillantes,
metáforas ingeniosas, greguerías visuales a la búsqueda y
captura de la sorpresa. La gran mayoría de "marcas" dejadas en
los cuerpos o la ropa de los turistas han sido provocadas por el sol y el mar.
Luego están las causadas por el arte, la historia y la naturaleza, la comida,
incluso los campos de golf o el aprendizaje del español. A la convocatoria
no falta nuestra troica de referencia, que acude a aportar algunas de las más
sugestivas ilustraciones de la serie: una joven nórdica lleva un caracolillo
pegado a la frente, un chico japonés una camisa de gruesos lunares: flamenco
y feria. En plano inserto, un hermoso medio perfil femenino llora una lágrima
larga sin descomponer el gesto; por si la asociación no estaba clara el
retrato de la Macarena nos auxilia desde la esquina. A través de un desgarro
en el pantalón vaquero se muestra, provocador, un glúteo masculino;
lo lleva hoy, tal vez en su país, porque en Pamplona corrió un encierro21.
Curiosas, cuando menos, las coincidencias icónicas entre esta serie publicitaria
diseñada por Luis Solero y Mari Luz Sánchez y los resultados de
la encuesta de los chicos ingleses, con un distingo: lo que en los escrutinios
se revelaba previsible y molesto, aquí concita el aplauso22.
La serie sugiere la idea de integración del visitante por medio de los
tópicos que exaltaron los viajeros románticos, más algún
otro de nuevo cuño, tópicos que ahora son incorporados y llevados
a casa como preciado souvenir.

Hay otros reclamos, más modestos, destinados al público interior,
que participan también de esta aspiración actualizadora del imaginario
antiguo. Así ocurría con el cartel oficial de la Semana Santa malagueña
de 2001, en el que por obra del pintor Eugenio Chicano la Virgen de Gracia quedó
transfigurada en un encantador icono pop, tanto como puedan serlo hoy las efigies
tratadas de Marilyn, Camarón, Einstein o el Che. Su autor reprodujo el
busto mariano a partir de un cliché, utilizando manchas planas de colores
pálidos, ocres y violados, muy a la manera del pop-art. Es enorme
la proliferación actual de carteles de Semana Santa, y se corresponde con
el auge de todo lo cofrade, imposible de explicar en términos de fe23:
hoy, casi cada hermandad tira su propio cartel. El que edita este año la
cofradía granadina de la Aurora presenta, en la línea emprendida
por la composición de Chicano, aunque de modo más tosco, una iniciativa
absolutamente insólita. Dividido el rectángulo del pliego en cuatro
partes iguales, la imagen de la titular acontece, uno afirmaría que por
primera vez en los anales de la tediosa iconografía de Semana Santa, cuadruplicada,
variando en cada uno de los facsímiles las masas de colores vivos –la cita
de Andy Warhol es ahora expresa–. De este modo el ídolo popular, ya no
estrella de la canción, el cine, la ciencia o la revolución, sino
de la cultura piadosa, seriado y despersonalizado, semejante a otras mercancías,
es promovido como manufactura asimilable, no enfrentada, pop24.
Frescas representaciones de usados iconos para la sociedad que se autointerpreta.
Presentes en carteles, fotografías, pinturas, textos literarios, ballets,
películas, óperas, canciones y colecciones de moda. Tópicos
partidarios e invasores, problemáticos; pero también vigorosos,
deslumbrantes, fértiles de simbología. Hubo una época, el
primer tercio del siglo XX, en que la alta y la baja cultura vivieron en España
un momento de tal simpatía que parecían superados históricos
recelos. Coincidió con lo que los críticos llaman hoy la Edad de
Plata: de Falla a Picasso y de Lorca a Buñuel, nada menos. Pero también
en eso el franquismo significó ruptura y fracaso, también eso ha
habido que reinventarlo. Hoy, las miradas exteriores e interiores sobre nuestra
cultura popular se buscan o convergen; apenas sin complejo las nuestras, las suyas
cada vez con mayor matiz. Un éxito cuasi planetario como el de Almodóvar
no se explica sin su elaborada puesta al día, en límpido tecnicolor,
de los estereotipos del exotismo español y su escolta alegórica,
siguiendo un camino de perfección que afecta no sólo a la técnica
cinematográfica o la consistencia de los guiones, sino también al
tratamiento del cante, el baile y la canción, la religión popular
y la lidia. Paralelamente, la escena I de la Gloriana de Opera North podría
haberla firmado perfectamente un director de escena español. En nuestros
eclécticos días, sospechosos habituales como Eduardo Arroyo, Terenci
Moix, Rogelio López Cuenca, Almodóvar, Jorge Represa, Pablo García
Baena, Bigas Luna, Victorio & Lucchino, Lluís Pasqual, Francesc Torres,
Antonio Gades, José Miguel Ullán, Agustín Díaz Llanes,
Ana Rossetti, Jordi Savall, Gutiérrez Aragón, Joan Brossa,
Vázquez Montalbán, Juan Barjola, Martín Patino, Serrat, Sabina,
Carlos Saura, Costus, Juan Goytisolo o Martirio son sujetos convictos de un ejercicio
de manipulación inteligente y distante sobre el imaginario ritual popular
que o insiste en la interjección y la distorsión expresionistas,
de larga tradición entre nosotros, o incorpora, con frecuente sesgo surreal,
dos exigencias modernas, el humor y la ironía, o rinde, desde una veta
serena y esteticista, liso homenaje. Pero no están solos, nunca lo estuvieron,
los acompañan miradas extranjeras. Las de Christine Spengler, Kazuo Ohno,
Carlos Fuentes, Robert Motherwell, Pierre et Gilles, Julian Schnabel, Juan Fresán,
Pina Bausch, Michel Houellebecq, Alexander McQueen, Léo Ferré, Terry
Berkowitz, Peter Brook, Marc Almond, Paul Ingendaay, Moschino, Cees Noteboom,
Peter Handke, Miles Davis, Michel Leiris, The Clash, Paolo Conte, Phyllida Lloyd...
