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DEL INDIGENISMO
A LA CULTURA CHICHA

Primera parte:
Marxismo, historia y José María Arguedas

Ernesto Escobar

 

A Cass, en la antípoda de la memoria.

  Es un pueblo cautivo, levantado, en la tierra ajena de una hacienda.

José María Arguedas, Los ríos profundos

Tras proclamar que las muchedumbres de indios diseminados en los Andes representaban realmente los auténticos peruanos, Manuel González Prada profetizó además que, algún día, esas masas invadirían las ciudades costeñas.

La clase dirigente, incluida la intelectual, donde abundaba el hispanista recalcitrante, defensor a machamartillo de los valores coloniales –la iglesia y el castellano, principalmente–, (más aún quizá que los propios españoles, sumergidos por entonces en la crisis del 98), debió tomarse el vaticinio como una provocación, considerando que procedía del anarquista, nietszcheano y –lo que es peor– agnóstico González Prada, conspicuo representante de la generación del novecientos.

Si medio siglo después dicha provocación se tradujo en la realidad diaria en constantes migraciones a la capital, y un siglo más tarde en una tangible y palpable pesadilla de barriadas y "pueblos jóvenes" fue, para remordimiento propio, culpa del indomable desdén y animadversión que sentía, que sintió siempre, el criollo, el blanco, el costeño, por lo indio, lo serrano y todo lo que procediera del interior del país.

Que el Virreinato se asentara en Lima, y con él la élite gobernante, sus instituciones, –las cortes, la inquisición–, y consecuentemente, el capital, la industria, la cultura y, en fin, la modernidad, basó las relaciones con el resto del territorio en la explotación y en el mero despojo. Contra el centralismo resultante de dichas prácticas no sólo no supo luchar la Independencia, sino que lo agravó, lo que hizo que la nación se fracturara en la perpetuidad en dos grandes bloques que, a principios del siglo XX, simbolizarían para el marxismo, sin necesidad de mucha imaginación, al explotador y al explotado, a la ciudad y al campo, al patrón y al esclavo.

Así pues, la supremacía de la costa sobre la sierra marcó definitivamente la historia republicana del Perú; relegando las condiciones elementales en favor del desarrollo conjunto del país. En relación a este hecho evidente, Luis Alberto Sánchez, –venerado intelectual fundador del APRA (Alianza Popular Revolucionaria Americana)– vio la necesidad de que el Indigenismo moderara su mensaje y aclarara matices a fin de que no se fomentaran entre ambas regiones odios y recelos peligrosos. Esto quedó patente en la ardua polémica sostenida con José Carlos Mariátegui (1894-1930) en las páginas de Mundial en 1927:

"En lo que yo no convengo es en que se exalte sólo al elemento indígena serrano, (...) que se separe para crear, en vez de reunir; que se fomenten odios, en lugar de amparar cordialidades. Eso es viejo, muy viejo y muy estéril, mi querido José Carlos" (Rovira: 120).

Para Mariátegui, que no se consideraba indigenista ("No me llame Luis Alberto Sánchez ‘nacionalista’ ni ‘indigenista’ ni ‘pseudo-indigenista’ pues para clasificaciones no hacen falta esos términos. Llámeme, simplemente, ‘socialista’." [ibid: 117]), las reivindicaciones debían atender principalmente el problema económico, ya que la causa y origen de este orden intolerante estaba en el latifundismo y feudalización del agro, que desde el Virreinato y aún declarada la República, mantenía en la miseria a dos tercios de la población: precisamente los peruanos de la sierra, tres millones de indios a principios del siglo XX. No obstante, cede a la presión de Sánchez y manifiesta:

"¿Y cómo puede preguntarme Sánchez si yo reduzco todo el problema peruano a la oposición costa y sierra? He constatado la dualidad nacida de la conquista para afirmar la necesidad histórica de resolverla. No es mi ideal el Perú colonial ni el Perú incaico, sino un Perú integral." (Ibid: 123).

