Hace ahora dos años, el
Instituto Cervantes anunció la creación de una red de centros
asociados. El objetivo perseguido con esa iniciativa era ampliar su red de influencia
y su capacidad de difusión en todo el mundo, además de crear un
entramado civil de colaboración que permitiera multiplicar las acciones
del Instituto en países de difícil acceso o en aquellos en los que
la apertura de un centro propio, aun siendo necesaria y deseable, no apuntará
la suficiente rentabilidad político-cultural.
La iniciativa tenía también un cierto carácter de reconocimiento
de deuda. Tras largos años en los que el Instituto tan solo parecía
relacionarse con el entorno académico e institucional, el proyecto de red
de centros asociados tenía elementos que hacían suponer una apertura
hacia la sociedad civil y a la iniciativa privada.
En el último semestre del pasado año se publicó, por fin,
el reglamento concerniente a la red de centros asociados y acreditados. Se introducía,
así, con el cambio de nombre, una distinción entre centros asociados
(fuera de España) y centros acreditados (centros abiertos en España).
El reglamento establecía dos fases para optar a la condición de
centro asociado o acreditado. Una primera exigía la obtención del
llamado dictamen favorable (una certificación de que los centros cumplen
una serie de requisitos relacionados), la segunda preveía la firma de un
convenio con los centros seleccionados y establecía una serie de derechos
y obligaciones.
Con respecto a la primera de esas fases, hay que decir en primer lugar –y por
desgracia ya es habitual– que se renunció a cualquier aproximación
integradora con otras certificaciones ya existentes y de probada eficacia y rigor,
concretamente con el CEELE que otorga la Universidad de Alcalá. Una vez
más, la inercia fagocitadora impidió la concertación.
En segundo lugar, la sorpresa que produce comprobar que el Instituto Cervantes,
en lugar de elevar el nivel de exigencia de calidad para los centros solicitantes
lo rebaja a límites cercanos al ridículo (la petición de
acreditar la disponibilidad de dos aulas y dos niveles es sencillamente irrisoria)
y disonantes con lo dispuesto en el propio plan curricular del Instituto.
En tercer lugar, en pos de un malentendido afán de pluralidad, se incentivó
la participación de entidades certificadoras, muchas de ellas sin ninguna
experiencia en ese campo.
Todo ello no es más que síntomas de incomunicación. Desde
el punto de vista de la industria del ELE en España, lo que ese reglamento
debía haber paliado es el vacío administrativo en el que se mueven
las escuelas privadas que se dedican a la enseñanza del español
como lengua extranjera. Y, además, haber servido como instrumento de confianza
frente a prescritores de opinión e interlocutores comerciales en el exterior.
Esa era la demanda que debió ser escuchada y que no queda atendida con
esta iniciativa.
A todo esto se añade la discrecionalidad extrema prevista para la firma
de los convenios con las entidades solicitantes y el evidente afán recaudatorio
que se desprende del importe del canon monetario que el Instituto exige a los
centros asociados y acreditados ubicados en países occidentales.
Otra ocasión perdida y van muchas.
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