La lista no puede ser sino fragmentaria. De llegar a abordarse, el catálogo
no se lograría acotar, porque su naturaleza forzosamente imperfecta le
obliga a tolerar intrusiones y cuestionamientos continuos. En este preciso momento
alguien lo perfora y discute: usted, seguramente.
He aquí el signo del animal simbólico:
fabricar una tras otra metáforas, con el anhelo de aprehender la realidad
a su través. Cada vez que cerramos una respiramos reconfortados, sin reparar
en que nuestra fortuna reside en no abrocharlas del todo, en no acabarlas nunca.
Válganos España.
POSDATA: En el momento de la redacción de este artículo una
coalición de tropas británicas y estadounidenses ocupa Irak, tras
un mes de guerra secundada por nuestro gobierno. Con respecto a la invasión
en sí baste reiterar, las veces que sea necesario, que carece de legitimidad,
que es arbitraria y es inmoral. En lo que concierne al tema que nos ocupa, una
sombra de efectos dañosos se proyecta sobre nuestra imagen internacional.
España se convierte, por decisión de unos gobernantes sordos y ciegos
pero no mudos, tan sólo encasquillados a la hora de argumentar, en país
malagradecido, judas de la construcción europea, cuando venía siendo
uno de sus firmes garantes, y en coadjutor en el intento más resuelto de
los últimos tiempos por aniquilar la legalidad internacional depositada
en la Carta de las Naciones Unidas. Su apostasía del eje franco-alemán
corre paralela al desamparo en que deja a Hispanoamérica, cuyos representantes
políticos en el Consejo de Seguridad de la ONU sí tuvieron el coraje
histórico de no ceder, y pone en tela de juicio, aún más
si cabe, aquel nuestro papel de privilegio como interlocutores para el Magreb
y Oriente Próximo. En resumen, nuestra chusca participación en la
guerra en calidad de comparsas nos coloca, de nuevo, en la periferia. Esa periferia
que el Reino Unido encuentra tan confortable (volvamos a las encuestas a pie de
aula: el 75 % de los estudiantes de Hispánicas de la Universidad de Leeds
que fueron preguntados en 2002, respondieron que en absoluto se sentían
europeos) y de la que España parecía, al fin, trabajosa pero gozosamente,
haber zarpado. Exóticos en lo que de verdad importaba no serlo, externos
a una Europa que era nuestra por derecho histórico; y por derecho político
e internacional.
Notas
1.- Gloriana se estrenó en la Royal Opera House de Covent Garden el
8 de junio de 1953, seis días después de la entronización,
en una gala destinada a diplomáticosy altos dignatarios.
2.- DEACON, R., "New Bases for Old Sculpture", in DEACON, R. and
LINDLEY. P. (ed.), Image and Idol: Medieval Sculpture, London, Tate Publishing,
2001
3.- MACCULLOCH, D., "The Myth of English Reformation", Journal of
British Studies, vol. 30, 1991.
4.- Nos referimos a la dolorosa de vestir tal como se la concibe, en términos
estéticos y representativos, de Despeñaperros abajo. Tal atención
no implica menoscabo de otras semanas santas españolas de resonancia, fundamentalmente
las castellanas, la aragonesa y la murciana.
