EL MUNDO HISPÁNICO, ¿UNA NUEVA ROMANIA?La
perdición de las lenguas
Por David Hernández de la
Fuente
"El
latín es el ‘padre’ del español (y, por definición, de todas
las lenguas románicas), en el sentido de que los hispanohablantes representan
el último eslabón de una cadena ininterrumpida de personas, cada
una de las cuales ha aprendido su lengua de sus padres y coetáneos; esta
cadena se ha prolongado sin quebrarse desde que Roma conquistó la Península
Ibérica hace dos mil años. Podría mostrarse gráficamente
la relación entre latín y español afirmando que el español
es latín: la variedad de latín que se ha llegado a hablar
en determinadas zonas de Europa, África y América; no obstante,
sería lícito afirmar exactamente lo mismo del gallego, portugués,
catalán, francés, italiano, rumano, etc. Si no se denomina ‘latín’
a todas esas maneras de hablar y escribir es porque las diferentes formas en que
se presenta el latín contemporáneo (esto es, las lenguas románicas)
han llegado a ser mutuamente ininteligibles". Así comienza su obra
fundamental A history of the Spanish Language (1991) el profesor Ralph
Penny, con un agudo aserto sobre la descomposición del latín en
las llamadas lenguas románicas o romances –se puede argumentar, empero,
que la causa fundamental de que se llamen "español", "francés",
etc., sería de índole nacionalista, ya que los distintos dialectos
del árabe son mutuamente ininteligibles y siguen llamándose con
el nombre del árabe clásico en vez de "egipcio" o "marroquí"–.
Los historiadores de las lenguas y los estudiosos de la lingüística
románica, han usado la expresión "Romania" –palabra de
antiguos ecos– para definir el extenso territorio europeo en donde se hablaba
latín y en el cual, con el paso del tiempo, se gestaron sus lenguas hijas,
que, como hemos visto, siguen siendo básicamente "latines" corrompidos
mutuamente ininteligibles. De ahí que, cuando vamos al cine a ver La
pianista, la excelente película de Michael Haneke, los que no tenemos
la fortuna de poseer el francés atendemos a las gélidas palabras
de Isabelle Huppert con unos subtítulos amarillentos en la parte inferior
de la gran pantalla.
Uno de los peligros que han apuntado desde hace ya tiempo algunos
hispanistas en relación con el futuro de nuestro latín romanceado
–que se ha extendido por el globo de una manera que Escipión el Africano
nunca llegó a soñar cuando llegó a las costas de Hispania–,
es precisamente que el español sufra un proceso evolutivo como el que llevó
al nacimiento de las lenguas románicas desde el latín; en definitiva,
que el mundo hispánico se fracture en una multiplicidad de dialectos –mexicano,
castellano, argentino, peruano, etc.– que ya no se entiendan entre sí:
una nueva Romania en pleno siglo XXI.
Así don Andrés Bello, el ilustre gramático
y jurista venezolano que redactó el Código Civil chileno, escribía
en su Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los americanos
(1841): "Pero el mayor mal de todos, y el que, si no se ataja, va a privarnos
de las inapreciables ventajas de un lenguaje común, es la avenida de neologismos
de construcción, que inunda y enturbia mucha parte de lo que se escribe
en América, ya alterando la estructura del idioma, tiende a convertirlo
en una multitud de dialectos irregulares, licenciosos, bárbaros; embriones
de idiomas futuros, que durante una larga elaboración reproducirían
en América lo que fue la Europa del tenebroso período de la corrupción
del latín. Chile, el Perú, Buenos Aires, México, hablarían
cada uno su lengua, o por mejor decir, varias lenguas, como sucede en España,
Italia y Francia [...]"
Hoy, en muchas grandes urbes de América, se puede constatar
este fenómeno tan peligroso para la unidad de la lengua al que hacía
referencia Bello (véase, si no, el lenguaje periodístico "chicha"
de algunos periódicos limeños, ininteligible para los hispanohablantes
de otros lugares, en en el artículo sobre "Indigenismo y cultura chicha
de Ernesto Escobar Ulloa, nº 37, págs.19-20): la fragmentación del
español no es tan improbable como nos quiere hacer ver la Real Academia.
La tan gastada jactancia de "la unidad del español" no está
sólidamente garantizada por nadie de cara a un futuro no muy lejano: la
película La perdición de los hombres de Arturo Ripstein,
que obtuvo la Concha de Oro en el Festival de San Sebastián, tuvo que ser
subtitulada en español de España. Javier Ortiz, en su reseña
en El Mundo, alaba la fluidez del filme y su cuidado lenguaje –"mexicano
puro"– haciendo la siguiente advertencia "es imprescindible el subtitulado
para entender todo lo que ocurre".
Así, por ejemplo, ya en el Congreso de Zacatecas se
vieron algunas ponencias sobre el tema del cine, como "Pluralismo y comunidad
en nuestras cinematografías" del catedrático Román Gubern,
en la que afirma que "el idioma común ha sido en el cine un vínculo,
pero también un diferenciador", refiriéndose a algunas dificultades
que se produjeron como consecuencia de la avalancha de actores españoles
exiliados en México: el film Jesús de Nazaret (1942), rodado
en México, tuvo exclusivamente actores españoles para preservar
la homogeneidad dialectal. El mismo Ripstein, recuerda Gubern, hace segoviano
al protagonista de Profundo carmesí, un don Juan español
encantador que utiliza su ceceo para seducir a mujeres incautas, en contraste
con el acento mexicano de los demás personajes.
El español no es uno sino muchos, pero como idioma debiera
ser uno solo. En el uso de la lengua, para los doblajes y los productos audiovisuales
en español, parece haber dos tendencias aparentemente antagónicas,
según Mariela Pérez Chavarría (Razón y palabra
7, revista digital, junio-agosto 1997): "1) la tendencia a la homogeneización
o estandarización para abarcar más mercados, y 2) la posición
contraria que propone una salvaguardia de la identidad nacional y el "patrimonio
cultural" a través de la preferencia de una variedad dialectal." ¿Cuál
prevalecerá? En principio, nada nos garantiza, a día de hoy, que
la unidad vaya a ser eterna e inmutable. Al menos si no nos esforzamos como hablantes
en lograrlo mediante un ejercicio de tolerancia e inteligencia a la vez.
El hermoso romance que hablamos ha cruzado mares y fronteras
y sirve de punto de unión a una comunidad de cientos de millones de personas
en todo el mundo. El acento bético y dulzón del discurso que un
tímido Adriano pronunciara en Roma hace dos mil años para hilaridad
del Senado, se oye ahora desde la Pampa hasta la Gran Manzana, desde el Altiplano
hasta la Meseta. Si empezamos por subtitular las películas mexicanas en
España o doblar las series españolas en México, acabaremos
traduciendo a Rulfo al castellano y acaso aprendiendo peruano como lengua extranjera,
esto es, una aberración que se debe evitar. Esperemos que las autoridades
responsables de nuestra política lingüística (nuestra es, como
el idioma, tanto autoridades de España como de América), no permitan
que el mundo hispánico se convierta en una nueva Romania. Si la canción
popular mexicana, en la película de Ripstein, dice que "la perdición
de los hombres son las malditas mujeres...", parece que, al menos en lo que
se refiere a las lenguas, la perdición es el descuido.
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