Arma cándida
Con tus pequeñas garras, Lolita Vladimir Nabokov
José Javier
León
Entre
los veintiún teatros hispanos posibles, elegimos Colombia. Hay una página
electrónica, creada por un doctor de la Universidad de Giggle, que cuestiona
la hispanidad de las antiguas colonias españolas, al tiempo que impugna
clichés como la insularidad de Australia o la existencia de genuino machismo
en la mujer: <www.fightingcommonplaces.giggle.edu.com>
se llama el sitio. Sin embargo, un escenario dramático colombiano suena
ya convincente, por lo cual, aún a riesgo de procurarnos a un futuro enemigo
en el pedagogo de Iowa, sancionamos la candidatura. Puede que usted hubiese preferido
Costa Rica, y es cosa que se entiende, pero mucho nos tememos que su instancia
llegará tarde.
En segundo lugar, la fundación. Colocaremos, en algún
paraje de aquella república, a diecinueve chicas y cuatro chicos (son las
proporciones que se manejan en lenguas hodiernas y nosotros hemos de reflejarlas)
llegados de Centroeuropa, de la Universidad de Rosencrantz, en Austria, de la
cual pocos de ustedes, hasta hoy, han oído hablar.
Por cuanto este testimonio quisiera resultar menos ejemplar
que un apólogo y más sobrio que una mojiganga, la nómina
de personajes será corta y sus protagonistas presentarán un perfil
psicológico moderado, pero además se intentará que no peque
de exótica o quimérica; no caigamos, pues, en la tentación
de abrirle las fronteras a actores que procedan de terceras patrias, supondría
complicar una trama modesta por necesidad; mejor contratemos a americanos, como
objetó aquella catedrática cubana de Yale cuando le presentaron
un currículum que había superado todos los tamices, pero que remitía,
ay, un inmigrante recién llegado de La Habana. Los educadores serán,
por tanto, colombianos, incluido el papel principal, que vendrá a representar
un hombre en el promedio de su vida a quien bautizamos Sebastián, porque
su buena fe y su alma bovina serán castigadas con dardos intercostales.
Sebastián no sólo se va a ocupar de enseñar
español, sino que además es el tutor del grupo, pues habla alemán,
es pacificador y simula celo cuando le hablan; así se garantiza una asignación
complementaria de dinero oscuro en sobre claro. La ciudad la imaginamos portuaria,
de modo que los novicios centroeuropeos crean que pasan menos calor del que en
realidad pasan: Cartagena de Indias, en el Caribe. Programa Bimestral de la Universidad
de Rosencrantz en Cartagena. Ya podemos dar principio.
Una mañana, la alumna llamada Elke se acerca a Sebastián.
Con mohín sombrío comienza a contarle que su prima, a la que estaba
especialmente unida, nudo en la garganta en la frontera del estrangulamiento,
ha muerto, y que tiene que volver para el entierro, mirada acuífera desviada
del eje de cortesía, que será en Salzburgo, primeras gotas saladas
buscando la barbilla. Él se interesa, más educado que previsor o
curioso, por cómo ha fallecido la prima, pero a la chica se le desmanda
el llanto y el colombiano empieza a tener dificultades para percibir los casos,
hasta casi amalgamarlos o dejar de identificar muchos de los términos que
Elke emplea, aunque está casi seguro de que ha balbucido la palabra homicidio.
Intenta consolarla, pero también quiere detener esa impresión de
estupidez de quien no puede, por la circunstancia fatal con suplemento de lengua
madrastra, pedir que le repitan, por eso zanja: No te preocupes, Elke, tampoco
por el tiempo que tengas que pasar allí, haz lo que tengas que hacer, yo
me encargo de avisar a tus profesores. Y tranquila, que lo mantengo en secreto.