Y a continuación puntualiza la idea central de su tesis:

"Si en el debate –esto es en la teoría– diferenciamos el problema del indio, es porque en la práctica, en el hecho, también se diferencia. El obrero urbano es un proletario; el indio campesino es todavía un siervo. Las reivindicaciones del primero –por las cuales en Europa no se ha acabado de combatir– representan la lucha contra la burguesía; las del segundo representan aún la lucha contra la feudalidad. El primer problema que hay que resolver aquí es, por consiguiente, el de la liquidación de la feudalidad, cuyas expresiones solidarias son dos: latifundio y servidumbre." (ibid:123).

No cabe duda pues, de que para el insigne precursor del marxismo latinoamericano el problema se centraba en lo económico, problema cuya resolución exigía primeramente su total comprensión histórica, algo que inevitablemente –aunque a Sánchez le costara aceptarlo ("Sólo que no he pretendido arremeter contra los cadáveres. El colonialismo es uno de ellos. Acabo hace fecha. Y no hay por qué darle beligerancia a los muertos." [Ibid: 126]) remitía a la colonia y a la independencia:

En Los siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, Mariátegui afirmaba acerca de la revolución francesa y la constitución americana como ideales que forjaron el movimiento emancipador sudamericano, –ideales que en Norteamérica, según Octavio Paz, sí "expresaban realmente a grupos que se proponían transformar el país conforme a una nueva filosofía política" (Paz: 268)– que "el hecho intelectual y sentimental no fue anterior al hecho económico". Ya que "España obstaculizaba y contrariaba totalmente el desenvolvimiento económico de las colonias al no permitirles traficar con ninguna otra nación", se hacía "imperiosamente necesario" para la "naciente economía de las embrionarias formaciones nacionales de América (...) conseguir su desarrollo, desvincularse de la rígida autoridad y emanciparse de la medieval mentalidad del rey de España" (Mariátegui: 8).

La mentalidad medieval del tributo regio y su burocracia omnívora actuaron como verdadero acicate en el desmoronamiento de la colonia española a manos de sus hijos criollos durante el primer cuarto del siglo XIX. Pero el juego político, al arribo de la Independencia, sólo cambió de contendientes. No de reglas. Y lo que es peor, –y aunque cueste creerlo– se tiranizó aún más.

Puesto que fueron los "criollos" y no los indígenas quienes se liberaron del yugo español, los segundos quedaron postrados en la condición a que la colonia los relegó en beneficio de los primeros, aunque en las actas de Independencia y en el esquema del pensamiento liberal que las promulgó –en teoría–, no faltaron los altruismos. Y esto fue así porque dichos "criollos", como opina Paz, "una vez consumada la Independencia, se consolidaron como los herederos del viejo orden español", por lo que se mostraron "incapaces de crear una sociedad moderna" dado que en el fondo "no constituía nuevas fuerzas sociales, sino una prolongación del sistema feudal." (Paz: 264). Basta con atender a las proclamas de los llamados precursores de la Independencia para no tener ninguna duda acerca de a quiénes se dirigían y qué intereses defendían. En ellas el postulado de una América de todos, a juzgar por lo ejercido a continuación, se presentaba como una estrategia sin fondo. Es suficiente con echar un vistazo a uno de los textos pioneros en la construcción del pensamiento libertador, la Carta dirigida a los españoles americanos (1792) –el título lo dice todo– de Juan Pablo Viscardo y Guzmán, para darnos cuenta de que, con el tono de reproche con el que habla de la Corona española, sus reivindicaciones iban encaminadas a remarcar lo poco agradecido de la política de beneficios que ésta practicó para con los hijos y descendientes de los conquistadores, cuyos privilegios se hallaban por debajo de los funcionarios del régimen, nombrados desde la península y premiados, si se daba la ocasión, por su buen servicio a la patria. La ideología liberal no fue, por lo tanto, más que la coartada perfecta para recibir el apoyo nacional e internacional necesario (Viscardo y Guzmán se lo solicitó a Inglaterra), y visto ya con nuestros ojos, la génesis de una política tristemente repetida a lo largo de la historia republicana, el fingimiento de unas creencias y convicciones ideológicas, para llegar o anclarse en el poder.

