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DIVINAS PALABRAS

David Hernández de la Fuente

La palabra es una prerrogativa exclusivamente humana. Afirmaba Dante en su De vulgari eloquentia que la primera palabra que pronunciaron unos labios humanos -los de Adán, en este caso, para comunicarse con su Creador- fue precisamente el nombre de Dios (El, en hebreo). Ni ángeles ni arcángeles podrían haberla proferido. "Fuit ergo hebraicum ydioma illud quod primi loquentis labia fabricarunt". Después, según es fama, advino la fragmentación de aquel lenguaje primero y celestial en multitud de idiomas a causa de la desmesurada empresa de Nimrod en Babel. Pero sobre esta lengua primera hay disparidad de opiniones: para otros muchos no ha sido sino, curiosamente, la propia lengua que hablaron y así se dijo del griego, del francés o incluso del vasco.

Prosigue Dante con su historia y génesis de las lenguas: de la lengua latina se derivan tres variedades que hablan Yspani, Franci et Latini, una es la que afirma con el oc (la langue d’oc), otra la que hace lo propio con el oil y, en tercer lugar, la hermosa lingua del sì. (De vulgari eloquentia VIII 6)

Lenguas y palabras se apilan desde entonces en nuestra Babel contemporánea y es continua la discusión más o menos apasionada acerca de cuál es la mejor lengua, la más antigua, la que más se acerca a la divinidad o la que se corresponde con unos modelos sintácticos más prestigiosos o elaborados. Dante manifestaba su admiración por el hebreo, el latín y el griego, pero usó el vulgar toscano a la hora de escribir de lo divino y de lo humano.

Siglos más tarde, W. von Humboldt apoyaba la superioridad de algunas lenguas sobre otras, en concreto de las lenguas flexivas sobre las demás. Suya es, y del romaticismo nacionalista, la peligrosa consideración de la lengua como un todo orgánico, un Sprachbau, que expresa el carácter genuino de un pueblo o nación (el Volkgeist) la individualidad de la gente que lo habla, característica de la psicología de una nación.

¿Y qué hay del español? Lengua admirada, ensalzada o vilipendiada a lo largo de su historia, hoy se encuentra en una encrucijada llena de desafíos. No se debe identificar el español con rancias ideas de pueblo o nación, ni debe buscarse su prestigio en la religión.

Hay en las lenguas movimientos centrífugos y centrípetos que conforman un precario equilibrio determinante de su futuro y su evolución. El español está viviendo un momento en el que coexisten las dos tendencias. La primera, a la universalización, es una tendencia propiciada por el comercio y la globalización que trata de fijar un "español estándar", lengua de encuentro de las letras, de las ciencias, de los medios de comunicación, etc. Por otra parte, la tendencia localista pone de manifiesto que puede que estemos hablando ya más de un solo español. La estratificación de ese organismo vivo que es la lengua, no lo olvidemos nunca, no es solamente geográfica.

Cuando se discute acerca de la unidad y diversidad del español, a menudo se centra el debate en las variantes diatópicas, pero no hay que olvidar que la estratificación social desempeña un papel indiscutible en la evolución del cuerpo vivo de una lengua... como vemos en relación con el inglés en la última película de Robert Altman, Gosford Park, en la que se mezclan magistralmente variantes dialectales y sociolingüísticas en una trama excepcional.

Hemos observado también las dos tendencias en el cine en español, como señalábamos en el artículo del pasado número, pero también se puede constatar en literatura. En el uso de la lengua, para los doblajes y los productos audiovisuales en español, conviven estas dos posturas aparentemente antagónicas, según Mariela Pérez Chavarría (Razón y palabra 7, junio-agosto 1997): "1) la tendencia a la homogeneización o estandarización para abarcar más mercados, y 2) la posición contraria que propone una salvaguardia de la identidad nacional y el ‘patrimonio cultural’ a través de la preferencia de una variedad dialectal." ¿Cuál prevalecerá?

Dice Alberto Fuguet en Babelia (9 de marzo de 2002) que su vocación de escritor nace precisamente como reacción a la lengua española "muerta, mentirosa, difícil y cerrada en sí misma", que aprendió el idioma en "novelas que transcurrían en tiempos inmemoriales, en un lugar llamado España donde se hablaba el español de una manera rara y, lo que era peor, lo escribían a la antigua". Quizá Fuguet tiene los pies demasiado plantados en la tierra y no se da cuenta de que las palabras, todas esas palabras que, convenientemente ordenadas y dispuestas hacen la literatura, tienen la divina virtud de llevarle a uno a los lugares más lejanos y recónditos, a esa España antigua de la que habla, a la Florencia medicea, al Paraíso de Dante o incluso al país de Nunca Jamás de Barrie.

El español, que tiene ya larga historia y esa divina virtud, debe aprovechar las dos tendencias para crear un equilibrio que nos beneficie a todos. Si se promueve un español estándar, una koiné para el mundo hispánico, aprovechemos el denominador común antes de que todo quede en manos de las empresas anglosajonas a las que, como bien apunta José Antonio Millán, podemos acabar pagando para que nos dejen usar las herramientas, programas y servicios en nuestro idioma. Por otro lado, el español será mestizo y lleno de variantes, y tendremos que conocerlas y comprenderlas. Desde el spanglish a las hablas de las grandes metrópolis hispánicas se presenta un panorama enriquecedor, de diversos acentos que tienen en común ser español, nuestro querido latín corrupto.

Dante elogiaba el sermo vulgaris de los italianos en toda su increible variedad diatópica -todos los dialectos, incluido el toscano que paseaba por su bel San Giovanni en Florencia- y un hispanohablante debería reconocer las hablas de otros lugares, las palabras divinas y humanas de los libros y el cine de ambas orillas. Palabras divinas. Como las de Valle, o las cervantinas que enmarcan este número y bien podrían ser el motto de la promoción y defensa de la lengua: "Hay tareas en la vida cuyo éxito no es tanto conseguirlas como intentarlas".

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