5.- Se sometieron a la encuesta los alumnos que asistieron a clase aquella
semana. Únicamente no están representados los estudiantes de 3º,
que es el curso de estancia en un país extranjero, con frecuencia España.
6.- ÁLVAREZ JUNCO, J., Mater Dolorosa. La idea de España en el
siglo XIX, Madrid, Taurus 2002.
7.- "De 1964 a 1988, el porcentaje de católicos practicantes cayó
del 83 al 41% de la población, aunque en esta última fecha sólo
el 1% pertenecía a otras religiones". GINER, S., Los españoles,
Plaza & Janés, Barcelona, 2000
8.- GONZÁLEZ-VARAS IBÁÑEZ, S., España no es diferente,
Madrid, Tecnos 2002.
9.- Según el autor, estos mitos serían: la diversidad interregional
y la de los hombres interregionales, la unidad inacabada, la ausencia de una identidad
común, las dos Españas, la decadencia, un peculiar carácter,
la imposición de Castilla sobre las demás regiones y, como capítulo
de especial importancia para la justificación de sus tesis, la pluralidad
lingüística.
10.- En tanto no se especifique otra cosa, las citas que a continuación
aparecen, así como el soporte teórico de nuestra argumentación
sobre la construcción de la identidad colectiva se deben a: ÁLVAREZ
JUNCO, J., Mater dolorosa. La idea de España en el siglo XIX. Madrid, Taurus
2002.
11.- HOBSBAWM, Eric & RANGERS, T. (eds.), The invention of Tradition, Cambridge
U.P. 1983.
12.- BORGES, J.L., "Las mil y una noches", en Siete Noches, Fondo
de Cultura Económica, Colección Tierra Firme, Buenos Aires / México,
1980.
13.-Sirvan como muestra los testimonios de tres escritores españoles,
tomados de las páginas de la prensa en el año 2000: "Esta bajada
de sangre a las pezuñas es el último vestigio de una violencia ritual
que nos impide ser modernos" (VICENT, M., "Más toros", en
El País, 7-V-2000). "Quienes no vemos en la crucifixión más
que un método expeditivo para acabar con cierto trovero alelado y sentimental
no sé yo por qué hemos de padecer un martirio que nos es tan extraño
como el historial médico de Poncio Pilatos" (SOTO, J., "Tambores
cercanos", en El País Andalucía, 17-IV-2000) "Es injusto
más que cruel, y posiblemente constituya una aberración cultural,
pero para una inmensa minoría de este país, entre la que me cuento,
el flamenco y la copla se asocian a la españolada, y ésta al país
que nos gustaría enterrar bajo llaves en el mausoleo de Franco" (MOLINA
FOIX, V., "¡Ay, Maricruz!", en El País, 29-II-2000).
14.- GINER, S., Obra citada.
15.- MUÑOZ MOLINA, A., "Andalucía obligatoria" en La
huerta del Edén, Ollero & Ramos, Madrid 1996.
16.- PAZ, O., "Todos santos, día de muertos", en Los signos
en rotación y otros ensayos, Alianza Editorial, Madrid 1971
17.-SÁNCHEZ, María Ángeles, Fiestas populares en España,
día a día, Ediciones Maeva, Madrid, 1998
18.- PAZ, Octavio, Obra citada
19.- GINER, S., Los españoles, Plaza & Janés, Barcelona
2000
20.- Son veintiuno hasta el día de hoy, pero Publicis, la agencia creadora,
prevé su ampliación gradual.
21.-El motivo tiene un precedente: la publicidad de Canal + para la Feria
de San Isidro 1994 Nadie se arrima más a la feria, cuyo reclamo era una
fotografía de un torero, de espaldas, en jarras y con el traje de luces
rasgado justo en la misma región anatómica.
22.- Excepción hecha de la reacción protagonizada por varios
grupos feministas y socialistas catalanes hacia una de las imágenes, en
la cual una mujer de espaldas exhibía la marca dejada por un tanga. Turespaña
cedió a las absurdas protestas y retiró el cartel. Publicis lo reivindica.
23.- Vid. nota 6.
24.- Se podría deducir de esta doble alusión gráfica a
Warhol un vínculo buscado entre la sensibilidad cofrade y la camp. Sin
embargo, tal convergencia no es sino el corolario lógico de un antiguo
fervor. Lo camp era rasgo distintivo de la Semana Santa sureña mucho antes
de la confección de estos carteles. Como lo es de la copla y, si nos apuran,
del toreo. El homenaje de sesgo abiertamente homoerótico, que artífices
como Pierre et Gilles, Costus, Christine Spengler, Ana Rossetti o Marc Almond
dedican a los mundos capillita, coplero y taurino ni es pura invención
ni casualidad: son artistas atraídos por un gusto que reconocen y recrean.
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