Pasan días. Por la noche sopla una brisa que hace a
los estudiantes sostener que han sido felices, que Cartagena es la brisa y su
untura de bonanza. Se quejan por lo temprano que empiezan las clases. Se quejan
por el calor del mediodía. Se quejan por los bichitos que les caminan encima
o les pican y les contagian fiebres de colores. Pero llega la noche y la noche
trae una brisa. Sentados en las terrazas junto a un mar en el que flotan velos
irisados de bencina, consumiendo cócteles con sombrilla o pompón
de papel de arroz, pajitas finas y trocitos de piña, se exhiben, hablan
de relevantes naderías y traman astucias que a ellos les parecen comprometidas.
La brisa de Cartagena les promete más cócteles de fantasía,
un cuerpo al que estrechar, su soplo interminable.
Y Pedro Navaja, puñal en mano, le fue pa encima.
El diente de oro iba alumbrando toa la avenida. Mientras reía, el puñal
le hundía sin compasión. Cuando de pronto sonó un disparo
como un cañón. ¿Quién explica lo que pasa? Florian lo
explica, a las diez de la mañana, en clase de Lengua. El rubio, altísimo
Florian, tiene cara y cabellera de león y los pocos leones que se saben
reír poseen, no hay duda, la risa de Florian. Lo ha entendido y lo explica.
Todo menos ‘le fue pa encima’, por lo que Sebastián agarra su bolígrafo
de plástico mordisqueado, lo blande en el aire, pone una cara de rinoceronte
furioso que no le sale y le va pa encima a Florian, pero, compasivo, no
llega a hundírselo. Y mientras Florian ríe su risa leonina suenan,
seguidos, atropellados, un terrible ¡blam! y un irritante ¡clinc!, y es que dos
siluetas esquivas, desde la retaguardia, acaban de ajustar alguna cuenta con maderas
y cristales. Sebastián sólo alcanza a verlas salir disparadas escaleras
abajo a través de la ventana, pero Florian, que las tenía enfrente,
socorre al profesor en su pantano: Son Elke y Barbara; iban llorando.
Si Sebastián interrumpe la clase le da a la huida demasiada
relevancia y desatiende sus funciones de educador por horas. Si no se interesa
por la suerte de las espantadas tal vez desatienda sus funciones de consejero
permanente. Opta por preguntar, de repente aprensivo: ¿Alguien sabe cómo
murió la prima de Elke? Y contempla un filete de cabezas que se mueven
descompasadas en horizontal. Luego nadie lo sabe, atina, y teme haber errado dos
veces, sin poder determinar muy bien hasta qué punto. El ritmo de la clase
se reanuda, prosigue el comentario de la canción. A todos les conquistan
las desventuras neoyorquinas de Pedro Navaja, todos las encuentran tan lo que
ellos pensaban que debía de ser.
Recreo. Gruñen por comida los últimos cachorros
que abandonan el cubil. Sebastián busca algún dinero en la cartera
y saliva, sugestionado por el pensamiento sabor a café cuando se abre la
puerta como empujada por un tifón: Barbara, hecha una ¿furia, chiquilla,
leona, magdalena? Hecha las cuatro metáforas. Y le clama, y le hipa que
está segura de que lo había hecho aposta, porque él lo sabía,
lo sabía bien, lo sabía desde hacía tiempo, y entonces cómo
ha podido ser capaz, incluso los gestos, recrearse de aquella manera en la puesta
en escena, blandir el bolígrafo contra el gran felino y permitir que la
indefensa crisálida Elke reviviera todo el dolor por la suerte atroz de
su pariente.
Sie ist erstochen worden. La pariente había sido
apuñalada y muerta, igual que la antagonista de la canción, la mujer
callejera a la que Pedro Navaja acuchilló. Erstochen, apuñalada,
allí estaba, tarde y con daño, el participio funesto, extraviado
en el enredo del relato.
