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EL PAÍS, miércoles 30 de enero
de 2002
El gen del lenguaje
JUAN LUIS ARSUAGA
Entre los descubrimientos científicos del año 2001 hay uno, publicado
en octubre, que pienso que merece el adjetivo de "histórico",
aunque no ha figurado en varios balances de fin de año que he tenido la
oportunidad de leer. Se trata de la identificación por un equipo encabezado
por Cecilia S.L. Lai y Simon E. Fisher, de un gen concreto, en el cromosoma 7,
que produce en los miembros de una familia serias dificultades lingüísticas.
Y no se trata de simples defectos de dicción, sino de problemas graves
a la hora de construir las frases y de entenderlas, de aplicar la lógica
del lenguaje en definitiva. Esas personas investigadas no eran, por otro lado,
inferiores en inteligencia general a las personas normales. En consecuencia, el
lenguaje parece ser una cosa diferente e independiente de lo que se considera
la inteligencia general, que es medida por los psicólogos por medio de
tests.
En contraste con las dificultades de los adultos portadores de ese gen para
hablar correctamente, los niños normales nos sorprenden siempre por su
asombrosa destreza a la hora de manejar el idioma materno.
Por eso nos hacen gracia, porque resulta chocante que un mocoso que apenas
levanta un metro del suelo hable como un gramático. Los errores que cometen
los críos al hablar, y que tanto nos divierten, se deben a que se pasan
de listos y aplican la regla sin excepción, convirtiendo en regulares los
verbos irregulares, por ejemplo. De una manera inconsciente parecen tener muy
clara la estructura interna del idioma. Otras destrezas como la aritmética,
aparentemente menos difíciles que aprender un idioma, las adquieren los
niños más tarde, con mucho esfuerzo y un profesor. Hablar es algo
natural en los niños; multiplicar no.
El lingüista Noam Chomsky llegó hace 40 años a la convicción
de que, efectivamente, los niños vienen al mundo con estructuras neuronales
que los capacitan para aprender un idioma; en cierto modo, disponen de un "órgano
para el lenguaje". Debe de haber algo común, un conjunto de reglas,
en todas las lenguas a pesar de su enorme diversidad; por eso es posible la traducción,
el trasvase entre idiomas. Esa base común, sería, según Chomsky,
innata.
El gen anómalo que presenta la familia investigada sólo se diferencia
de su forma normal en una base de la cadena de nucleótidos (adenina en
lugar de guanina) en una sola hebra de la doble hélice del ADN. Ese cambio
modifica un sólo aminoácido en la cadena de la proteína para
la que codifica el gen. El resultado de una variación tan minúscula
en una molécula es sorprendente: un grave problema lingüístico.
¿Debe deducirse de lo descubierto que existe algo así como un "gen
para el lenguaje"? Nada de eso. El que un cambio de base impida formar bien
las frases no significa que ese gen concreto sea el responsable del lenguaje.
Pero sí parece querer decir que hay una base genética para el lenguaje,
reivindicando al lingüista Chomsky. Y si el lenguaje, que es tan importante,
tan humano, y tan complejo, tiene una base biológica, ¿cuántos otros
aspectos de nuestra humanidad la tienen? Hay todo un abanico de opiniones al respecto,
desde los que piensan, como decía tajantemente Ortega y Gasset, que el
ser humano no tiene naturaleza y todo en él es cultura, hasta los convencidos
de un determinismo genético estricto de la personalidad, llegando casi
hasta la ecuación "un gen, un rasgo del carácter". Entre
medias se encuentran los que imaginan que los genes establecen predisposiciones
muy generales, amplias avenidas que recorremos en nuestra infancia y a lo largo
de las cuales se va formando la mente del adulto en diálogo constante con
el ambiente cultural en el que se produce el desarrollo. El descubrimiento del
gen citado en el cromosoma 7 no soluciona nuestras dudas, pero puede ser un primer
paso, una primera aportación del Proyecto Genoma Humano al conocimiento
de las bases biológicas del comportamiento. Y también representa
quizás el nacimiento de una nueva disciplina científica: la genética
cognitiva.
Juan Luis Arsuaga es catedrático de Paleontología. Universidad
Complutense.
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