Es por eso que para el indio y el mundo andino la Independencia no se tradujo en una mejora de sus condiciones de vida. Dado que no formó parte de la contienda libertadora, excepto como recluta de las fuerzas rivales, tampoco gozó jamás, y quizás ni siquiera llegara a comprender verdaderamente los derechos por los que fue manipulado a morir. Cabe recordar, a propósito del tema, que el ejército del virrey La Serna en la batalla que selló la independencia, la batalla de Ayacucho, estaba conformado íntegramente por soldados peruanos. Paradojas de la historia. Pero hay más.

En la polémica sostenida con el profesor Carlos Malamud en las páginas del diario El País, Carlos Fuentes sostiene: "La legislación de las repúblicas independientes, es cierto, abolió la esclavitud, pero no aseguró, como angelicalmente sostiene Carlos Malamud, el tránsito de una sociedad de súbditos a otra de ciudadanos. Más protegidas estuvieron bajo la Corona de España, tierras, aguas y bosques de muchas comunidades indígenas que al ser liberadas a la voluntad del desarrollo liberal (...). Cruel y destructiva como fue la conquista española, en nada quedan atrás las campañas racistas y de exterminio de indios de los regímenes republicanos, como las de Bulnes en Chile y Roca en Argentina. Más humanista, más protector en muchos sentidos, fue el régimen imperial español que el régimen republicano hispanoamericano. No sin razón, Emiliano Zapata fundó explícitamente su revolución agraria en cédulas concedidas a las comunidades por Carlos V." (Fuentes, 2001).

En vista de que el movimiento emancipador no puso fin a la estructura social del antiguo orden, dictaminada por la verticalidad de todo reino y donde a prerrogativas de sangre le suceden las castrenses, quienes se hicieron con el poder se hallaron en la cima de una pirámide listos para ejercer todo tipo de autoritarismos. Y para asegurar las fronteras de sus feudos, además de inventar y propiciar nacionalismos extremos, llevaron a cabo el sometimiento por la fuerza de la masa campesina indígena; y cuando ésta representó algún problema, como recuerda Fuentes, no les tembló el pulso para ordenar su exterminio. La figura del dictador se halla, pues, en su período embrionario. Al respecto, Manuel González Prada recuerda: "Los realistas españoles mataban al indio cuando pretendía sacudir el yugo de los conquistadores; nosotros los republicanos le exterminamos cuando protesta de las contribuciones onerosas o se cansa de soportar en silencio las iniquidades de algún sátrapa (...) y de tiempo en tiempo organizamos cacerías y matanzas como las de Amanti, Ilave y Huanta." (Rovira, 1992: 139).

No cabe duda de que el Indigenismo brota como respuesta frontal a una serie de intereses económicos, pilar de oligarquías burguesas urbanas; en ocasiones representadas por caudillos militares o, también, por líderes demócratas, los cuales –y esto no hay que olvidarlo– gozaron en la gran mayoría de los casos de un amplio apoyo popular, debido en parte a esa azuzante y vil propaganda nacionalista.

"Si estos indios se sublevan por razones mítico mágicas, ¿cómo no se sublevarían entonces por razones más concretas?"

Acerca de los nacionalismos, no cabe duda que "un siglo y medio después, nadie puede explicar satisfactoriamente en qué consisten las diferencias "nacionales" entre argentinos y uruguayos, peruanos y ecuatorianos, guatemaltecos y mexicanos" (Paz: 265), así como tampoco nada puede justificar satisfactoriamente los prejuicios recíprocos que practican todos ellos, salvo la ideología del odio en que se educaron con las sucesivas dictaduras, al mando también de la cultura y los libros de texto.

Dicho nacionalismo desencadenó, además de exterminios étnicos, conflictos internacionales de hondo calado cuyas principales víctimas, como en el caso del conflicto peruano ecuatoriano, fueron principalmente los indígenas (esta vez los amazónicos, otra zona olvidada); por no hablar de la carnicería de la Guerra del Pacífico.