De poco valen, al principio, la cara de desconcierto, las apelaciones
al sentido común, la calma perpleja, hasta que comienzan a valer, gracias,
seguramente, más a su acumulación que a su virtud, y la tormenta
Barbara se decide a escampar, todavía con regatos precipitándose
carrillo abajo, pero entonces, justo en el seno de esa comba, siente la punzada
Sebastián, nace, perentoria, la herida en Sebastián, con qué
derecho, cómo es posible que alguien pueda pensar algo como, no es tolerable
todo este, por qué una violencia tan. Pero se calla la rabia ya crecida
y concluye que hablará con Elke, y añade que lo siente: Barbara,
lo siento, pero tú deberías.
El café amarga la bilis que agriaba los huevos revueltos
que se revolvían en jugo de mango. La segunda clase se da gracias al piloto
automático, asaeteado el tutor, rendido pero bendiciendo las capacidades
humanas de mansedumbre y letargo. Todavía le queda por delante la disculpa
real, la excusa a la doliente con su implemento de hipocresía, porque no
hay mucho lugar para la espontaneidad en el ánimo de quien se dispone a
afrontar una entrevista con su verdugo.
Cuando Sebastián refiere el suceso, los colegas expresan
compasión al hilo, otros la fingen, algunos levantan un milímetro
las aletas de la nariz. Sebastián pierde el sueño la primera noche
y la segunda lo pesca muy de madrugada y ya no lo suelta.
Pasan días. Por las noches corre una brisa, pero a
mediodía el aire es de mucílago bullente. Sebastián está
a esa hora sentado en una banca, de espaldas al aula donde Cris, la cebra saturnina,
da su hora de Civilización. Garabatea listas, hace tiempo hasta que ella
termine. Es día de exposiciones orales y Annette, calamar forofo de la
música caribeña como sólo un nórdico puede, disecciona
la materia armónica en cumbias, vallenatos, merengues y salsa. Acabada
la teoría propone una enérgica práctica: ¡Todos de pie, todos
en fila, todos miradme las piernas, imitadme todos, y uno, y dos, y un dos tres,
y un, y un, y un dos tres, y uno, delante, atrás dos tres! ¡Cris, ahora,
play! ¡Sin parar, y uno, y dos y Como a tres cuadras de aquella esquina
una mujer, y seis y ‘lante, y siete y ‘trás, va recorriendo la acera entera
por quinta vez, y uno atrás y gira!
El buey Sebastián se gira atrás y descubre el
espectáculo del gozo ambulante a compás, una fiesta privada, un
ritmo y un júbilo contagiosos que a nadie excluye, ni al león Florian
ni a la gallina llueca Susanne ni a Hans el elefante ni a la crisálida
Elke ni por supuesto a Annette el calamar ni al colibrí Ivo ni a Barbara
el lobezno. Y conforme lo bailan, Pedro Navaja, nuevo Mackie Messer, hispano Mack
the Knife, cae perforado por el balazo que le descarga una prostituta. Y mientras
ese delincuente con prótesis de oro zarpa de este mundo le acompaña
en la nave la puta asesina suya, por mor de un navajazo que él, previsor,
le había asestado. Entonces pasa el famoso borracho sin nombre y sin rumbo
que inventa el coro famoso: la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida,
ay Dios. Y al tiempo que el uno traspone y los otros acaban de hincar el pico,
el calamar, el elefante, la gallina llueca, el lobezno, la crisálida, el
colibrí y el león, retozan coreando con erres guturales o vibrantes
que rasguñan el aire adhesivo, la vida te da sorpresas, sorpresas te da
la vida, ay Dios.
Nos llega una queja, y en ella la sospecha de que el autor
no tiene la valentía de consignar el verdadero escenario donde sucedieron
verdaderamente los hechos. El lamento proviene de un foro de debate, www.orgulloespanol.es
y lo firma una dama. Nuestras disculpas, señora, la redacción cierra
dentro de tres horas, nos tememos que va a ser tarde para enmendarla. 
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