Al Indigenismo le debemos la difusión en las clases medias de la problemática de la diversidad y pluralidad étnica de sus países. Por otro lado, quienes creyeron que consistió simple y llanamente en el inicio político con bases estéticas –literatura, arte, música– de una confrontación entre sierra y costa, (salvando las buenas intenciones de Sánchez), no supieron apreciar la capacidad de análisis del problema del indio y el esfuerzo que supuso la creación de una auténtica propuesta "integradora" –en el caso de Mariátegui–, que, según el sueño bolivariano, eliminaba fronteras: "El porvenir de América Latina depende, según la mayoría de los pronósticos de ahora, de la suerte del indio." (Mariátegui: 224), y en el caso de José María Arguedas, hombre clave en el éxito de la literatura indigenista, la revelación del universo cultural andino y no simplemente de las vejaciones en que sus iguales basaban su relación de superioridad como hacendados, las que, desde su infancia, conoció bien y en buena medida sufrió pese a ser blanco (el propio autor hizo públicas las violaciones contra las indias que su hermanastro le obligó a presenciar en la hacienda San Juan de Lucanas). Y se equivocaron aún peor al tratar de desvirtuar al Indigenismo, –siguiendo los viejos estereotipos simplistas de toda la vida–, de burgués y citadino. Mariátegui repele este ataque con brillante lucidez apelando a la etimología: "Es todavía una literatura de mestizos. Por eso se llama Indigenista y no indígena. La literatura indígena, si debe venir, vendrá a su tiempo. Cuando los propios indios estén en grado de producirla." (ibid: 221). El verdadero estímulo del llamado nuevo Indigenismo literario, pues, no era reduccionista; si bien lo fue en sus orígenes, tratándose de las obras de Arguedas se supera claramente esta etapa. La madeja social de las estructuras e idiosincrasias sociales andinas quedaron desentrañadas, llenando de complejidad el mundo de la ficción narrativa a fin de plasmar el enorme esfuerzo que supondría revertir si el país estaba dispuesto, una realidad injusta que, de continuar bien, podía tornarse catastrófica. Superada así la estereotipada literatura del llamado Indigenismo ortodoxo de López Albujar en sus Cuentos andinos (1920) y la precedente, hija del costumbrismo y modernismo europeos, los llamados Indianismo romántico (Clorinda Mato de Turner, Aves sin nido, 1889) o del Indianismo modernista (Abraham Valdelomar, Los hijos del sol, 1921), Arguedas, situándose en la nueva narrativa, emparentada con el realismo mágico, nos revela los vericuetos de un engranaje socioeconómico donde no sólo el blanco, sino también el indio –a partir de un posicionamiento de la cultura del primero–, asume el mando y el control de la violencia como eje de la dominación. Manuel González Prada aclaraba que durante la esclavitud de los negros no hubo peores caporales que los propios negros, y que quizá no haya habido "opresores tan duros del indígena como los mismos indígenas españolizados e investidos de alguna autoridad." (Rovira: 137). Lo que Arguedas describió en Yawar Fiesta sirvió para que los lectores peruanos y del mundo descubrieran una realidad ya descrita por Prada: "Existe una alianza ofensiva y defensiva, un cambio de servicios entre los dominadores de la capital y los de provincia: si el gamonal de la sierra sirve de agente político al señorón de Lima, el señorón de Lima defiende al gamonal de la sierra cuando abusa bárbaramente del indio. Pocos grupos sociales han cometido tantas iniquidades y aparecen con rasgos tan negros como los españoles y encastados del Perú." (op.cit: 138). En Los ríos profundos, la urdimbre de este orden la constata esa convivencia prendida por hilos en que indios "colonos" (indios sirvientes), están por debajo de los indios "gamonales" (indios libres) como de los "mistis" (blancos latifundistas), quienes cuentan con el apoyo incondicional de la iglesia (encarnada en el padre Linares) y su prédica de la resignación entre los indios (camuflada de benigna evangelización), y con el apoyo de los políticos y militares que extirpan de cuajo la posibilidad de cualquier insurgencia, como la que al final lidera Felipa, sin obtener el respaldo de los colonos. Éstos, sin embargo, consiguen levantarse más adelante, aunque por motivos menos materiales (el despojo de la sal propicia la primera revuelta), sino más bien mítico religiosos, el arribo de la peste. Arguedas dejó claro que éste fue el verdadero mensaje de Los ríos profundos, algo que los críticos, con una sola excepción, César Lévano1, no supieron ver: "Si estos indios se sublevan por razones mítico mágicas, ¿cómo no se sublevarían entonces por razones más concretas?"

¿Podría afirmarse, por lo tanto, que el componente revolucionario inspira el proyecto literario? Nadie que haya leído con atención la obra de Arguedas pondría la mano al fuego para afirmarlo sin matices; porque conociendo como conocía con la experiencia propia la realidad de todo cuanto he dicho arriba, además de los textos fundamentales del indigenismo político de Mariátegui o Valcárcel, desdeñó del primero su obsesiva atención por lo económico en perjuicio de lo cultural, y del segundo el radicalismo que predicaba una vuelta mesiánica al imperio de los incas.

Al Indigenismo le debemos la difusión en las clases medias de la diversidad y pluralidad étnica de sus países.

Sobre todo porque le angustiaba "la posibilidad de que desapareciera la cultura andina (comunitaria, telúrica, real-maravillosa), ya sea por el triunfo del capitalismo (convirtiendo a los indios en obreros desarraigados del legado autóctono), ya sea por la victoria de la revolución socialista (implicaría una cancelación de lo mítico religioso, visto como ignorancia y superstición, como opio del pueblo." (González Vigil, 1995: 101).

De ahí su desconfianza en los dogmas ideológicos, y de ahí también su desconfianza en la moderna literatura, cuyas técnicas podían ensombrecer el sentido del texto, negar que la literatura era vida. El triunfo de Arguedas reside en no haberse centrado en lo meramente político o revolucionario; de un modo manifiestamente hechizante prefirió describir la realidad mítico mágica a cabalidad con el fin de revelar la filosofía del hombre andino en lo que compete a la relación con el prójimo y la naturaleza, para que le sirviera de fuente de donde pudiera extraer las razones de su emancipación postergada, y para que una vez llegada la libertad se hallara dueño de un lugar en el mundo con sus peculiaridades culturales e históricas, es decir, sin perder su identidad. Y también, sin enemistarse con ese otro Perú, el "Perú oficial", –como lo llamó el historiador Jorge Basadre–, de los costeños; blancos y "criollos", ya que Arguedas era un partidario convencido de la integración. Al respecto, el autor señaló que la integración del indio no debía consistir "en su occidentalización, sino en un proceso en el cual ha de ser posible la conservación o intervención triunfante de algunos rasgos característicos, no ya de la tradición incaica, muy lejana, sino de la viviente hispanoquechua." (Arguedas, 1975).

En favor de esto, inserta en su obra elementos de la cultura andina dentro de formas culturales occidentales, como son, según González Vigil (1995): la mentalidad mítico mágica con sincretismo cristiano, quechuaización del español y la tradición oral ligada a la música y la danza. Este tercer punto podría encajar dentro del concepto de "Ceremonia" ya que, como explica Vargas Llosa, este otro medio de expresión "tan importante como la palabra" está asociado "a los principales quehaceres de la comunidad", ámbito donde, disolviéndose los individuos, cobra vida la danza, la música, el rito, contraponiéndose así el sentir colectivista andino con el –a veces excesivo– individualismo occidental (1996). Sobre el primer punto, –la mentalidad mítico mágica–, González Vigil ha manifestado el deseo de Arguedas por plasmar la lucha de fuerzas divergentes que significan el contacto del hombre con el mundo; la realidad es, pues, un inmenso cosmos de fuerzas animadas e inanimadas, de sensaciones carnales y espirituales pero, sobre todo, de presente y memoria. A diferencia del marxismo que concibe un tiempo lineal en que revolución significa una vuelta al origen, en la perspectiva mítica andina el tiempo es circular. No existe por tanto una vuelta al origen puesto que el origen anida en el presente, en la memoria del pueblo. Trigo ha dicho respecto a esto: "No se trataría pues de regresar al pasado para restaurarlo materialmente, sino de buscar en él el hilo conductor para vivir de un modo valioso el presente que se sabe heterogéneo. (...) La memoria de Ernesto (protagonista de Los ríos profundos) se inserta en una categoría histórica. No es, entonces, algo ahistórico o antihistórico. Es la memoria de un pueblo vencido pero no disgregado. Es la memoria de su poder, una memoria subversiva." (Trigo: 65). El levantamiento por la sal del que antes hablaba guarda un estrecho nexo con esa memoria andina. Este hecho remite en el recuerdo colectivo la vuelta de Juan Santos Atahualpa, cabecilla de la rebelión indígena desatada en el Cusco desde 1742 hasta 1756. Las fuerzas reales nunca lo apresaron, y se dice que huyó a la selva, al igual que el personaje de Felipa. La creencia andina espera aún su mesiánico regreso. ("Unos dicen que se ha ido a la selva. Ha amenazado regresar con los chunchos2 por el río, y quemar las haciendas" (LRP: 341), le pone al tanto el niño Antero a Ernesto). Similar, aunque más sugerente, es el mito del Inkarri, detectado por primera vez en 1935 en Cusco: La cabeza del Inca rey, decapitada por el hombre blanco, sigue viva y se recompone bajo tierra; cuando todas las partes del cuerpo terminen de ensamblarse a ella, renacerá nuevamente su imperio y habrá llegado el juicio final. Esta clase de mito actualiza el pasado cumpliendo una misión esperanzadora. Es aquí donde la mentalidad mítico-mágica deja aflorar su sincretismo con el cristianismo.

A esto se debe que González Vigil haya dicho de Arguedas: "Apostó por una articulación feliz entre la revolución y lo Real Maravilloso, en una original y sugerente contribución a las canteras del socialismo, un socialismo con una visión de lo real que incluyera la dimensión mítico-mágico-religiosa." (González Vigil: 112).

Sobre la quechuización del español, el propio Arguedas manifestó en repetidas ocasiones3 la dificultad que representó, en primer lugar, decidirse entre el español o el quechua y, en segundo lugar, habiendo optado por el español –dada la conveniencia de su valor universal–, en conseguir el modo en que sus personajes indios discurrieran sin renunciar al modo en que suelen hacerlo en su lengua nativa.

A Arguedas parecía maravillarle que se tomara el lenguaje de sus libros como una trascripción fidedigna del habla andina; aquel lenguaje en realidad era una farsa, otra creación: "Los indios no hablan en ese castellano ni con los de lengua española, ni mucho menos entre ellos. Es una ficción." (Arguedas, 1950). Es aquí donde Vargas Llosa, –siempre fascinado por los logros del embuste literario–, cree descubrir una de la mayores ficciones arguedianas. Según el autor de El pez en el agua, ese lenguaje es una ficción en tanto en cuanto se apoya en una realidad concreta, la del bilingüismo quechua/español y monolingüismo quechua de indios, y bilingüismo español/quechua y monolingüismo español de mestizos y blancos. Presentada así, la sierra peruana podría dar la apariencia de una babel indomable, pero Arguedas supo notar que incluso el español, tanto de los mestizos como el español de los indios, no se hallaba exento del embrujo quechua. El éxito de la invención arguediana consistió en haber aglutinado la suma de peculiaridades lingüísticas andinas4 en una única lengua patente sólo en sus libros, de modo que a través de esa lengua despersonalizada, que no caracteriza, cobra relieve la comunidad en detrimento del individuo. De ahí que el material narrativo extienda el manantial del pensamiento mítico y los propósitos ideológicos fuera del marco de la ficción, agrupando, frente a la cultura occidental, la cultura indígena; y sirviendo de vehículo a la expresión de su causa. En Los ríos profundos, la lengua se caracteriza principalmente por la intromisión sistemática de vocablos quechuas (interjecciones, apelativos, apelativos peyorativos o palabras de procedencia mítico-mágica sin equivalente en español) o de desarreglos hiperbáticos, esto respecto del habla de personajes más o menos amestizados, (compañeros colegiales de Ernesto, Antero, Lleras, Chauca –el propio apelativo significa "embustero"–) o por párrafos enteros en quechua de personajes indios (las chicheras, los soldados, los músicos o danzaks, –como se ve siempre, formando sociedades cerradas–) que el protagonista traduce o comenta a renglón seguido. Asimismo, todos ellos comparten características comunes: abundancia de diminutivos (incluso de adverbios, de adjetivos, de locuciones preposicionales –rasgo también frecuentísimo en el habla costeña–), superlativos de superlativos y repeticiones, o por la falta de artículos o secuencias asindéticas en ambos tipos de caracteres.

Veamos algunos ejemplos:

Introducción de vocablos quechuas.
También vocablos mítico mágicos:

"Porque me aloca esta opa babienta. Le ruego a dios todas las noches. ¡En vano, en vano! Yo he estado con otras cholas. ¡Claro! Mi propina me alcanza para dos. Pero vengo aquí, de noche, el excusado me agarra, con su olor creo. Yo todavía soy muchacho, estoy en mis dieciséis años. A esa edad dicen que el demonio entra con facilidad en el alma ¿Dónde, dónde estará mi ángel de la guarda? Yo creo que si la tumbo una sola vez quedaré tranquilo, que me curará el asco." (LRP: 261).

Opa: quechua y aymara. Tonto, necio, bobo. Indistintamente aplicado a los idiotas y a los que padecen algún defecto que les impide expresarse con fluidez o comprender con presteza. (Tauro: 1987, tomo 4, 1466).

Chola: Mestizo de indio con español con supremacía del elemento indio. De uso también despectivo.

"Los internos se dispersaron procurando no rozar mucho el suelo, no levantar ningún ruido, como si en el patio durmiera un gran enemigo, un nakak."

Nakak: Según las creencias andinas, el nakak es un personaje feroz con apariencia humana que habita en las cuevas; aparece de improviso para desollar a sus víctimas con cuya grasa se alimenta.

Tanto los vocablos Opa como Nakak aparecen en Lituma en los Andes, de Mario Vargas Llosa, representados por Pedrito Tinoco, el mudito ("No entiende –decían–. Es opa. –Entiende pero no puede expresarse –decían–." (LEA: 53)) y por Casimiro Huarcaya, el albino ("–¿Oyeron que soy el degollador? El pistacho o como dicen en Ayacucho, el nacaq. Así rebano las lonjas de mis víctimas" (LEA: 230)).

"Era como si hubiéramos entrado en un campo de agua que reflejara el brillo de un mundo nevado. ¡Lucero grande, wera’ocha, lucero grande!" (LRP: 183).

Werak’ocha o Wiraqocha: Héroes míticos que organizaron el mundo. Desaparecieron en el mar. De ahí que el término se aplicara a los españoles dado que era el lugar de donde procedían.

2 Discursos de los indios en quechua traducidos y/o comentados en español:

Hablaba en quechua. Las ces suavísimas del quechua de Abancay sólo parecían notas de contraste, especialmente escogidas, para que fuera más duro el golpe de los sonidos guturales que alcanzaban todas las paredes de la plaza.
-¡Manan! ¡Kunan Kamallam Suark’aku!- decía.
(¡No!, ¡Sólo hasta hopy robaron la sal! Hoy vamos a expulsar a todos los ladrones. ¡Gritad mujeres; gritad fuerte, que lo oiga el mundo entero! ¡Morirán los ladrones!)
Las mujeres gritaron:
-¡Kuwanmi suakuna wañunk’aku! (¡Hoy van a morir los ladrones!)" (LRP: 272).
"La chichera le insultaba en quechua:
-K’anras, wiswis, gente sin madre, nacida del viento." (LRP: 391).

K’anras: sucios, asquerosos. Winris: mugre, asquerosidad.

Abuso de diminutivos:

"¡Perdón, perdoncito! –clamaba– ¡La luna va a llorar, el sol va a hacer ceniza! ¡Perdón, Hermanito! ¡diga perdón Hermanito!" (LRP: 330).

"Chalhuanca es mejor. Tiene un río juntito al pueblo. Allí queremos a los forasteros. Nunca ha ido un abogado, ¡nunca! Será usted como un rey, doctorcito. Todos se agacharán cuando pase, se quitarán el sombrero como es debido" (LRP: 194)

Juntito: de junto a. Loc. Prep. Es frecuente hacer diminutivos también de adverbios de lugar y tiempo para reforzar la idea de proximidad: aquicito, cerquita, ahorita, y en el uso pleonástico de mismo, en oraciones del tipo: yo mismito lo vi con mis propios ojos, o así mismito hay que hacerlo, etc. El uso de estas formas se ha generalizado en todo el país.

4 Apelativos:

"¿Qué hay k’echas? El foráneo está nervioso, grita por gusto. ¡Fuera de aquí! –ordenó Lleras– ¡Fuera de aquí!" (LRP: 260).

K’echas: insulto, meones.

5 Desordenamientos hiperbáticos:

"¿Yo? Yo soy profesional, señor –dijo el maestro– lleve a la dueña de la chichería".
La patrona de la chichería se abalanzó sobre el guardín, chillando.
-A mí, pues, llévame. ¡Abalea, si quieres! Abalea no más." (LRP: 389).

Pues: el abuso de pues se debe a la traducción al español del afijo enfático quechua yá, que se integra en ocasiones al final de la palabra para expresar entusiasmo. No guarda relación con el pues español usado como conjunción causal. Su traducción resulta dificultosa. Aquí leeríamos algo así como: A mí, sí, llévame.

Nomás: El uso del adverbio nomás está generalizado en oraciones exhortativas con el fin de añadir énfasis a la expresión. Aunque normalmente va pospuesto, en Perú se utiliza también antepuesto, sobre todo entre los indios o mestizos y cholos de la costa, en oraciones del tipo: nomás me dijo que vaya o nomás eso me entregó. Utilícese también en México, Argentina, Venezuela. Bolivia.

Repeticiones:

"Iba a sonreír, pero gimoteó, exclamando en quechua: "Niñito, ya te vas, ya te estás yendo! ¡Ya te estás yendo!" (LRP: 169).

 

(Ir a segunda parte.)

 

Páginas de Internet recomendables

http://www.magicperu.com/atlas/default.htm

http://www.andes.missouri.edu/andes/Ciberayllu.html

http://www.albany.edu/faculty/sng/aspn721/

http://www.fuhem.es/cip/indigen.htm

http://www.andes.org

http://www.desco.org.pe/qh/qh128mp.htm

 

Bibliografía

Arguedas, J. M. Razón de ser del indigenismo en el Perú, en Formación de una cultura nacional indoamericana, Siglo XXI Editores, México, 1975, pp. 189-195.

Arguedas, J. M. "La novela y el problema de la expresión literaria en el Perú" en Mard el sur, núm. 9, Lima, enero-febrero de 1950, pp. 66-72.

Arguedas, J. M. Los ríos profundos, edición de Gonzáles Vigil, Cátedra, Madrid, 1995.

Fuentes, C. "El difícil camino de Latinoamérica", El País, domingo 1 de julio de 2001, p. 18.

Malamud, C. "La democracia en América Latina: ¿una cuestión de votos o de botas?", El País, 19 de junio de 2001, p. 14.

Mariátegui, J. C. (1930), Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1979.

Paz, O. El laberinto de la soledad, Cátedra, Madrid, 1997.

Tauro, A. Enciclopedia ilustrada del Perú, Peisa, Lima, 1987.

Trigo, P. Arguedas: mito, historia y religión, CEP, Lima, 1982

Vargas Llosa, M. José María Arguedas y las ficciones del indigenismo. La Utopía arcaica, Tierra Firme, México, 1996.

Vargas Llosa, M. (1997) Lituma en los Andes, Booket, Planeta. Primera edición en Planeta,1993.

 

Notas

1.- En Tareas del Pensamiento peruano, número 1, Lima, enero-febrero de 1960. César Levano, El contenido antifeudal de la obra de Arguedas, págs. 21-23.

2.- Indios amazónicos.

3.- Por ejemplo en los artículos "Entre el kechua y el castellano", La prensa, Buenos Aires, 1939 o "La novela y el problema de la expresión literaria en el Perú" en Mar el sur, Lima, 1950.

4.- Ver al respecto: Thomas Th. Buttner, "Las lenguas de los Andes centrales", Ediciones Cultura Hispánica, Madrid, 1983.

 

 

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